Por Jorge Fernández Díaz |
"Si a alguno lo ofende mi estilo y mi forma de hablar
le pido perdón", dijo la presidenta de la Nación en un raro acto de
contrición cristiana, a la vuelta del tedeum y segundos antes de ponerse a
bailar bajo los fuegos artificiales. La alusión al estilo y a la forma de
comunicación de sus políticas tal vez no haya sido fruto del azar y, en todo
caso, si lo fue, quizá se deba a los juegos reveladores del inconsciente.
Para
abordar este año de transición definitiva hacia el adiós, un analista lúcido a
sueldo del Gobierno podría preguntarle con frialdad a Cristina Kirchner por qué
cree que la presentación oficial de los hechos a menudo provoca tanta o más
irritación que los hechos mismos. Un buen ejercicio podría ser estudiar
objetivamente el sonado acuerdo con el Club de París.
Hagamos un repaso: el kirchnerismo de vacas gordas y tasas
chinas dejó que esa deuda externa se inflara con punitorios sin cerrarla, luego
decretó que Europa estaba en decadencia terminal y que era la encarnación
abominable del neoliberalismo, más tarde que el mundo se nos había venido
encima y que nosotros podíamos darle lecciones a cualquiera sobre
sustentabilidad económica. Amparado en estas supersticiones de cabotaje y en la
jactancia de ir por todo y vivir con lo nuestro, el país se deslizó por la
pendiente de una crisis que tuvo cepo cambiario, altísima inflación y
finalmente una alarmante pérdida de reservas que le provocó largas noches de
insomnio al presidente del Banco Central. Para estabilizar el avión que iba
directo hacia el océano, la jefa del Estado ordenó un giro dramático: arreglar
con Repsol, amigarse con Europa, conversar con Washington, corregir los números
con el FMI, pagar las cuentas en el Ciadi, retirar subsidios, producir
tarifazos, licuar los salarios en las paritarias para que se ubiquen por debajo
de la inflación y devaluar la moneda. Todo este sacrificio, aclaremos de una
buena vez, no era para tener un vuelo majestuoso sobre las nubes brillantes.
Era sólo un plan de emergencia para que el Boeing no se precipitara al mar. Los
argentinos tendremos ahora un periplo con turbulencias: nos suspenderán la cena
a bordo, viajaremos en zozobra permanente y a los bandazos, y llegaremos
mareados, hambrientos y magullados a tierra firme después de una larga noche de
suplicio. Está bien. Cristina iba directo a la pared de agua con el acelerador
a fondo, pero levantó la nariz diez centímetros antes de estrellarnos. ¿Qué se
podía esperar de ella después de semejante maniobra? Un discurso discreto y
conciliador, un piadoso manto de silencio y una retirada honrosa. ¿Qué hizo en
cambio? Disfrazó estas medidas conservadoras con packaging revolucionario, y se
dedicó a desprenderse de los costos políticos y a cargárselos a la oposición,
los empresarios, los gremialistas, los medios y los jubilados codiciosos.
El Club de París fue la penúltima estación para sacar a la
Argentina del Veraz. Cristina mandó en solitario a su ministro idolatrado a
arreglar de manera desventajosa esa deuda millonaria sin consultar jamás a las
otras fuerzas políticas con representación parlamentaria o territorial. La
consulta hubiera sido pertinente: será la próxima administración la que deba
levantar este muerto. La oposición tenía, por lo tanto, derecho a opinar si
convenía o no aceptar, como cualquier nación, una formal e inofensiva auditoría
del Fondo: eso no habría tenido impacto en la política interna y nos hubiera
permitido refinanciar notablemente mejor lo adeudado. No se hizo, no encajaba
con el imaginario militante.
Pero vamos al meollo de la cuestión. ¿Cómo comunicó la
Presidenta esta negociación con los "vampiros" de la deuda externa?
Como si se tratara de una gesta antiimperialista. Y ordenó escrachar por Canal
7 y por el resto del Aparato Psicopático de Propaganda a quienes pronosticaban
que el acuerdo no se firmaría; los ridiculizó y acusó de "agoreros de la
derecha". Digamos de paso que este acuerdo imperfecto, pero necesario fue
celebrado por Wall Street, la "oligarquía" del Primer Mundo, casi
todos los partidos opositores, los economistas más ortodoxos y hasta por el
mismísimo Domingo Felipe Cavallo, el ex amigo tierno de Néstor y Cristina. Pero
no nos desviemos: quienes conjeturaban que no le pagarían al Club se basaban en
el supuesto de que era una medida poco simpática para la progresía y que, por
lo tanto, el kirchnerismo no se traicionaría a sí mismo. Pero el kirchnerismo
se traicionó, y ahora resulta que esa defección pragmática es virtuosa y que
los escépticos de antes son torpes y malignos por haber pensado que Cristina
mantendría alguna coherencia ideológica.
Es difícil explicar un sentimiento. Busquemos una analogía
prosaica para toda la comunicación cristinista. Un hombre es descubierto en su
infidelidad. La mujer quiere que reconozca lo obvio y que le pida perdón. El
infiel no reconoce nada. La esposa, exhausta y entristecida, pide íntimamente
que, por lo menos, se haga el tonto. Pero el marido no sólo no mira para otro
lado y se va silbando bajito: se revuelve hecho una furia, se manifiesta como
un santo varón inmaculado y ofendido, y en el colmo de los colmos, poseído por
ese histriónico personaje, acusa a su mujer de ser una prostituta. Esta escena
surrealista produce duda e indignación. La duda gira en torno a si el infiel es
cínico o simplemente se ha creído su propia mentira, y la indignación obedece a
una intriga muy humana: ¿cómo tiene el tupé de cometer un pecado, disfrazarlo
de una buena acción, agrandarse en su falsa virtud y encima agredirme por
protestar?
Esta secuencia psicológica podría calificarse como
hipocresía hostil, y también como caradurismo épico. Es un mecanismo que saca
de quicio y que recuerda la complejidad del marido golpeador. El otro problema
es que hay en la sociedad muchas mujeres simbólicamente golpeadas dispuestas a
dudar de si en verdad no son culpables y, por lo tanto, a responder tibiamente
ante esas agresiones insólitas.
El analista lúcido a sueldo del Gobierno podría hacerle
entender a la Presidenta que ella habla por sus actos y discursos, pero también
por sus pantallas y periodistas obedientes. Todo el mundo sabe que el Estado
bullying responde a su sed diaria de venganza y escarmiento. El Aparato
Psicopático de Propaganda, con sus bajadas de línea y sus montajes aviesos, no
logró destruir a sus enemigos. Al contrario, las víctimas de esos ataques crecieron,
se hicieron más fuertes, y tienen hoy más rating, circulación, votos o
prestigio que antes. Con una agravante para el kirchnerismo: ahora están muy
enojadas. A esto se agrega algo que resulta mucho más grave aún, y es que
figuras fundamentales del espectáculo, verdaderos referentes populares, fueron
víctimas de la intolerancia y el "gatillo fácil" del Aparato. Una
orden de arriba disparó asesinatos mediáticos selectivos, y al final del ciclo
éste es el resultado: esas estrellas que flotaban en la inofensiva ambigüedad
del medio quedaron alineadas y pertrechadas en la trinchera de enfrente gracias
al infantilismo y el ensañamiento de los psicópatas.
Un buen consejo profesional, para este último año, podría
merodear entonces el estilo y la forma, y podría resumirse de este modo: si
vendemos gato por liebre dejemos de publicitar que somos los mejores chefs de
la cuadra y que los otros restaurantes son fraudulentos, y aflojemos un poco
con la máquina de construir enemigos. Porque gracias a esa máquina resulta que
ahora estamos rodeados, doctora. Completamente rodeados.
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