Por Jorge Fernández Díaz |
Forman parte de la gran corporación kirchnerista, son tigres viejos y una mancha más no les cambia la vida.
Es mejor acatar las órdenes que caer en desgracia o ser arrojados anticipadamente del paraíso estatal: fuera de ese zoológico confortable serían presas fáciles de esta selva impiadosa donde debemos sobrevivir como podemos el resto de los mortales. Pero luego están los que se subordinan por amor al proyecto: intelectuales, periodistas adictos, artistas, mariposas progres y almas bellas capaces de enlodar su propio prestigio con tal de proteger alegremente al sospechoso. A veces el amor puede constituir una patología. Negación y ceguera seguidas de obsesión, autotraiciones y pérdida de la realidad. En los años noventa se podían discutir muchas cosas, pero había un amplio consenso sobre lo nefasta que resultaba para la Argentina aquella combinación de frivolidad, ostentación y negocios turbios. No hay mayor encarnación pública de esa rancia cultura menemista que el actual vicepresidente de la Nación.
Pululan por el ambiente, sin embargo, cuantiosos enamorados del relato que aman a Amado, que incluso lo ven como a un prócer o una víctima, y que por lo tanto decretan preventivamente su inocencia total. Existe una distancia evidente entre la legítima militancia por una idea y la digestión impasible de la mugre. No hace falta, para defender lo primero, aceptar lo segundo. Parece incluso más genuino desdeñar la importancia de la corrupción amparándose cínicamente en el antiguo concepto nestorista según el cual para hacer política antes hay que saber hacer plata, o dicho en términos del setentismo, el fin justifica los medios. Pero negar catatónicamente los hechos e incluso poner las manos en el fuego por el dudoso, sin el debido Pancutan al lado, es propio de enamoradizos, trasnochados o suicidas. ¿Cómo es posible que Horacio González sea más obediente y entusiasta que Florencio Randazzo ?
Está lleno de pensadores que no leen las notas de investigación sino únicamente los descargos mediáticos de Boudou. Y de periodistas domesticados que ocultan en sus artículos lo esencial: la Presidenta estatizó esa empresa de propietario inexplicable en medio del escándalo (una grave admisión de culpa) y barrió con el procurador, el juez y el fiscal porque no blindaron adecuadamente al vicepresidente. De nuevo: se puede ser periodista y comulgar con una ideología sin la necesidad de echar tu honra a los perros, defender lo indefendible, ponerle tu firma a carpetazos de los servicios de inteligencia, prestarte para desacreditar a los denunciantes o reírte en cámara con montajes viles que buscan convertir a los investigadores en mitómanos y a los diablos en ángeles. En este último grupo ya se mezclan impúdicamente el amor (por el proyecto) con el miedo (a dejar de cobrar). Y un agravante: muchos de ellos llevan el suficiente tiempo en este oficio como para saber que los principales redactores de los dos diarios nacionales no están teledirigidos por los dueños ni por los jefes, ni motivados por dinero ni por anunciantes, y que su única ambición ni siquiera responde a una cuestión de altruismo ciudadano o moral. Sueñan con la gloria de Bob Woodward. Hacer una investigación sensacional que les permita ganar simbólicamente el Pulitzer. Es por eso, y no por otra cosa, que son capaces (como Hugo Alconada Mon) de tener más de 320 fuentes en el caso Ciccone, y de jugar este juego fría y científicamente hasta el final. Les cuesta entender a los políticos que así funciona la dinámica real del periodismo de investigación, y nada hacen los escribas militantes (a quienes el poder llena de carpetas y operaciones) para aclarar el punto. De ese malentendido surge la nueva idea paranoica del vicepresidente: creer que el ministro de Interior y Transporte está detrás de todas y cada una de estas revelaciones de la prensa, algo completamente errado y ridículo.
La resistencia de Randazzo a darle coartadas a Boudou y manchar su propia candidatura presidencial resulta, no obstante, un dato clave de la política: hay incluso miembros del Gabinete que, al menos hasta el cierre de esta edición (con los peronistas nunca se sabe), resisten las órdenes de inmolarse. A esto habría que sumar algunos episodios sorprendentes de las últimas horas. Empecemos por el día en que cayó el Muro de Berlín: casi toda la dirigencia empresarial y política acudió a cara descubierta a un ciclo sobre democracia y desarrollo que organizó el Grupo Clarín, y esa misma noche Boudou se sometió a los periodistas y las cámaras de TN (antes Todo Negativo, ahora Tremenda Necesidad, a Todo o Nada). Cristina habrá visto con nerviosa resignación la entrevista televisada, y con los pelos de punta la lista de invitados que fueron a saludar a Magnetto. Se la agarró con Daniel Scioli, porque es siempre fácil pegarle al sparring más machucado, pero seguramente guardó en su memoria los apellidos de muchos hombres y mujeres que hace un año no se hubieran atrevido a acudir a semejante cita pública. En esa lista había algunos habitués de la Casa Rosada. Es que estamos viviendo el principio del fin del miedo. Que en términos políticos implica el ocaso de la inacción por susto y el amanecer de la bronca, por tantos años contenidos y humillados. El gobierno de los Kirchner se caracterizó por manejar férreamente el poder con el billete y la cachiporra. La plata empezó a escasear, y el cuco ya no asusta como antes. Todo el mundo sabe que el cuco tiene pies de barro y fecha de vencimiento.
En esa línea deben leerse algunos fallos judiciales de las últimas semanas. Por primera vez los intocables son tocados. El procesamiento de Luis D'Elía y la pesquisa judicial sobre Capitanich por los fondos de Fútbol para Todos no parecen ajenos a ese fenómeno climático que se experimenta en Tribunales. Tampoco la reactivación de la causa por enriquecimiento ilícito contra Julio De Vido, la reapertura del expediente que involucra a Abal Medina y a Scocimarro, ni mucho menos la investigación contra Carlos Liuzzi, mano derecha de Zaninni.
Es imposible desvincular esta nueva tendencia a combatir el pánico con el inesperado mea culpa que manifestaron varios hombres de negocios en la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa. Allí se blanqueó abiertamente que hay corrupción, y que muchas compañías son cómplices de los funcionarios del Estado. Esta clase de declaraciones eran antes desvirtuadas con un llamado intimidatorio por parte de alguno de los ministros. Los empresarios, amedrentados por la situación, salían a desdecirse mediante un cable de Télam o frente a los micrófonos de algún amanuense radial. Pablo Taussig, gerente de Spencer Stuart, resumió todo: "Hemos sido cobardes". Sí, lo fueron. Como lo son cientos de actores y directores de cine, televisión y teatro que no dicen lo que piensan del Gobierno por miedo a quedar marginados de los contratos y a ser vapuleados por la televisión pública. Son gente sensible y vulnerable, pero la Presidenta debería recordar que el hostigamiento, la amenaza latente y el terror engendran resentimiento. Y luego, cuídate mucho de los mansos y de los resentidos. Ya lo decía Montesquieu: "Cuando se busca tanto el modo de hacerse temer se encuentra primero el de hacerse odiar".
© La Nación
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