Por Fernando González |
La argentinidad desatada en tiempos de Mundial es una
política de Estado. Lo viví en Brasil, en 1992, dos años después de ser
subcampeones en Italia 90. Cubríamos
para la revista Noticias el aluvión argentino
que veraneaba exultante y compraba departamentos en Florianópolis. En las madrugadas, los jóvenes
invadían las discotecas de Santa Catarina y se
trenzaban en duelos tribuneros con los chicos brasileños hasta cerrar las
disputas con un cantito agresivo: "Caniggia
los cagó...",
era el epílogo que rescatamos de esas noches con
demasiada cerveza. El dato lo tomó el gran
Osvaldo Soriano para pintar una crónica magistral
en Página 12 sobre la banalidad de la castigada década del 90.
Ya pasaron más de dos décadas y la rivalidad mundialista
entre la Argentina y Brasil vuelve a alumbrar las playas brasileñas. Ya no
están Soriano y el noventismo menemista se vistió de década ganada
kirchnerista. La prosperidad construída sobre la arena, las sombras de la
corrupción y Boudou encarnando el papel de María Julia. Pero el cancionero
argentino sigue recordando a Caniggia (el del gol a Taffarel), a las hazañas de
Diego Maradona, claro, y le agrega la ilusión del ídolo emergente, el menos
glamoroso Lionel Messi. Le pedimos a los vecinos amargados por la goleada
alemana que digan "qué se
siente". Y disfrutamos la antesala de lo
que deseamos sea otra copa para apuntalar el formidable ego criollo.
Ojalá hayamos aprendido algo desde entonces y le pongamos un
dique a la soberbia argentina. No hay nada más gratificante que reconocernos en
el corazón caliente, en los aires de conquista y en la riqueza de nuestras
individualidades. El Che Guevara, el Papa Bergoglio, Maradona y Messi, más allá
de cualidades y defectos, muestran a un país que genera personalidades
excepcionales. Lo atractivo de este tiempo mundialista es que los liderazgos
que vemos partido a partido exhíben humildad, serenidad y grandeza. De Lionel a
Sabella, de Mascherano a Chquito Romero. Mucha moderación, poca polémica,
ningún exabrupto.
Lejos, muy lejos, del híperenfrentamiento al que nos
acostumbró la historia.
Sin saberlo, la Selección le está poniendo un placebo a la
dinámica del conflicto interno. Unitarios o federales. Boedo o Florida.
Peronistas o gorilas. Charly o Spinetta. Lanata o 678. Fotografías ficticias de
una confrontación casi siempre construída para eludir las respuestas de fondo.
Para demorar los beneficios de la buena literatura, los dividendos de la mejor
música, el progreso de la política que conduce al desarrollo de los pueblos.
Ser campeones del mundo el domingo no hará bajar la
inflación ni la cantidad de pobres que día a día se multiplican en la
Argentina. Pero es grato que la bendición global del fútbol la recibamos de
este grupo de muchachos poco afectos a los agravios televisados y a las
limusinas, aún siendo muchos de ellos millonarios.
La grieta entre los argentinos, que tanto daño nos hizo y
nos hace todavía en estos tiempos, al menos está perdiendo una batalla. Qué
bueno sería comprobar que el puente que va de Maradona a Messi también se puede
extender para salvar los abismos entre los dirigentes y curar las heridas del
país incompleto.
© El Cronista
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