Tanto con el escándalo del vicepresidente como con el caso
holdouts,
el Gobierno acumula despropósitos.
Por Roberto García |
Si no fuera por el bochorno precipitado de dos inquietantes
causas judiciales –las que enfangan al vicepresidente Amado Boudou y la
negociación forzada con los holdouts en Nueva York–, parte de la atención
colectiva se enfocaría en ese hábito gubernamental de cambiar las cosas de su
lugar, ordenarlas en el hogar para el presunto bien de otro, actitud que
normalmente insisten en realizar las mujeres para irritación de sus parejas.
Este invasor femenino no participa, se supone, en la
trastienda de las dos conmociones que sacuden al país. Se advierte en episodios
menores, cuando se mueven los muebles de lugar, se instalan monumentos o
estatuas como una fundación, cuando se borran frisos o alteran un túmulo por
otro, endiosando figuras recónditas y escondiendo otras, copiando esa cultura
tropical de entronizar héroes para que la fuerza de su memoria se multiplique y
traslade a quienes hoy los homenajean. Parece un fenómeno espiritista, como si
ciertas almas privilegiadas luego se fundieran en cuerpos materiales, aunque en
rigor se trata de un intento de empoderamiento político. Pero, la mesa o las
sillas, aunque las cambien de lugar, igual están.
No fue el primer caso desalojar la alcazaba de Colón por la
de Juana Azurduy, merecedora de tributos, pero sin que su recuerdo implique el
lugar de otro, al cual ella misma le debe la existencia pasada en estas tierras
(era vasca la rama materna de esta amorosa luchadora de la elite de
Chuquisaca). Cristina decidió el reemplazo desatendiendo reclamos de la colonia
italiana y lo convalidó Mauricio Macri hasta olvidando su propio origen. Ahora
se anuncian otros testimonios ornamentales, empezó con Evita, luego Carlos
Mugica y Arturo Jauretche, vienen Juan Perón e Hipólito Yrigoyen en el
Obelisco. Efigies por doquier, hasta pueden sugerir estampas de yeso para la
mesita de luz.
Reúne el Gobierno a los dos caudillos como víctimas de un
mismo desenlace (fueron destronados por infames golpes militares), los exalta
desde el sufrido gremio de la política y denuncia a la Justicia como cómplice
de sus destituciones. Como si hoy esos episodios se emparentaran con el affaire
Boudou.
Demasiado atrabiliaria la comparación, sin dejar de olvidar
que Perón participó en el derrocamiento de Yrigoyen en el ‘30, con el cual
podría compartir plaza (ni hablar de cierta condescendencia con el aterrizaje
de Onganía en los 60), y radicales de pura cepa, yrigoyenistas, hicieron
terrorismo salvaje para voltear a Perón en el ‘55 y llegar luego al poder con
Illia primero y Alfonsín más tarde.
Junto a estas imperfecciones, el Gobierno despliega una
misma matriz estética: todas las obras instaladas y a instalar son iguales,
casi de un mismo taller y una semejante licitación, seriales objetos de
decoración edilicia o urbana, también discutibles en gusto.
Ni el artista debe haber deseado tamaña uniformidad.
Opuesta, claro, a la vital propaganda republicana en la Guerra Civil, la
anterior soviética ofrecida en folletería y afiches, o la creativa belleza de
la cartelería cubana posterior a la revolución. Piezas de colección, murales o
cuadros de una casa.
Todo va en gusto. Se nota que el presidencial pasa por la
soldadura autógena. Una lástima, ya que, si bien la plástica peronista nunca
cruzó ciertos umbrales, al menos mostraba un abanico de alternativas.
Estos homenajes apresurados, interesados, no encajan con los
problemas judiciales de Boudou, cuyo final ni vale pronosticar porque se conoce
su nacimiento: al margen de otras voluntades, lo cierto es que tanto él como
sus eventuales socios pierden en su carrera multinacional por miserabilidades
diminutas, la adulteración de un título de propiedad automotor, el no pago de una
dieta, reclamos económicos de ex esposas, ocultamiento de recursos en los
divorcios, falsificación de firmas para cuestiones menores.
Casi como la parábola de uno de los mayores imputados por
corrupción en tiempos del menemismo, que fue a la zanja del descrédito por la
indignación de una secretaria que manejaba negocios e ingresos monumentales del
personaje, quien le negó una asistencia monetaria para que se pudiera cambiar
la dentadura.
Como hombre de Estado, asombra que el vicepresidente no
contemplara la utilización policial, de inteligencia, que se suele realizar
sobre las comunicaciones, sean interferencias o rastreos. Hace décadas que
delincuentes de poca monta, iletrados, marginales, secuestradores, han caído
por estas pesquisas. Resulta paradojal que un gobierno habituado a que sus
funcionarios no hablaran ni por teléfono con sus presuntos enemigos no tuviera
la misma precaución con los amigos, con la red que parece complicar a Boudou en
el fallo del juez que lo procesó.
Tanta ligereza pareció expandirse a otra cuestión judicial,
la de la deuda con los holdouts. Desde la instancia en que los propios
abogados, en cierto momento, se levantaron para decir “nosotros no podemos
proponer eso”, hasta el desafiante pedido del Gobierno a la Corte Suprema argentina
de exigirle que exprese en un comunicado su odio y lucha contra los buitres.
Como si ignorara que ese mismo instituto, hace más de seis
meses y en controversial decisión, no había hecho una declaración, sino que
produjo un bloqueo para el pago de ese tipo de demanda en un caso específico
que le llegó antes que a la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Quizá por cambiar tanto las cosas de lugar, por ordenar o
guardar papeles que debían conservarse a la vista –uno parafrasea, claro, las
quejas masculinas en el hogar–, se generan confusiones, pérdidas gravosas de
tiempo y hasta de dinero.
Ya que, en otro rincón, en otro cajón, la mesa y las sillas
siempre están, como los papeles.
A menos que se decida tirarlos por la ventana y, en
apariencia, esa no se vislumbra como la decisión última.
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