Por Gabriela Pousa |
Por momentos pareciera que la Argentina no tendrá un destino colectivo,
que su historia se limitará a un sinfín de individualidades escribiendo hojas
sueltas sin principio, sin desenlace y sin final que permita
sintetizar qué es realmente lo que pasó acá.
Siempre necesitamos un salvador, no importa quién sea ni cuanto dure su
heroísmo de piedra. Alguien que responda por 40 millones que parecen no tener
voz. Nos pasó cuando quisimos frenar los intentos de reelecciones
indefinidas.
Entonces fue el Obispo Piña quién nos redimió. Furtivo, efímero
pero en un país donde no hay ilación de hechos, donde todo es azaroso y no hay
siquiera alambre que ate los pedazos rotos, el religioso misionero hizo su
parte, y eso sirvió para un coyuntural paso adelante.
La misma situación se vivió cuando decidieron que el campo sea el
enemigo del momento. La estampa de Alfredo De Angeli fue el salvavidas
de todo un sector. Por esos días incluso, su imagen se medía en sondeos y
estudios de opinión. No faltaron los afiches: “De Angeli 2011″. Era el
hombre predestinado que traía la solución desde el sentido común que da la
razón.
Pero esto es Argentina y esta es su sociedad comprometida: en el
2011 no fue electo el héroe agropecuario entronizado en un pedestal de barro,
por el contrario Cristina Kirchner se alzó con otro cheque en blanco: un 54% la
votó.
Tan endeble es la vida en esta geografía como la pasión. Fanáticos
repentinos de aquello que tape el bache donde estamos a punto de caernos.
Juramos pleitesía y honor a quién sabemos terminará, en el mejor de los casos,
siendo un ignoto ciudadano. Aquel que no podía salir a la calle porque
sufría el acoso de un pueblo devoto, antes o después, pasa a ser savia del
olvido más cruel. Así somos.
Un año atrás, un milagro divino nos convirtió a Jorge Bergoglio en el
Papa Francisco. Él era el indicado, él sería el Karol Wojtyla de Polonia
versión argentina. Después, un par de encuentros con la Presidente lo dejó sin
chances y se perdió la fe. Una insensatez.
En el partido de fútbol contra Irán no nos salvó la Selección Argentina
sino Lionel Messi. No once jugadores con un DT sino el iluminado. Ídolo de este
presente que puede perpetuarse si llegamos a la final del Mundial o, con un
poco de piedad, a los cuartos. Sino también él quedará sin monumento y sin
loas.
En lo institucional, ahora el turno es para el fiscal José María
Campagnoli: todos somos él, se lee en redes sociales y en carteles artesanales.
Y es que estamos viendo como de a uno se nos va sentando en un tribunal
arbitrario que juzga como Procusto. Corta extremidades a quién excede
su tamaño, y estira hasta el desgarro a quién no está a la altura de su gusto.
Entonces, ese hombre del derecho que cometió el “pecado” de ser probo y
honesto pasa a ser Dios. No hay punto medio. Perdemos la visión del ser
humano, nos lo apropiamos.
La Argentina parece condenada a un eterno “Braden o Perón”, todo es
negro o es blanco, no hay matices ni perspectiva para buscar la salida. Así aparecen otra
vez los carteles por todos lados pero ya no es Piña, ya no es De Angeli, es “Campagnoli
2015“. No importa siquiera qué es lo que el fiscal opine.
La sociedad necesita un líder y viste con ese traje a quienquiera le dé
un soplo de aire fresco, un poco de oxígeno para sobrevivir al encierro. Somos inmaduros
perpetuos, quizás si lo asumimos podremos salir de ese estratagema donde nos
sentimos simultáneamente incómodos y satisfechos.
Aunque duela y cueste aceptarlo no tenemos muy claro qué es lo
que queremos: si un Churchill que nos prometa “sangre, sudor y lágrimas”
y una salida a largo plazo hacia buen puerto, o un chanta rematado que nos diga
que el gobierno – al cual hasta ayer perteneció -, es lo peor que nos ha
pasado.
Y de tener ambas posibilidades, no cabe duda que optaremos por la magia
del que sepa poner en palabras nuestro pensamiento aunque veamos que es el
mismísimo zorro cubierto con piel de cordero. Basta un racconto por el pasado,
basta la jurisprudencia para adivinarlo.
Hay algo de masoquismo en el gen argentino, algo de síndrome de
Estocolmo pero también mucho de Poncio Pilato. Total las minorías
se cubren entre sí, y se lamen las heridas unos a otros para apresurar la
cicatriz. Y esa cicatriz luego es orgullo patriota en lugar de vergüenza por lo
que no se ha hecho.
¿Las mayorías? Las mayorías son más astutas aunque parezcan o
sean vistas como ignorantes responsables de todos los males. Ellas hacen el
juego que el resto se presta a jugar, ponen las reglas y marcan el tablero. Después,
porque siempre hay un después, serán las primeras en dar el salto y bajarse del
tren donde nos subieron.
Y así, entre dos fuegos, sabemos manejarnos a nuestro criterio:
protestando bajito, asumiendo un rato el rol de ciudadanos pero volviendo
enseguida al sillón de descanso con las pantuflas y el control remoto del
televisor en la mano.
Claro, es siempre más fácil cambiar el canal que cambiarnos a nosotros
mismos para crecer en lugar de preservarnos. Años atrás, un dictador portugués, Antonio
de Oliveira Salazar lo dijo sin anestesia: “Es una lástima que un país como
Argentina teniendo todo para ser potencia no lo sea” ¿El motivo? “Los
argentinos quieren estar mejor pero no ser mejor ellos mismos”
Quizás por ahí deba empezarse a buscar el comienzo del ovillo.
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