Por Julio Bárbaro (*) |
Un gobierno que intentó ser eterno y se retira sin pena ni
gloria, o mejor dicho, invadido por las penas y olvidado por las glorias.
Cuando los acompañó el triunfo, superando el cincuenta por ciento, intentaron
ir por todo, aislar al enemigo, eliminar la oposición. Venezuela era el modelo
elegido.
El bien y la virtud, propiedad del oficialismo; el resto, los
disidentes, empleados de los monopolios, los imperios y las derechas. Una
maravilla. No eran ni pobres, ni decentes, ni socialistas: se enriquecían con
el Estado. El juego y la obra pública marcaban el rumbo esencial de su
ambición.
Un gobierno feudal y conservador de derechas que integró
restos de viejas izquierdas en su estructura. Un progresismo que adhiere a
cambio de un espacio en la cultura, en una concepción del poder donde a nadie
le interesa la cultura. Un poder real en manos de los Zannini, los De Vido y
los Echegaray, y un decorado en manos de Página/12 y Carta Abierta.
El final de la bonanza y el modelo que había sido su fruto
frívolo. Sin energía ni rutas, nos saturamos de automotores; las viviendas y
una sociedad concebida entre todos se refugiaron tan solo en el discurso. La
obsecuencia se instaló en la categoría de ideología, la lealtad depositada en
el aplauso indiscriminado. Los seguidores devinieron en aplaudidores. El apoyo
crítico derrotado por el aplauso a todo lo que se formule. El mismo que
aplaudió la privatización de YPF canta el himno al estatizarla. Pérdidas
enormes para el Estado, ganancias suculentas para sus operadores.
Ricardo Forster es un fanático del supuesto pensamiento
nacional, que vendría a coincidir casualmente con el pensamiento oficial. El
oficialismo concebido como el único espacio de la virtud y la democracia. Los
discursos de la compañera Presidenta, que la gran mayoría de la sociedad apenas
soporta, convertidos en materia dogmática. El primer peronismo fue sectario por
necesidad, el último Perón convoco a la unidad nacional. El kirchnerismo
retrocede a superados sectarismos de izquierda que amontonan burocracias a
cambio de supuestas ideologías.
Nombrar a Ricardo Forster es asumir la condición de secta
que no quiere ni necesita dialogar con el resto de los pensamientos vigentes.
Parecido a Venezuela y al Ministerio de la Verdad orwelliano, encargado de
ajustar la historia para que no contradiga los postulados oficiales; muy
distantes en logros y fanatismos del resto de los países hermanos.
Amado Boudou es la otra cara del gobierno, la real. Sin
ideas, pero con muy claros objetivos. Después de su desnudez que acusaron como
linchamiento mediático, después de semejante papelón con los millones del
Lázaro Báez, una cuota de ideología era necesaria. Forster es de los que no
dudan, de los que nada tienen que ver con los que no obedecen ni aplauden. Eso
sí, sin duda cree en lo que propone, y eso merece respeto.
Claro que hay decenas de fanáticos y sectarios en toda
sociedad. El gobierno tiene el desafío de integrarlos, lo absurdo es que se
delegue en ellos la tarea de gobernar. Es una simple manera de asumir la secta
como la estructura elegida para transitar el futuro en el llano. Una manera de
aceptar el fracaso de la década extraviada. Son dueños de demasiadas cosas,
ahora también de la verdad.
(*) Es politólogo,
fue diputado nacional en dos oportunidades (1973-1977 y 1983-1985), secretario
de Cultura (1989-1991) e interventor del Comfer (2003-2008). En el 2009 publicó
su último libro, Juicio a los 70. Es un referente dentro del Peronismo.
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