Por Horacio Ramírez (*)
El 25 de mayo de 1820 -a veintitrés días de su muerte- la
salud de Belgrano había empeorado. Fue así que llamó al escribano Narciso de
Iranzuaga, el más renombrado de los siete notarios con los que contaba la
ciudad, decidido a dictarle su última voluntad. Con el sello que rezaba
“Supremo Poder Ejecutivo de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, comenzó
De Iranzuaga la triste tarea.
Su primer deseo fue que su cuerpo fuera inhumado
amortajado con el hábito del patriarca Santo Domingo en el panteón que su
familia tenía en aquel convento. Toda su familia había estado ligada siempre a
la religión Católica: ya su padre, Domingo Belgrano y Peri, había alcanzado el
grado de Prior de la Tercera Orden, la destinada a honrar a los laicos. Los padres
dominicos, de quienes Belgrano era vecino, lo asistieron en sus últimos
momentos. En cuanto al panteón, este fue conseguido por su madre, Josefa
González Casero, cuando este trámite era necesario -en el ’22, Mitre aboliría
los ‘campos santos’ y todos los cementerios serían seglares-. Sus bienes
materiales se los legó a su hermano, el canónigo Domingo Estanislao, a quien le
hiciera el personal pedido de que todo fuera a manos de su hija natural Manuela
Mónica, a la sazón en Tucumán.
En la columna dedicada al inventario de sus bienes, se
destaca que no tenía ni dinero en efectivo ni bienes raíces y sí, en cambio, le
sobraban los deudores, entre los que figuraba Don Cornelio Saavedra, quien fue
el único que honró su deuda.
Desde aquel 25 de mayo hasta el 19 de junio recibió pocas
visitas en su casa. A su lado, siempre estuvo Juana, su hermana. Y en la
desapacible mañana del 20, fallecía Belgrano a la edad de 50 años, en su casona
natal de Regidor Antonio Pirán -hoy Belgrano- al 430.
En Buenos Aires su muerte pasó totalmente inadvertida: lo
único que parecía importar en aquel 20 de junio eran las noticias sobre lo que
se conocería como “el día de los 3 gobernadores”, cuando el poder se disputaba
entre el Cabildo, Ramos Mejía y Estanislao Soler. Las disputas por el poder,
antes y después de su muerte, seguían deshaciendo la República que tanta sangre
había costado crear. Pero Belgrano murió en silencio. Sólo lo rodeaban sus
familiares más cercanos y algunos de los infaltables dominicos. En el silencio
que lo rodeaba, sólo se oía la letanía del fraile. En eso, con sus últimas,
fuerzas Belgrano intenta incorporarse para exclamar con un hilo de voz “¡Ay,
Patria mía…”
Nunca se supo quién había autorizado hacerle la autopsia. Su
médico personal, el Dr. Redhead, observó el estado en el que había quedado su
corazón, dilatado al extremo como consecuencia de las múltiples enfermedades
que lo aquejaban. Su cuerpo fue embalsamado, seguramente a la espera de que el
Cabildo tomara alguna decisión respecto de las exequias. Pero eso no ocurrió
nunca.
En el patio de la iglesia de Santo Domingo fue sepultado con
el hábito religioso, en un féretro de pino cubierto con un paño negro sobre el
que descargó una capa de cal y argamasa. La losa que cubría el sitio -un mármol
cortado proveniente de la cómoda del dormitorio de su hermano Miguel- tenía
tallada la lacónica frase: “Aquí yace el General Belgrano”. Y nada más.
Eso fue el final del que, junto a San Martín, puede ser
considerado el verdadero Padre de nuestra Patria. A su velatorio asistieron
algunos familiares lejanos, su hermana y unos pocos vecinos, amigos del prócer.
Sólo “El Despertador
Filantrópico”, dirigido por el padre Castañeda, dio nota de su
fallecimiento en su edición del 22 de junio. La “Gazeta” y el “Argos” se
perdieron la noticia. No obstante, entre octubre y diciembre, medios de París,
Madrid y Londres acusaron recibo de la triste nueva.
Recién al cabo de un año Buenos Aires realizó el primer acto
de recordación. Escribiría Sarmiento “Belgrano apareció en la escena política
sin ostentación; desaparece de ella sin que nadie lo eche de menos y muere
olvidado, oscurecido y miserable” Y agrega: “Casi treinta años transcurren sin
que se mente su nombre para nada”.
Nos dejó una bandera: una idea de Nación, esa inteligencia
emocional que hay que poner en marcha para construir un país desde la mente y
el corazón. Nos dejó el ejemplo de la entrega al bienestar público sin esperar
más recompensa que la simple noción del deber cumplido.
(*) Escritor y
periodista
Belgrano según
Sarmiento
Belgrano aparece en la
escena política sin ostentación, y desaparece de ella sin que nadie lo eche de
menos, y muere olvidado, oscurecido y miserable. Casi treinta años transcurren
sin que se pronuncie su nombre para nada, y la generación presente
ignoraba casi que Belgrano fue el
vencedor de Tristán en Salta, derrotado en Vilcapugio, Ayohuma, Paraguay y
otros lugares.
Pero llega la época en
que la conciencia pública se despierta, y vuelve sus ojos al pasado para honrar
el patriotismo puro, la abnegación en la desgracia, la perseverancia en el
propósito y la lealtad a los buenos principios, en el colmo del poder, hastiada
como está la opinión con el espectáculo de esos héroes de mala ley que le piden
el sacrificio perdurable de sus libertades, en cambio de la buena fortuna de
una hora, y la noble figura de Belgrano comienza a sacudirse del polvo del
olvido que la cubría, y a mostrarse espléndida de las dotes y virtudes que pide
el pueblo, a fin de ver reflejadas en los objetos de su culto sus propias
aspiraciones.
Belgrano es el espejo
de una época grande. Poco ha hecho que cada uno no se crea capaz de hacer, y
sin embargo el conjunto de la vida de Belgrano constituye, por decirlo así la
Revolución de la Independencia, de que San Martín fue el brazo y Rivadavia el
Legislador. Belgrano era la América ilustrada hasta donde podía estarlo
entonces la América inexperta en la guerra, pero dispuesta a vencer, Belgrano,
joven va a estudiar a Europa, y antes que Bolívar, Alvear, San Martín, trajeran
el arte de vencer, trae las buenas ideas sociales, el deseo de progreso y de
cultura, la conciencia de los principios de libertad que debían requerir luego
el auxilio de aquellas espadas.
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