Por Jorge Fernández Díaz |
Maradonismo: dícese de una de las formas posibles del ser
nacional. Contrariamente al vocablo "maradoniano", que alude
únicamente al culto religioso de un gran futbolista, el maradonismo es un rasgo
cultural que hilvana la transgresión, la arrogancia, la automitificación, la
prepotencia, la agresión verbal y el ánimo permanente de convertir casi todo en
una gresca pública.
También los gustos millonarios y al mismo tiempo el disfraz
político de izquierdas, más como marketing de rebeldía banal que como compromiso
serio y consecuente. Tal vez la frase más famosa de la gestión Maradona, como
entrenador de la selección argentina, haya sido aquella que destinó a un
crítico: "La tenés adentro". Ese regocijo luctuoso acerca de la
sodomización simbólica fue celebrado por el kirchnerismo y amparado por el
denominado "folklore del fútbol", que permite habitualmente el
racismo, la humillación sexual y otras bajezas. Contra la fanfarronería
desfachatada se eleva el emblema de Mascherano, virtuoso en autocríticas,
humildad y solidaridades de equipo. Mientras Maradona se tatúa frívolamente al
"Che" y lo muestra orgulloso, Mascherano declara su vergüenza cuando
lo dibujan como Guevara en las redes sociales. Mientras el Jefecito concibe a
la selección como un combate perpetuo contra todos sus egos, Maradona es el ego
caminante, parlante y mesiánico. El Diez es Dios y se lo cree; el Cinco es sólo
una herramienta de la historia, y a ella se entrega con modestia y esfuerzo.
El maradonismo es un estilo anterior a Maradona, que nos ha
hecho ganar el mote de irritantes soberbios en todo el mundo y que los
cristinistas han encarnado de un modo natural y gozoso. Al recibir al
seleccionado en Ezeiza, la Presidenta no pudo con su genio y maradoneó:
"Les taparon la boca a muchos". Jamás pensaron los gladiadores del
césped que el problema fueran quienes los incomprendían. Al contrario, sacaron
provecho de esas observaciones duras, las discutieron puertas adentro y jamás
se enceguecieron con sus accidentados triunfos. El problema no eran los
comentaristas fiscalizadores, sino la potencia de los rivales y la realidad en
la cancha. Si hubieran aceptado el confort del "relato" desarrollado
después de cada partido, habrían caído en una trampa y se habrían quedado
haciendo jueguito en la baldosa de la retórica, conocido pecado mortal del
Gobierno. Dicho sea de paso, es interesante revisar la correspondencia de
Atahualpa Yupanqui en París, donde vivía durante los años del peronismo:
"Te diré que los argentinos están bastante desprestigiados en Francia -le
escribía a su mujer, por su petulancia, chauvinismo y suficiencia, casi siempre
no justificada de manera alguna".
El unánime elogio de nuestra sociedad a los
"valores" que su escuadra transmitió y un examen objetivo acerca de
los candidatos que más chances tienen de arribar a Balcarce 50 tras la
"década pendenciera" podrían obligarnos a creer que se cierra un
largo ciclo para el maradonismo como praxis de época y discurso público.
Ninguno de los expectantes llega con hostilidad oral ni con la Multiprocesadora
de Enemigos, Desprecio y División. Sería ingenuo, sin embargo, suponer que esa
patología se apagará, puesto que Maradona y Cristina no son más que emergentes
de algo genuino y latente, que puede ser aplacado o reactivado ante ciertos
humores sociales y que, por lo tanto, sobrevivirá al ocaso del kirchnerismo.
Para quien el culpable, y no la patria, siempre es el otro.
Ejemplo de esta jactancia autoexculpatoria fue lo que
sucedió horas antes de la gran recepción presidencial maradonista: un pavoroso
reverdecer de la violencia marginal. El secretario de Seguridad adjudicó ese
descalabro a la inacción de la Metropolitana (que fue perezosa y timorata) y al
complot del sindicalismo disidente (que no quedó libre de sospechas). La
responsabilidad mayor fue igualmente de la Policía Federal, fuerza a la que no
temen los saqueadores, ladrones ni barrabravas. El factor miedo resulta
esencial para la prevención del delito. Una fuerza es disuasiva cuando infunde
temor y es irrelevante cuando transmite impotencia. En esos momentos, la
Federal parece un cuerpo de bomberos voluntarios cumpliendo la misión de
enfrentarse con un ejército de comandos.
Se probaron otras cosas en esa noche infernal. Primero, que,
con doscientos mercenarios, un puntero puede copar la ciudad, desbaratar las
intenciones de un gobierno y mantener en vilo a toda la población. Segundo, que
sobran lúmpenes capaces de todo en un país de once millones de pobres extremos,
acosados por el clientelismo, la incultura laboral y el narcotráfico. Y que
éstos son permanentemente olvidados por la opinión pública, la misma que
despierta de vez en cuando del sueño dorado y descubre con horror que está
sentada sobre un polvorín. A ese polvorín social el Gobierno le acerca
sistemáticamente un fósforo: la inflación sostenida daña primero a los más
débiles, la recesión a los tercerizados y la caída del consumo a los
cuentapropistas, que pronto estarán en pie de guerra. Será muy fácil agitar
esos segmentos castigados, donde hay poco para perder. Y el asunto cobrará
relevancia política dada la candente guerra peronista por el poder real.
Una imagen en particular muestra la situación de los
excluidos del "país de la inclusión". Las cámaras localizaron el
domingo a un saqueador que había robado un sillón rojo. El muchacho avanzaba
por la ciudad destrozada con ese inútil objeto del deseo. Uno trataba de
entender por qué se tomaba tanto trabajo. ¿Querría venderlo, cuántos pesos
podrían darle por ese sillón solitario? ¿Pretendía llevarlo a casa para
sentarse y sentirse con ese simple gesto parte de la Argentina integrada que
atisba y recela todas las noches a través de la televisión? Recién cuando lo
vimos acomodarse en el sillón, en medio de la 9 de Julio y sacarse una selfie,
confirmamos que era el trofeo de una batalla ganada, el recuerdo del día en que
pudo pasearse impunemente por el mundo inalcanzable. El sillón rojo, de regreso
a la miseria, era como la extraña flor que traía del futuro el protagonista de
La máquina del tiempo.
La bestialización de miles y miles de argentinos no hace
juego con los discursos altisonantes acerca de una presunta república
reparadora del tejido social. Mucho menos con una administración que
experimenta un impresionante declive político y económico mientras cacarea
autoalabanzas. La crisis se agudiza con la merma del poder. La Presidenta
perdió la oportunidad de solicitarle la licencia a su vice mientras le quedaba
algo del clima mundialista y del leve pero refrescante oxígeno brindado por Xi
Jinping. Exigirle a Boudou esa licencia es, a estas alturas, más una señal de
fortaleza que de debilidad. Tampoco logró derribar a Campagnoli ni evitar que
la comunidad judía sacudiera fieramente a su Gobierno por el pacto con Irán. Y
a medida que avanzó esta semana volcánica permitió incluso que se fueran
sembrando dudas por primera vez preocupantes acerca del pleito con los fondos
buitre. Es interesante, al respecto, entender que mientras se despotrica a lo
Maradona contra la justicia norteamericana, se firman convenios bilaterales con
China ajustados a los tribunales de Inglaterra y a los arbitrajes en Francia.
¿Qué diremos si alguna vez tenemos un fallo en contra? ¿Que las viejas
potencias del colonialismo quieren hundir a la patria emancipada? ¿O para
entonces los argentinos habremos ya enterrado para siempre el modelo
maradonista de equivocación nacional?
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