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sábado, 28 de junio de 2014

Ella no defaultea

Griesa marca el paso, pero el Gobierno busca la manera de pagar a los holdouts. Por qué CFK no quiere el default.

Por Roberto García
Con cierta ligereza, casi inadvertidamente, gran parte de la población se distrae del problema de los holdouts, vulgarmente denominados “buitres”. Casi con la misma levedad del Gobierno en estos últimos años, que desplazó la tarea a una procuradora del Tesoro, Angelina Abona, casi anónima en el poder y quien escuchaba los mensajes y consejos que brindaba el estudio de abogados que porfía en Nueva York. Poca atención a ese ejercicio.

Era sí una persona de confianza: la familia de Abona había chocado espalda con espalda con la familia de los Kirchner, en sus viviendas de Río Gallegos, algo más que vecinos. Y, como se sabe, en la década ganada, Río Gallegos ha sido para la moda del país una fuente inagotable de inteligencia y recursos humanos, como en los 90 lo fue Anillaco.

Se ignoró tal vez a la procuradora, a los abogados, por otra deliberada negación: la que el Gobierno ejerció, incluyendo el repudio perpetuo, sobre este núcleo de acreedores exigentes, un exangüe y dispar grupo de 7%, que nunca figuraron en las estadísticas de la deuda externa y, por el simple artilugio de borrarlos en las planillas, se supuso que carecían de existencia. Más de uno se lo llegó a creer.

Ahora –por obra de un juez norteamericano, quien anticipó hace dos años la ineludible irrupción contable de este fenómeno– esos desaparecidos reaparecen como un aluvión devastador sobre la economía y la vida cotidiana de los argentinos. Y se produjo anticipadamente, al menos para los planes de Cristina, que entendía que el ruinoso impacto anunciado, gracias a las dilaciones judiciales, no podría estallar en su mandato. Retardado, con su carga venenosa, se trasladaría a la administración que la continuara.

Curiosamente, la discreta oposición parecía aceptar el delivery con resignación cristiana. No hablaron antes, tampoco hablan demasiado ahora. Hasta podría decirse que en dulce coro pueden acompañar un default si el Gobierno así lo decidiera o, en caso contrario, aplaudir entusiastas el pago completo a los holdouts.

En cualquier caso se encolumna huidiza, temerosa, ante cualquier iniciativa de la Presidenta, consagrando el principio de que Ella sola domina la política en el país. Rara y pasiva actitud de los opositores, poco alborotada a pesar de antecedentes cercanos y atrevidos: Alvaro Alsogaray, Arturo Frondizi y Raúl Alfonsín, por separado, arriesgándose frente a militares que no sólo los calificaban de “traidores a la patria”, se negaron a acompañar la trágica aventura de Malvinas (incluyendo el radical aquella frase memorable: nos prometieron el carro triunfal, nos metieron en un camión atmosférico) o Domingo Cavallo con la venia de Carlos Menem, en otra crisis económica, les plantease a los organismos internacionales que no le prestaran dinero a una Argentina hundida, con precisión a una administración impotente, vacilante. Se pueden compartir u objetar esas manifestaciones, pero no eluden una certeza: eran otros hombres, tal vez otros tiempos. 

Ni siquiera trascienden discusiones entre los opositores para expresarse. Al revés, y a pesar del hermetismo típico del kirchnerismo, en el Gobierno –sostienen algunas versiones– hubo discrepancias encendidas ante el aterrizaje de esa deuda imprevista. Cuentan, por ejemplo, que en una reunión protagonizada por Cristina, Kicillof, Capitanich y Fábrega, ingresó Zannini como faltante a la cumbre y, desde la misma puerta, sin soltar el picaporte, empezó a despacharse contra la pequeña burguesía cultural del juez Griesa, la perpetuidad salvaje del capitalismo –aunque esos criterios no los debe expresar cuando atiende al mexicano David Martínez, especializado en comprar riesgosos títulos de bajo precio y eventual intermediario para facilitar la salida con su fondo Fintech– y, en esa monserga marxista-chinoísta de su juventud, tropezó con sus interlocutores, sólo obtuvo la adhesión inesperada y precaria del jefe de Gabinete. Contra ese criterio rupturista se empeñaron Kicillof y Fábrega, ambos sorpresivamente en comunión, advirtiendo sobre la conveniencia de pagar: lo menos posible, pero pagar.

Ya Cristina, antes de la reyerta, se había pronunciado contra el advenimiento del default, quizás por el razonamiento explícito de que esa determinación puede afectarla mucho más en sus aspiraciones futuras que un plan de pagos para menos de l0 mil millones de dólares. Por no citar consecuencias más desastrosas para un país aislado, en cuarentena y sin posibilidades de contagio.

Tampoco se debe despreciar otra derivación posible de un default: el embargo a bienes del Estado, a empresas semipúblicas, compañías privadas o simples ciudadanos cuyas cuentas pudieran ser sospechadas por estar integradas con fondos de la corrupción de este o anteriores gobiernos. Sea como fuera, lo cierto es que hubo debate en el entorno cristinista y que prevaleció la posición negociadora.

Aunque el barullo babélico que hoy reina en los tribunales de Nueva York no alienta definiciones concretas, que se nubla la visión por argucias y disturbios judiciales, espamento político y propaganda de las partes, algún dilecto seguidor de la mandataria explica –al margen de la prioridad impuesta por su interés en la defensa del Estado– las sumas y restas que ella debe haber evaluado para inclinarse en la poco deseada solución de pagarle al ciento por ciento de los acreedores, según puntualizó en su discurso de Rosario:

1) Entiende que su destino político no debe encuadrarse en los límites de ausencia que caracterizaron a Carlos Menem y Eduardo Duhalde, luego de su paso por el poder: desamparados en el ámbito local, sin incidencia sobre ninguna fuerza, lastimeramente cobijados, criticados sin derecho a defensa y, en muchas ocasiones, burlados sin miramientos. La declaración de default, de un acontecimiento sin precisiones de expansión, podría ubicarla en la misma categoría –entiende– que esos presidentes ahora desafortunados.

2) Por lo tanto cree, como jefa política de una fracción, que además de preservar ese capital en el Congreso y en la administración con los cuadros políticos que ha designado, debe incrementarlo con su propio esfuerzo personal, quizás enrolada en un cargo internacional, en un parlamento regional como legisladora, en alguien que no se refugia “en su lugar en el mundo”, sino que se defiende y prospera cada vez que regresa al país, cuando endulce u objete a sus sucesores. No perder vigencia, no diluirse, casi un sistema defensivo. Como el default es una mina de alcance impredecible, mejor esquivarla que activarla. A ver si por un montón de dinero se dilapida el relato de diez años que Ella jura maravillosos en la vida de los argentinos.

3) Quienes la frecuentan admiten que un espejo al que le gustaría mirarse es el de Michelle Bachelet, capaz de salirse del poder y volver a ocuparlo, de entregar temporalmente las armas para recuperarlas más tarde. En esa línea de análisis, el default se mantiene como una amenaza incalculable, tal vez difícil de domesticar en tiempos en que la economía desciende en actividad y con defectos insalvables por el momento.
Aunque se intente, al margen de estas pinceladas, difícil descubrir el pensamiento de una jefa de Estado particularmente acosada (Ella utilizó la palabra “preocupada”, tal vez por primera vez en su larga gestión).

Curiosamente, sin embargo, cuesta mucho más razonar con la módica oposición, a la que le viene bien tanto un puchero o un plato de fusión, destacada por caminar en puntas de pie, inquieta para que no le endilguen ninguna travesura inadecuada y presumida de sus buenos modales en tiempos de crisis. Como si aceptaran en estos momentos del fútbol, que la categoría de selección no les corresponde.

Es que la sudestada de los holdouts y la persistencia de Griesa no les permite sacar ventaja a ninguno, ni siquiera a la izquierda, que empezó a preocuparse por “vivir con la nuestro” y considera, en todo caso, que se debe distinguir entre la deuda legítima y la no legítima, como si los bonos fueran diferentes. Tan singular su mirada que hoy ofrece contradicciones que antes siempre señalaba en el capitalismo.

En el resto del arco, aparecen más las figuras que las organizaciones, los líderes de las encuestas que las estructuras. Y todos ellos, como juramentados, eluden del compromiso, divagan, ambiguos, piensan más en lo que dicen sus rivales que en su propia opinión. Ninguno se sale del modesto libreto. Léase Macri, Massa, Scioli, o cualquiera de la lista que semanalmente se renuevan en posiciones de privilegio según la opinión de los profesionales de los sondeos.

Cada uno con su conveniencia, pensando más como intendente que como probable sucesor al sillón de Rivadavia, acostándose cada noche satisfechos porque las decisiones debe tomarlas obligadamente la dama a la que tanto detestan.

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