Por Jorge Fernández Díaz |
El día más importante de todos, en medio de una evitable y
bochornosa crisis financiera y horas antes de desatarse una previsible crisis
política e institucional derivada del procesamiento del vicepresidente de la
Nación, la Casa Rosada estaba vacía, Boudou reía en Cuba y Cristina descansaba
en el Sur para aprovechar su feriado: celebraban el día del empleado estatal.
Al Gobierno, según hicieron saber sus principales figuras, no le sorprendieron
los fallos de Griesa ni de Lijo. Por lo tanto, los dejaron venir y ahora los
sufren en carne viva. Extraño modus operandi según el cual diviso al león, sé
que avanza para devorarme, y cuando lo hace salgo en muletas y suero a
desacreditarlo. Qué malo es el león. Ya que hay tanto fervor popular, vamos a
ponerlo en términos mundialistas: al Gobierno se le escapa todo el tiempo la
tortuga, y recurre siempre a la táctica de los mordiscos, que como comprobó el
9 de Uruguay no tiene otro resultado que el de dañarse a sí mismo, a su equipo
y a su bandera.
Amén de su inconveniencia política y económica crece ahora,
en el frente externo, la idea de que el fallo de Griesa es altamente
cuestionable desde la pura lógica jurídica. Pero tampoco se explica en el mundo
cómo el gobierno de Cristina permitió que el grave problema de los holdouts
llegara tan lejos y le explotara en la cara; cómo puede ser que no haya
obturado ese orificio cuando había dólares y cómo es posible que estemos de
nuevo inmersos en un laberinto de pesadilla.
El desenlace del caso Boudou, por su parte, constituye
efectivamente la crónica de un fallo anunciado. No se puede acusar al Gobierno
de completa pasividad. Se ocupó con ahínco en defender lo indefendible y en
tapar los hechos de corrupción: se cargó en su momento al procurador, al juez y
al fiscal, y realizó todo tipo de maniobras para embarrar la cancha, amedrentar
a testigos y calumniar a los periodistas de investigación, que son los
verdaderos triunfadores de la hora. Es cierto que existió un plan sistemático
de pulverización del expediente, pero ese programa ya había fracasado hacía
varias semanas, cuando Lijo visitó al papa Francisco y resolvió ir a fondo con
su pesquisa. "No nos sorprendió el procesamiento", dijeron ayer los
abogados del vicepresidente. A la Presidenta, tampoco. Pero ¿qué hizo ella para
ganarle de mano al cataclismo? Podría haberle pedido a Boudou que solicitara
licencia y saliera del foco de atención para así defenderlo con menos presiones
públicas. Eso le habría recomendado cualquier profesional de la política, por
ejemplo, la mayoría de sus ex jefes de Gabinete. En licencia, el procesamiento
habría llegado como una ola que viene cortada y sin tanta fuerza y estruendo.
Habría significado un cimbronazo político, pero seguramente con menos costos de
los que se pagarán ahora. A pesar de que todavía quedan muchas instancias y
apelaciones, el cadáver político pesa hoy diez veces más de lo que pesaba el
jueves y Cristina debe cargarlo al hombro por la empinada cuesta de su fin de
ciclo.
Esa ladera tenía, al principio, la inclinación contraria.
Trámites mucho más delicados y onerosos que el de fondos buitre (la
refinanciación casi total de la deuda externa) o la famosa causa por
enriquecimiento ilícito que enfrentaba el matrimonio de Santa Cruz (en el
juzgado de Oyarbide) se deslizaban por caminos muy felices para los ascendentes
príncipes de Balcarce 50. En estos epílogos agónicos, sin embargo, las cosas
empiezan a salir mal, la botonera falla y cuesta mucho repechar el barranco con
la mochila llena de piedras. Igualmente, algunos dirigentes del peronismo y de
la oposición coinciden, desde el amor a Néstor o incluso desde la crítica y el
desprecio, que estas desventuras no se deben a la transición del final ni a la
actual decadencia económica, sino a la ausencia en el mando estratégico del
líder, que tenía respeto sagrado por algunos factores desequilibrantes.
"Si llegara a abrir de nuevo los ojos y viera que estamos con cepo al
dólar, default técnico y vicepresidente procesado, volvería a morirse de
espanto", se alarma uno de sus viejos amigos.
Puede conjeturarse, con algo de sentido común, que a la jefa
del Estado la espanta el miedo de Boudou. "No se sabe qué haría bajo
presión este muchacho; la Jefa no puede soltarle la mano", susurran en oficinas
próximas al despacho presidencial. Insisten allí mismo en que Cristina no
estaba al tanto del negocio original con los Ciccone, aunque el silencio
público de ella frente al escándalo y las órdenes administrativas que dio
después para proteger al playboy marplatense la colocarían en una difícil
situación si la Justicia decidiera ascender por la cadena superior de
responsabilidades. El texto de Lijo no se detiene en la simple figura de
"negocios incompatibles con la función pública". Avanza sobre el cargo
de cohecho, que es un delito mayor. Abunda además en detalles espinosos sobre
decisiones facilitadas y encubrimientos llevados a cabo en los más altos rangos
del Gobierno. Recordemos que compraron la máquina de hacer billetes, que
después el Frente para la Victoria imprimió allí las boletas electorales que
llevaban las imágenes de Cristina y de Amado. Que el Gobierno contrató más
tarde la máquina para hacer el trabajo de la Casa de Moneda y que finalmente la
estatizó al ver que la prensa estaba cercando a Boudou. Sumemos a esto el hecho
de que esta administración no se ha caracterizado precisamente por tomar
decisiones dispersas y autónomas, sino por todo lo contrario: desde hace once
años nada se resuelve sin la aquiescencia del número uno. "No es que Cristina
no quiera pedirle la licencia al vice, es que no puede", se desesperan en
los pasillos oficiales. Otros son menos tremendistas: "Ella puede pedirla
y a la vez acordar con Amado que no se lo abandonará en la estacada".
Para desentrañar lo que piensa el otro gran actor político
de la Argentina habría que regresar al momento en el que Lijo se encontró con
Bergoglio en Roma. El Papa conocía al magistrado por sus sentencias contra el
trabajo esclavo y por su militancia católica. Según reveló el titular de la
organización La Alameda, Gustavo Vera, amigo personal de Francisco, el
encuentro duró una hora y media. Después de hablar de cuestiones familiares y
amistosas, ambos entraron en los temas políticos. "Francisco le dijo que
siempre había que respetar los mandatos institucionales y ser cuidadoso con los
tiempos, pero que los jueces debían tener más independencia y profundizar sus
investigaciones sin temor -le reveló Vera a Clarín, y jamás fue desmentido.
Creo que con esas palabras Lijo entendió que podía tener algún tipo de luz
verde o de respaldo espiritual para avanzar con los expedientes más incómodos
para el poder." El Papa se interesó entonces por saber si el juez federal
estaba en la mira del Consejo de la Magistratura. "No respondió el juez.
Tenemos que ser muy prudentes." Vera jura que el Papa respondió:
"Está bien, pero si la prudencia se convierte en inacción, eso es
cobardía".
© La Nación
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