Una pasión
cuasidivina
Por Tomás Abraham (*) |
Hay una dimensión sacra en la pasión futbolera. Un fenómeno
religioso que se da con el fervor y la devoción de multitudes. Se conforma una
colectividad de adoradores que poco tiene que ver con la afición masiva a un
deporte. Quienes intentan banalizar esta fuerza catártica, la quieren reducir a
la manipulación marketinera por la que los medios masivos de comunicación y el
mundo del espectáculo segregan la miel de la idolatría.
Pero con diez veces más espectadores en las salas de cine
que en los estadios, no hay comparación posible entre lo que desencadena la
obtención de la copa Jules Rimet y la entrega de un Oscar por una película
nacional. Ni siquiera un premio Nóbel que satisfaga el orgullo nacional es
medible con un acontecimiento de la intensidad de un mundial de futbol
Nada invade tanto nuestra domesticidad ni nos tiene en
ascuas como los partidos de la selección. Los futboleros que miramos con cierta
distancia los avatares del futbol local, que nos hemos acostumbrado a su
decadencia, perdemos los estribos en momentos como éste.
Pero este fenómeno de índole religiosa a pesar de su
vibración es fugaz. No hay un culto ritualizado ni las correspondientes
penitencias que lo puedan sostener. La versatilidad del futbol es continua. El dios Cronos, el
tiempo, que es una máquina devoradora, siempre vuelve a distribuir el mazo. El
eterno retorno y el puro devenir se conjugan juntos tal como lo decía el
filósofo alemán Federico Nietzsche.
Cada vez que se obtiene un logro deportivo, con el objeto de
aprovechar el escenario de gente en la calle, entusiasmada por un triunfo que
se viste con los colores de la bandera nacional, aparecen los pastores de la
victoria. Son predicadores de diversos sectores de la sociedad que tienen una
tendencia al hiperbolismo y a la autocomplacencia. Hacen del equipo argentino
un ejemplo para que los argentinos logremos victorias rutilantes si nos
uniéramos y nos identificáramos con el sentimiento patrio. No perdemos la
oportunidad de insistir en que tenemos ingentes recursos potenciales a
desarrollar, que lo tenemos todo, y que sólo falta la solidaridad, la entrega y
la generosidad que nos conviertan en una
comunidad de creyentes en valores positivos y dispuesta a dar todo por el otro.
Como nuestra selección.
Esta pastoral mediática pretende ignorar que el seleccionado
argentino está compuesto por atletas de elite, que son parte de la cumbre
aristocrática del futbol, con máximas exigencias de profesionalidad,
contratados por empresas que organizan torneos en los que la competencia es
feroz, y que no se basa únicamente en el talento natural o en el espíritu de
grupo.
Si se quisiera extender la realidad del futbol internacional
al resto de la sociedad, las exigencias no pueden ser menores si se pretende
conseguir lauros semejantes a los que nos enorgullecen con el juego de pelota.
Un país no está formado por deportistas de alta competencia.
Por eso sería una pena que nos dejáramos seducir una vez más
por la ideología de la ´fiesta de todos´. Que aparezcan nuevamente quienes se
ofrecen como escuderos de lo que llaman la felicidad del pueblo. Aquí no se
trata de pueblo sino de gente de todas las clases, y más media y alta que
obrera. No son los gritos de las barras y de la popular de cada semana los que
están en la calle sino individuos que se juntan para este festejo ecuménico y
luego vuelven a sus rutinas. Más felices, es cierto, suponiendo que la
felicidad no es un estado sino un momento.
Poco se puede agregar al grito de un relator deportivo que
ante un triunfo nacional se conmovía con un
“te amo Argentina”. Estos gritos patrios son abstractos, no sabemos a
qué entidad se refieren. No es tan evidente el llamado sentimiento patrio.
Durante el siglo veinte, el nacionalismo fue un arma ideológica eficaz como
grito de guerra. Para matar a decenas de millones de personas y para dejarse
matar, el clamor por la patria fue el único altar que se encontró para
justificar la industria de la muerte.
Fuera de un campo de batalla o exterminio, el grito de “te
amo Argentina” cuando Romerito ataja un penal, suena extraño, parece que se
gritara “te amo mamá”, por supuesto una mamá idealizada.
La trata de pibes
Pero el futbol no es una guerra sino un juego, aunque con su
historia y un porvenir. El futbol moderno no conforma una red sólo profesional
sino comercial y financiera. Se trata de un sistema de poder concentrado
representado por la FIFA, en el que los clubes más poderosos de las grandes
ligas, determinan el curso de las acciones federativas y del destino de quienes
se dedican a su práctica. Sin embargo, a pesar de una construcción vertical de
poderes jerarquizados, el sistema chorrea. Si no lo hiciera, todo el andamiaje
se detendría. Los grandes necesitan de la existencia de los chicos, los
tiburones de las sardinas. Puede argüirse que estamos en presencia de una nueva
forma de colonialismo. Es posible. De seguir así, en la medida en el que el
mundo del dinero invada todos los espacios del futbol, se generará una dinámica
que convierta a este deporte en una especie de show poco serio, un divertimento
de tipo circense.
Esta tendencia hacia la voracidad financiera y a la
autodestrucción como deporte de masas, se percibe hace años con lo que denomino
“trata de pibes”. Cada año de acuerdo a estadísticas que se publican con letra
chica en los suplementos deportivos, cientos de jugadores de Brasil y
Argentina, además de África, se van a un
exterior desconocido. No todos terminan en
Italia y España, porque se pierden por los cuatro rincones del planeta
para ganarse un sueldo y no mucho más que eso. Muy pocos sobresalen.
Esta fuga gigantesca de dotados para el futbol, seca
nuestros semilleros. Son generaciones que se pierden ya que no permiten la
creación de escuelas, la emulación y la potenciación de las virtudes naturales.
Lo vemos en los resultados de los juveniles en estos últimos años. Sonsors,
representantes, padres y dirigentes,
conforman un entramado de intereses para que niños y adolescentes se coticen
convertidos en mercadería y fuerza laboral antes de llegar a ser adultos.
Esta es la trata de pibes que alimenta a las grandes ligas
europeas, a los capitales invertidos con los restos de beneficios que da la
minería, el petróleo y la renta financiera, y que se refuerza con la
integración de hijos de inmigrantes y colonizados a las selecciones nacionales.
Lejos de ser una victimización de nuestro futbol, lo que
describimos es un peligro real sobre el
futuro del futbol en general si no quiere seguir los pasos lamentables del box
convertido en un nuevo “Titanes en el Ring”.
No somos víctimas por la simple razón que nos ven como
triunfadores y talentosos a pesar de
quienes encomian la fábrica alemana y catalana. Este Mundial mostró a un Costa
Rica eliminar a ingleses e italianos, y a Colombia ser un equipo temible. Todavía se sabe que Di
Stéfano, Maradona y Messi se formaron en las calles y potreros argentinos, y
que Pelé y Garrincha en las playas brasileras. Así que no se trata de quejarse
con lamentos de perdedor, sino de no tragarse el sapo del talento innato o de
prestigios transitorios.
Si los intereses de los grandes clubes siguen extrayendo la
pulpa de asociaciones pobres no sólo por sus deudas – deudas tienen, y grandes,
los clubes de la Champions con la salvedad que generan dinero y no están
infiltradas por dirigencia política y gremial como en nuestros países – sino
por la asimetría de los niveles de vida,
y si no se legisla prohibiendo transferencias prematuras, el futbol
dejará de concitar pasiones y quedará convertido en un casino de apuestas y
estrellas fugaces.
Por ahora no es así. Aún interviene un factor que permite
que sigamos con nuestro entusiasmo: el azar, el accidente, lo imprevisto, lo no
manipulable, la magia. Mientras en el
futbol haya competencia, torneos en los que la confrontación sea leal y franca,
en tanto intereses ajenos a lo que se despliega en el campo de juego, no
determinen resultados, nuestra pasión futbolera perdurará.
En este sentido el Mundial 2014 fue muy bueno. Hemos visto a
equipos de países sin tradición jugarles de igual a igual a los poderosos. Si
bien es cierto que los candidatos previsibles llegaron a las máximas
instancias, nada les sobró, no se dieron lujo alguno, ganaron por penales o en
los minutos de descuento, y grandes favoritos se fueron a casa bien temprano.
El proceso colonial se revierte durante un mes cuando los jugadores
exportados vuelven a vestir sus casacas nacionales. A su talento innato le han
agregado la preparación profesional y las exigencias deportivas de los grandes
clubes. Por eso el Mundial equipara en una falsa democracia transitoria la
succión diaria e inclemente organizada por la misma FIFA.
Este Mundial ha aportado lo suyo respecto de la cuestión
identitaria. Es esta “trata” y no la pérdida de un estilo y de una tradición,
la que determina el fracaso brasilero, o lo que se discutía en la primera fase
de nuestro equipo.
Sin duda que cuando se habla de tradición nacional, lo que
se hace es poner a calentar un caldero en que
cada uno puede verter lo que más le gusta. Sabella encontró fuertes
resistencias porque se lo tildaba de defensivo. Se desconfiaba de su aire
“bilardista”. Con este tipo de campaña se pretendía desmerecer a una corriente
que ha hecho escuela en el futbol argentino. Salvo que se crea que La Plata
queda en el Himalaya. La escuela de futbol de Estudiantes que la Brujita Verón
define por armar equipos en los que prima el espíritu grupal, la planificación,
y la disciplina táctica, no ha tenido buena prensa en nuestro medio proclive a
eternizar lo que denominan futbol criollo. Se desconoce así que máximos
galardones se han logrado de acuerdo a un estilo que también ha conformado a
nuestro modo de jugar al futbol. J.C. Lorenzo, Osvaldo Zubeldía, C. Griguol, y
hasta el Bambino Veira y Bianchi, han implementado un sistema que con cierta
pobreza conceptual se lo ha tildado de “contragolpeador”. En realidad se trata
del aprovechamiento de los espacios, de cerrárselos a los adversarios y
abrirlos para los delanteros propios.
El encanto del jugador que hace milagros con sus pies le da
color al futbol, es su toque artístico, pero el futbol, además, de la
preparación física, es un ejercicio intelectual, el pensamiento es necesario y
activo, y se trata muchas veces de ver cómo siendo menos se pueda más. Lo que
es un canto de esperanza.
(*) Filósofo
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