Por James Neilson |
Un análisis de la situación política del país frente al mundial
de fútbol.
Lo mismo que los vendedores de televisores led
hípersofisticados, camisetas y gorritos patrióticos u otros productos que, con
la ayuda de un poco de imaginación, podrían tener algo que ver con el fútbol,
Cristina y sus soldados han aguardado con impaciencia indisimulada el inicio
del Mundial.
Esperan que el torneo les dé por lo menos un mes libre de
los molestos problemas cotidianos que tantos dolores de cabeza les están
provocando, que por un rato la gente piense más en las hazañas de Lionel Messi
y compañía que en asuntos como el drama rocambolesco protagonizado por Amado
Boudou, el hombre que, dicen los decididos a lincharlo, cumplió el sueño del
pibe al arreglárselas para apropiarse de la maquinita de imprimir dinero, y que
las amas de casa se preocupen más por las deficiencias defensivas de la
selección nacional que por los precios que encuentran en los supermercados.
Puesto que todos los gobiernos del planeta tratan de
aprovechar los triunfos deportivos de sus compatriotas, sería mezquino criticar
a Cristina por intentar compartir una eventual victoria argentina en Brasil, lo
que haría atribuyéndola a las bondades de su “modelo”, pero parecería que lo
que los kirchneristas tienen en mente es usar el mes de vacaciones virtuales
que la FIFA le ha otorgado para aplicar algunas medidas económicas antipáticas
y, con suerte, tapar algunos de los muchos escándalos que están brotando por
doquier. No le será fácil.
Por intenso que sea el fervor futbolero alentado por el
gobierno, una multitud de comerciantes de todo tipo y, desde luego, por la
pasión que tantos sienten por lo que para ellos es el juego más hermoso, es
poco probable que la mayoría se permita olvidar por completo lo que está
sucediendo en lo que, bien que mal, es el mundo real.
A muchos les gusta trasladarse esporádicamente a otra dimensión
en que hasta las lágrimas motivadas por la derrota del club de sus amores
resultan placenteras, pero con pocas excepciones saben que solo se trata de una
forma de escapismo, que una vez celebrado un triunfo épico o lamentado, como es
debido, un revés claramente injusto, regresarán al país de antes en que, por
desgracia, los desafíos son un tanto mayores que los enfrentados por Messi, el
Kun Agüero y otros héroes del campo de juego.
Mal que les pese a quienes fantasean con un efecto Mundial
duradero, la euforia ocasionada por un gran triunfo deportivo suele agotarse
muy pronto e incluso podría ser contraproducente. ¿Por qué –se preguntarán los
quejosos de siempre– no puede funcionar el país en su conjunto con la eficacia
de sus futbolistas?
Los comerciantes aparte, los más resueltos a sacar provecho
de los Mundiales, los Juegos Olímpicos y otros acontecimientos que atraparán a
miles de millones de televidentes diseminados por el planeta son los políticos,
sobre todo los brasileños. Estos creían que organizar un espectáculo masivo, y
sumamente costoso, serviría para cubrir de prestigio a su país y por lo tanto a
ellos mismos.
A veces aciertan quienes piensan así. Parecería que los
Juegos Olímpicos de hace dos años en Londres sí produjeron los beneficios esperados.
Pero por lo común los resultados son magros; después de gastar muchísima plata
mejorando estadios, aeropuertos, ramas ferroviarias y así por el estilo, los
gobiernos responsables se encuentran con deudas abultadas y una manada de
elefantes blancos, obras faraónicas que no sirven para nada.
A esta altura, lo entenderá muy bien la presidenta brasileña
Dilma Rousseff, la gran anfitriona del Mundial y, espera, de los aún más
costosos Juegos Olímpicos previstos para 2016 en Río de Janeiro, una ciudad a
un tiempo fascinante y plagada de problemas sociales difícilmente superables,
razón por la que algunas favelas están bajo ocupación militar permanente para
impedir que las dominen las poderosas bandas de narcotraficantes. Cuando Brasil
consiguió convencer a los burócratas del deporte profesional de que estaba en
condiciones de hacer lo necesario para cumplir con sus exigencias desmedidas,
sus líderes políticos lo festejaron.
Suponían que, la televisión y el turismo mediante, el resto
del mundo quedaría fascinado no solo por las bellezas naturales de su país sino
también por el progreso material y social que había registrado. Eran los días
en que economistas y futurólogos de otras latitudes aseguraban que Brasil, ya
una potencia regional, estaba por modificar radicalmente el mapa geopolítico,
desplazando a los decadentes países europeos y erigiéndose como rival de
Estados Unidos. Así las cosas, invertir más de diez mil millones de dólares en
un proyecto destinado a reportarle prestigio les pareció razonable.
Para sorpresa de la elite, muchos brasileños discreparían.
En su opinión, la extravagante y costosísima versión local de fútbol para todos
no tiene sentido. Le encanta el fútbol, eso sí, pero preferirían que el
Gobierno se concentrara en asuntos que a su juicio son más importantes:
educación, vivienda, salud, el transporte público, servicios sociales. Durante
meses, las grandes ciudades brasileñas se han visto convulsionadas por
manifestaciones multitudinarias en contra del Mundial.
En vísperas del puntapié inicial, San Pablo era un campo de
batalla en que combatían trabajadores del metro en huelga contra policías que
les disparaban balas de goma y hasta bombas de estruendo. Dilma reza para que
haya una tregua hasta mediados del mes que viene, que los brasileños finalmente
se dejen hechizar por la diosa del fútbol para participar anímicamente en lo
que dice es “una celebración de la vida”.
Puede que así suceda, pero aun cuando el Mundial no se vea
afeado por más protestas violentas, sería poco probable que ayudara a mejorar
la imagen internacional de su país. Han sido tantos los traspiés organizativos
que, lejos de impresionar a las hordas de visitantes con los logros del
gobierno centro-izquierdista de la sucesora de Lula, lo que verán solo
confirmará que Brasil sigue siendo un país subdesarrollado, de infraestructura
deficiente, con una cantidad enorme de pobres e indigentes.
Muchas obras de transporte que el gobierno “trabalhista” de
Dilma juró estarían listas a tiempo no han sido terminadas, algo que, en un
país tan grande y tan heterogéneo como Brasil, pondrá en apuros a aquellos
turistas que no están acostumbrados a viajar miles de kilómetros entre un
partido y otro.
La FIFA, como el Comité Olímpico, insiste en que los países
anfitriones ofrezcan a los visitantes servicios básicos parecidos a los
disponibles en los lugares más avanzados del mundo ya desarrollado. Es por este
motivo que los candidatos más ambiciosos se comprometen a modernizar sus países
respectivos de la noche a la mañana, construyendo nuevos estadios o mejorando
los ya existentes, además de actualizar los sistemas de transporte, los hoteles
y las redes de comunicaciones electrónicas.
Pudo hacerlo China, país en que el régimen suele pasar por
alto las protestas de los desalojados, y podría lograrlo Qatar, una monarquía
absoluta petrolera en que obreros importados dóciles hacen todo del trabajo,
pero Brasil es una democracia cuyos ciudadanos quieren hacer valer sus
derechos, de ahí la indignación que tantos sienten frente a la voluntad de un
gobierno supuestamente popular de despilfarrar una auténtica fortuna para
organizar una competencia que, por emocionante que sea, pronto pertenecerá a la
historia.
El deporte ha sido comercializado porque, merced al público
que lo sigue, es una fuente de ingresos fabulosos no solo para un puñado de
atletas que ganan casi tanto como los especuladores financieros o cantantes
populares más exitosos, sino también para los dueños de los clubes, un ejército
de burócratas y algunos grupos mediáticos. Y ha sido politizado porque es del
interés de quienes dependen de su propia capacidad para impresionar a los demás
vincularse con una actividad que, para centenares, tal vez miles, de millones
de personas, es mucho más que entretenimiento.
Comprometerse con las vicisitudes de un club o una selección
es formar parte de un grupo, o sea, integrarse al equivalente, por lo común
inocuo, de una pandilla, tribu o nación, dotándose así de una identidad. Aunque
a veces los hinchas reunidos en una barra brava provocan desmanes, la
alternativa así supuesta es mucho menos peligrosa que la brindada por
movimientos políticos o sectas religiosas que se articulan en torno a los
mismos instintos.
En la dimensión deportiva, es lícito adoptar actitudes
nacionalistas, para no decir netamente fascistas, que, en la “vida real”,
motivarían alarma. Es el único ámbito en que los habitantes de países
civilizados pueden desahogarse dando rienda suelta al chauvinismo primitivo que
suelen mantener reprimido. Si el deporte ayuda a conservar la paz entre los
países más avanzados, como nos aseguran los voceros de las asociaciones
internacionales, es porque es un simulacro de guerra.
La reemplaza por enfrentamientos rituales que sirven para
desviar corrientes emotivas que, de otro modo, podrían expresarse de manera
incomparablemente más violenta, como en efecto ocurría durante siglos en Europa
y sigue ocurriendo en aquellas regiones en que los campeonatos deportivos son
considerados propios de una cultura radicalmente ajena contra la que es
necesario combatir.
© Noticias
0 comments :
Publicar un comentario