Por Jorge Fernández Díaz |
Nos citamos en El Querandí, frente al Colegio Nacional de
Buenos Aires. Era un día primaveral, y Ricardo Forster llegó puntual y afable,
aunque también algo desconfiado.
Imaginé que de tanto consumir injurias contra
los periodistas había terminado por comprar su leyenda negra, y que entonces
temía realmente cualquier cosa.
Que yo le robara la comida del plato, que lo
apuntara con el dedo acusador o que termináramos a los gritos. Tuve que hacer
algo tristemente insólito: explicar quién era, qué había hecho y qué pensaba
sobre la historia contemporánea para que no me anexara automáticamente a
cualquier colectivo económico o político. También explicarle las conductas de
mi generación para que no me colocara en el anaquel de los setentistas, ni
tampoco en el estante de los cómplices de la dictadura. El prejuicio como
política de Estado obliga a estas prevenciones, y es muy difícil en un contexto
de unanimidad rústica reivindicar la condición de ser inclasificable.
Una semana antes había almorzado con Horacio González en el
restaurante de la Biblioteca Nacional. Mi intención era armar un improbable
debate para la radio en el que los tres pudiéramos discutir sin derrotarnos
sobre la actualidad del día a día. González parecía más melancólico y reflexivo
que Forster: proviene de una larga militancia peronista y, por lo tanto, es más
perezoso con la idea de que el kirchnerismo inaugura una etapa fundacional.
Para González se trata sólo de un eslabón más en una larga cadena; para Forster
es la aurora y la epifanía. Ricardo proviene del marxismo crítico y la escuela
de Fráncfort, y es un novio tardío en el cruel y desconcertante planeta de Juan
Perón. Conversamos aquella primavera en El Querandí sobre la experiencia
europea, que Forster daba por agotada, y que más allá de crisis y desenlaces yo
defiendo como lo que fue y es: el lugar más alto que alcanzó la civilización en
materia de progreso, igualdad, cultura y derechos humanos. Me impactó descubrir
cuánto valoraba ser recibido en Balcarce 50, un privilegio que evidentemente lo
había transformado, y también que se trataba de una persona algo ingenua y
(perdón) bienintencionada. Fue una charla amable en la que fuimos
concediéndonos mutuamente alguna razón. Y al final caminamos juntos, pero no
revueltos por el solcito de Plaza de Mayo y nos despedimos con promesas vanas.
Me quedé con la idea de que era realmente posible debatir en serio con Carta
Abierta, y que en la intimidad sus líderes, como hombres instruidos e
inteligentes, vacilaban sobre sus propias creencias, dudaban sanamente del
dogma.
Me sorprendí mucho cuando, cinco días después, leí un
enigmático artículo de Forster en el que reproducía algunos temas que habíamos
tocado y señalaba que muchos miembros de mi generación abrazamos alguna vez
ideologías positivas y respetables, pero que el menemismo, la antipolítica y
los medios hegemónicos nos habían pervertido. Pensé en un clérigo que en la
privacidad de una comida le admite a un agnóstico algunas macanas evidentes de
la liturgia y que después, atormentado por la culpa de haber descreído, lanza
diatribas contra los herejes que discuten las verdades esenciales, y trata de
explicar que el diablo les ha lavado el cerebro.
Luego en el transcurso de la última radicalización
kirchnerista, me indignaron algunas postulaciones burdas y silvestres de
Ricardo Forster. Sus antiguos maestros y compañeros de ruta insisten en señalar
que su ego no pudo resistir el estrellato al que lo catapultaron Néstor y
Cristina. Y le reprochan haber renunciado a la autonomía de pensamiento, puesto
que son incompatibles la independencia con la obediencia. Existe una larga
tradición de conflicto entre intelectuales que subordinaron su pensamiento al
partido, creyendo cándidamente que era posible ser a la vez hombres libres y
soldados. Pensadores verdaderos y burócratas. A los 48 años, Ricardo Forster
descubrió las bondades peronistas; a los 54, la política pura y dura. Y a los
56, descubre el Estado. Todas parecen haber sido secretas asignaturas
pendientes de su vida.
El cultor de Walter Benjamin se enteró por la radio de que
sería el titular de la inquietante Secretaría de Coordinación Estratégica para
el Pensamiento Nacional, y se vio obligado a aclarar que esa oficina orwelliana
no ejercería un comisariato. Los opositores creen lo contrario. Que es una
ocurrencia de la Presidenta para ejercer también el poder de policía sobre las
ideas. Pinta, en verdad, como algo más simple: no permitir que los
intelectuales se vuelvan críticos en este último año y medio de gobierno
desflecado, algo que se empezaba a insinuar con tibieza. En ese mismo sentido
deberían leerse las generosas facilidades que el Poder Ejecutivo les dará a
medios chicos para que éstos no comiencen a despegarse y a negociar ya mismo
con los candidatos que en el futuro les garantizarán la publicidad oficial.
No resulta muy creíble imaginar que Cristina y Zannini
pretendan cambiar la mentalidad de los argentinos en sólo dieciocho meses. A
veces pueden resultar fantasiosos y grandilocuentes, pero no tanto. Esa
Secretaría es sólo un sidecar con presupuesto para que los propios no se alejen
y para que los tibios no se enfríen. Habrá seguramente muchos viajes, becas,
premios y vituallas para quienes acepten, y anchoas en el desierto para los
inadaptados. Siempre es bueno recordar que el Gobierno ha practicado desde ésa
y otras carteras la discriminación ideológica.
¿Cambiará el filósofo este vergonzoso modus operandi? Sus
primeros amagos van en el sentido de abrir en lugar de cerrar, pero ahora tiene
jefes directos e implacables, y la obligación de coordinar estrategias para el
pensamiento nacional. Es irónico que haya caído en sus manos ese tópico del
nacionalismo vernáculo con el que nunca se sintió del todo cómodo. Ni Forster
ni muchos otros ex izquierdistas cooptados por el kirchnerismo comulgan
demasiado con la concepción revisionista. Y de hecho miraron siempre con cierta
desconfianza al Instituto Manuel Dorrego, que creó Cristina. En el mundo
académico, la tensión entre la historia liberal y la revisionista quedó
superada hace treinta años. Y muchos científicos de la historiografía que
adhieren al cristinismo tuvieron que coserse la boca para no poner el grito en
el cielo.
También en el mítico terreno de "lo nacional" el
Gobierno ha sido más retórico que concreto. Los kirchneristas ensayaron la
impostura de un falso nacionalismo. La intocada matriz económica, más allá de
algunas excepciones como Aerolíneas (ese costoso juguete de La Cámpora), así lo
demuestra. Cristina confraternizó durante años con Repsol y cuando estatizó YPF
lo hizo para entregarles su explotación a Chevron y a otras multinacionales de
buena voluntad. El federalismo, valor sagrado de los revisionistas, fue
vulnerado como nunca antes: la Casa Rosada se apropió de los fondos y practicó
con ellos una grave arbitrariedad unitaria.
Forster llega a la función pública cuando la estrategia
central consiste en amigarse con Europa y con Washington. Hebe de Bonafini
saludó su designación y le aconsejó no llevarles el apunte a sus críticos, a
quienes llamó "ratas". Ella justamente es un penoso ejemplo de cuánto
ensucia el poder, y los riesgos que los amateurs corren al mezclarse con los
tiburones de una burocracia turbia. Si pudiera volver a almorzar con Ricardo,
también yo le daría un consejo fraternal: "Tenga mucho cuidado con lo que
le dan a firmar, compañero".
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