Los alemanes celebran un gol ante David Luiz y Maicon en Belo Horizonte. (Foto: EFE) |
Por José Sámano
El fútbol nunca será lo mismo desde una noche en Belo
Horizonte en la que se produjo el mayor cataclismo desde que rueda la pelota
hace más de un siglo. Jamás hubo nada igual, ni parecido. El Maracanazo fue una
broma al lado del 1-7 encajado por Brasil ante una Alemania que le hizo morir
de una sobredosis de realidad, que le dejó una tacha de por vida por su empeño
en dar la espalda a una pelota que siempre fue el mayor motivo de orgullo de
sus gentes. Brasil quiso ser lo nunca fue y acabó por dejar a todo un país en
estado de shock, petrificado, sin latidos.
Lo vivido por Brasil 64 años después del Maracanazo fue aún
más mortificante. Un trauma de por vida de tal magnitud que aquella afrenta con
Uruguay ya no tendrá ninguna relevancia. Desde la marabunta alemana en Belo
Horizonte resultará un traspié cualquiera, una chiquillada por mucha liturgia
que tuviera. A lo de Belo Horizonte será difícil ponerle letra, necesitará
guionistas de primera y un pelotón de psicólogos, psiquiatras, sociólogos y
cuantos se quieran sumar a una cátedra que promete. El ultraje de Alemania dejó
estremecido a todo Brasil, que esta vez tiene a muchos Barbosas a los que
condenar por un cataclismo histórico, con Luiz Felipe Scolari y muchos de sus
dirigentes a la cabeza. Mucho tendrá que ganar para que en algún siglo venidero
la torcida encuentre consuelo. La Canarinha no perdió una semifinal, padeció un
calvario descomunal, una hecatombe en toda regla. Perder es otra cosa.
Hace tiempo que Brasil le fue infiel a la pelota y Alemania,
su nuevo mecenas, se lo hizo pagar con una saña desconocida en la historia de
los Mundiales. Un partido imperecedero, de los incunables, y de los que dejan
secuelas de proporciones inimaginables. Si alguien encuentra alivio en Brasil,
quizá el fútbol canarinho recupere sus orígenes y espante de una vez a los que
han fumigado su esencia para ponerse una armadura que no le iba y que en nada
garantizaba el éxito. Un destiñe absoluto e incomprensible en una selección que
fue más que ninguna una oda a la felicidad de este juego. El Brasil de hoy no
es un equipo de fantasía, sino una brigada de centuriones con más propaganda
que atributos. Scolari se empecinó en repetir lo de 2002, olvidando que
Ronaldo, Ronaldinho y Rivaldo no eran precisamente unos piernas. El modelo era
inimitable, con Fred, Jo, Hulk y unos cuantos luizgustavos, futbolistas de
acompañamiento en una Liga sin mucho segundo pedigrí. Al fútbol no quiso jugar
otro que Neymar, ausente como el capitán Thiago Silva, uno por lesión y otro
por sanción. Con el drama visto, ni a ellos puede apelar Brasil como coartada.
Sobre un ring, el duelo hubiera sido calificado de una
carnicería. A Brasil le duró la combustión —el himno como una haka maorí— y
todo tipo de gestos inflamables, lo que tardó Müller en noquear a la defensa
doméstica en el primer córner a favor de los visitantes. Müller, que ya suma
cinco tantos, remató al borde del área pequeña, como si estuviera entre
monaguillos. Nadie le hizo ni cosquillas. El gol fue una sacudida para Brasil,
pero cuando Klose hizo el segundo todo el equipo se desmoronó de forma
calamitosa. Dos minutos después llegó el tercero, de Kroos. Si su remate fue
prodigioso, la jugada, con seis toques de violín sucesivos, fue museística. El
equipo de Löw era una sinfonía.
En 20 minutos, Alemania ejecutó un escarnio brutal. Kroos
parecía Gerson, Khedira, inmenso, era Pelé o quien se propusiera, y Müller se
había clonado en Garrincha. Los alemanes daban palique a la pelota de forma
vertiginosa, con surcos continuos en el balcón del área de Julio César. No
había brasileño capaz de detectar a un alemán. El conjunto germano ganaba en
todas las batallas: la técnica, la táctica, la física y la anímica. Brasil era
muñeco de trapo. La afrenta iba a más, sin remedio para un grupo de futbolistas
en tanga, con las gentes llora que llora en las gradas. No era para menos, lo
del campo era cruel, solo creíble de haber estado por el medio El Salvador o
Corea del Norte, por citar algunos de los que se han llevado palizas más o
menos similares. Por desgracia para los brasileños, no era ficción. Aquello
parecía el España-Holanda, con un equipo desatado y otro aturdido en un rincón
cualquiera.
Los goles alemanes caían como churros. Repitió Kroos y a la
fiesta se sumó con todo merecimiento Khedira, un coloso, con una agilidad
técnica que no se le conocía. Alemania estaba hechizada. Hubo tiempo para
Klose, que a sus 36 años destronó al último rey brasileño. Con sus 16 goles
superó a Ronaldo como el mejor goleador de los Mundiales. A Brasil se le vino
la historia encima: el hilo con Ronaldo es Fred.
El abuso alemán obligaba a frotarse los ojos, cinco goles
con los 10 primeros remates. Para Brasil, la peor pesadilla imaginable hubiera
sido mucho más llevadera. Aún le quedaba el suplicio del segundo tiempo y hasta
le toca jugar por un tercer o cuarto puesto. De no ser por tratarse del fútbol,
sería un caso de sadismo. Mientras Brasil es una tormenta de lágrimas, Alemania
y el mundo entero aún se pellizcan. Nada será igual. En el fútbol no hay rastro
de un impacto semejante. No hay forma de medir semejante seísmo.
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