Por Gregorio A. Caro Figueroa |
Es posible que la Argentina sea un país plural sin
pluralismo. Esto es, sin reconocimiento de nuestra realidad plural y compleja.
Nuestra diversidad es de tonos más que antagónica y dramática. Antes que los
datos de la realidad, es nuestra propensión a lo enfático lo que hace que esos
matices se conviertan en diferencias irreconciliables, los relieves en fisuras
abismales, y las líneas divisorias en trincheras.
A falta de conflictos profundos, étnicos, religiosos o de
clases, algunas minorías sobreactúan un nacionalismo cuyo fundamento creen
encontrar en una historia nacional escrita en clave conflictiva, sustentada en
teorías conspirativas y realimentada con el perpetuo enfrentamiento de lo
nacional versus lo antinacional, y del pueblo contra la oligarquía. En
síntesis, de un lado está el Bien, y del otro el Mal.
Ese tipo de nacionalismo pone en pie una contradicción: la
que hay entre pregonar la unidad nacional y su decisión de imponerla negando y
arrancando de raíz una diversidad, a la que considera un obstáculo para
establecer una visión, un poder, “una doctrina nacional”, y un “destino común”,
con el respaldo de un conjunto de ideas
simplistas, sectarias, excluyentes y hegemónicas.
Es una contradicción invocar la unidad nacional escribiendo
y promoviendo una historia puesta al servicio de “organizar intelectualmente el
odio”, orientada no solo a fundamentar la existencia de “dos Argentinas”
antagónicas e irreconciliables en el pasado, sino también a proyectar esa
fractura al presente, excluyendo a aquellos argentinos a los que se descalifica
como “antinacionales” por el solo hecho de opinar distinto.
Para compensar su debilidad de raíces, ese nacionalismo
acentuó su virulento anti europeísmo y anti liberalismo, negando que la
libertad esté en nuestro origen como Nación y olvidando nuestra condición de
país abierto y con mayoritaria población descendiente de inmigrantes europeos.
En 1943, la Alianza Libertadora Nacionalista reclutó diez mil adherentes
“muchos de los cuales eran menores de veinticinco años y provenían de familias
de inmigrantes de clase media baja”.
En 1916, Ortega y Gasset valoró la importancia de un rasgo
del “auténtico pueblo criollo”: el haber aportado, junto a su poder de
atracción, uno de “los más raros adelantos de la historia, que sólo han
ejercido los pueblos próceres: el talento de absorber hombres de toda oriundez,
religión y raza (…)”, manteniendo “en laboriosa convivencia a grupos humanos de
sangres diversas y aún antagónicas”.
Aunque se pueda explicar que los nacionalismos de países con
más densidad histórica y conflictos más profundos que el nuestro, tiendan a la
desmesura, es más difícil comprender y de justificar la desproporción y
desmesura que las distintas vertientes argentinas, más propensas a buscar “la
unidad nacional a palos” que aceptar nuestra diversidad, integrándola dentro de
un orden democrático.
Más allá de las críticas que puedan hacerse al reciente
libro del historiador alemán Michael Goebel, “La Argentina partida.
Nacionalismos y políticas en la historia”, tenemos que reconocer que su
distancia crítica que le permite superar ese “nacionalismo metodológico”, que
ve como un rasgo que comparten los historiadores argentinos, y como “la gran
continuidad” de nuestra historiografía. En un artículo reciente, Juan Carlos
Chiaramonte recordó que la expresión “historia oficial”, y su uso polémico, no
tienen patente argentina pues su origen está en la derecha europea de comienzos
del siglo XX.
Ese nacionalismo no se propone superar su obsesión por
“mirarse el ombligo”, dejando de lado estudiar la historia de otros países,
incluido los latinoamericanos, cuyo pasado más se exalta que se conoce. Los
estudios comparativos son necesarios para tener visiones matizadas, rigurosas y
complejas. Ellos enriquecerían las investigaciones y permitirían “identificar particularidades y
fenómenos que Argentina comparte con otros países”.
Para Goebel, “En la Argentina el nacionalismo, a pesar de su
ostensible llamado a la ‘unidad nacional’, viene de la mano con una fuerte
polarización política, como se ve en estos últimos años”. Añade que, diferencia
otros países, en la Argentina “las líneas divisorias entre quienes pertenecen a
la nación imaginada por los nacionalistas y quienes no, es muy internalizada”.
“Vendepatria’ y “traidores”, suelen ser enemigos políticos
internos, a los que se identifica como aliados internos de intereses
‘foráneos’. “Sospecho que este rasgo del nacionalismo argentino, en parte,
tiene que ver con el hecho de que las diferenciaciones de índole étnico y
lingüístico, resultan insuficientes para distinguir Argentina de otras
naciones”. Las fuerzas “antinacionales” que amenazan la Nación, no son
externas: están dentro del país y sus agentes locales son los enemigos internos.
Con este tipo de simplificaciones, las demonizaciones, se
alimentan los fanatismos. En la década de 1930, el revisionismo creyó encontrar
los rasgos de la identidad nacional a través del estudio de la historia o, más
bien, de politizar la historia haciendo de ella un “arma” para el combate
político.
En los años de 1960, el revisionismo de izquierda se propuso
definir “el ser nacional”, mezclando nacionalismo europeo del siglo XIX, con
marxismo, condimentado con populismo. La “lógica de la discusión crítica”, que
se insinuó en esos años ’60, fue sustituida por la “lógica del enjuiciamiento”
del “enemigo” que ejercieron los grupos armados en los ’70 apelando a emociones
nacionales y populares.
Para Goebel, la manía de clasificar corrientes, personajes y
grupos en buenos y malos, para usarlos de baluartes en controversias políticas
actuales es síntoma “de un déficit de legitimidad política. Es muy raro pensar
que este déficit pudiera resolverse con la imposición de un panteón patrio por
encima de otro”. Ahora, al transformarse en lugar común del relato oficial, ese
reconocido revisionismo lo coloca frente a una contradicción y a una crisis:
hoy la “historia oficial” es la que hasta ayer fue “revisionista”.
Paradójicamente, en esa consagración oficial está su fracaso. Es extraño que esos
revisionistas de la historia no tengan ningún interés por revisar las premisas
sobre las que, hace casi un siglo, formularon los fundadores de esta corriente,
y que se resistan a comprobar “hasta qué punto una explicación de un fenómeno
histórico aguanta el escrutinio a la luz de nuestras fuentes”. Tarea que no han
hecho.
“En lugar de formular preguntas e investigar han gritado
eslóganes y vendido un relato simplista según el cual algunos personajes
infames conspiraron para subyugar a la Argentina. Reclaman hablar en nombre del
“pueblo” y la “nación”, que no estudian ni analizan. Siguen obsesionados con
hombres famosos y batallas. Explicar procesos y cambios les parece demasiado
laborioso e inútil para producir eslóganes como arma política”, observa Goebel.
Otra enorme contradicción es seguir denunciando a la
“historia oficial”, presentando la revisionista como historia marginal,
“contra-historia” o del anti-poder, olvidando que ese revisionismo es ahora un
dispositivo oficial con dos institutos históricos nacionales revisionistas,
reconocidos y financiados por el Estado. Este revisionismo “oficial” actual
incurre, de forma agravada, en los mismos vicios que atribuyó en su momento a
la “historia académica” o “mitrista”, borrando de un plumazo los méritos de
ésta. Los “vicios” de aquella “historia oficial”, son hoy “virtudes” en el
actual revisionismo oficial y del refrito.
Desde 2011, por decreto 1880, el revisionismo recibió el
encargo oficial de “profundizar el conocimiento de la vida y obra de los
mayores exponentes del ideario nacional, popular, federalista e
iberoamericano”. El decreto incluye una lista de trece personajes argentinos y
a once latinoamericanos a estudiar. “Un revisionismo oficial es una
contradicción interna porque en la medida en que se convierte en oficial no hay
historia oficial para atacar”, concluye Goebel.
Estamos frente a una extraña mutación, donde la historia
oficial de antaño quedó marginada como una historia no reconocida, mientras
aquella contra-historia revisionista de ayer pasó a ser consagrada por decreto
como la historia oficial de hoy.
Editorial de “Todo es
Historia”
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