Por Beatriz Sarlo |
El Gobierno todavía no ha convocado a la oposición para presentarle su
plan de operaciones frente a la posibilidad de un default y
cómo evitarlo. Antes de eso, en los años, los meses y las semanas anteriores,
el Gobierno se elogió a sí mismo como “pagador serial”. No insinuó
la sospecha de que podríamos ser “defaulteadores seriales”. Algo
decidido por Néstor Kirchner no podía terminar así.
Hasta su discurso del 16 de junio, la Presidenta no hizo siquiera el
reconocimiento público de la situación, porque no encajaba bien con el triunfalismo
de utilería que caracterizó su copiosa oratoria hasta la sentencia del
juez de Nueva York. En ese discurso del lunes pasado dijo también verdades: la
deuda no puede imputarse a su gobierno. Es deuda de Estado y tiene sus
años. Nadie que haya gobernado puede hacerse el distraído frente a esa montaña
de millones en rojo.
Es deuda de Estado porque el Estado argentino no fue refundado,
no desconoció sus compromisos anteriores, no cambió de naturaleza ni lo
comunicó a la comunidad internacional. El Estado argentino juzgó a los
militares llamándolos “terroristas de Estado”, pero no renunció a la continuidad
de la institución soberana que esos militares gobernaron.
En su discurso del viernes en el Monumento a la Bandera de Rosario,
Cristina Kirchner exaltó a la patria. Conviene no recurrir a tanto
énfasis sentimental porque no asegura inteligencia y ni siquiera pasión
colectiva. La patria no es un cuerpo místico. Las instituciones, un territorio
y su gente son la patria. Eso se construyó en la Argentina durante dos siglos, con
trabajo y con sangre. Sobre esa patria institucional caen las decisiones
políticas que, muchas veces, han usado ese nombre en vano comprometiendo a
todos los habitantes del suelo argentino en la aventura bélica, el saneamiento
ideológico o las resoluciones económicas insensatas.
¿Quién toma las decisiones que afectan a todos? A responder
esta pregunta se han dedicado los mejores esfuerzos del pensamiento político,
una vez que se descartó o se limitó el origen vertical y divino del poder. No
puedo sustraerme a la inteligencia de una cita: “En general, nuestras leyes
no son conocidas, sino que constituyen el secreto de un pequeño grupo de
aristócratas que nos gobierna”. Kafka describe algo
inmediatamente reconocible por la experiencia: la lejanía y oscuridad del
espacio donde pocos sujetos deciden. Sólo unpopulismo de mala fe o
inmensa inocencia, manipulador o víctima de sus propias fantasías, puede pasar
por alto esa condición abstrusa y lejana. La lucha democrática tuvo y tendrá
como fin reducir esa distancia e iluminar el rostro de esas elites que, a
menudo, se reivindican como portadoras de los deseos y defensoras de los
intereses del “pueblo” al que invocan y, al mismo tiempo, reemplazan.
Como en las religiones, los políticos usan fórmulas que parecen
transportar algún significado colectivo y duradero. Pongamos un ejemplo: “políticas
de Estado”. La fórmula está compuesta por dos sustantivos: si se habla de
políticas de Estado, es porque otras políticas no lo son. ¿Esas otras políticas
serían de gobierno, de coyuntura, de corto plazo? Las políticas de Estado, en
cambio, comprometerían en el mediano plazo a toda la nación.
Para que esto suceda, sin embargo, deberían cumplir por lo menos la
condición de que, previamente, fueran discutidas y aprobadas por mayorías
significativas que representaran distintas líneas del mapa ideológico y
de intereses. Y, sin embargo, no siempre se respeta esta condición. En los
últimos veinte años del siglo XIX, se aprobaron políticas contrarias a las
posiciones de la Iglesia Católica y, sin embargo, esas políticas demostraron
tener una vigencia y una productividad extendidas. Puede intentarse una
explicación: esas políticas (como la ley de educación laica, gratuita y
obligatoria) fortalecieron o produjeron las fuerzas sociales que, a su vez, las
sostuvieron.
Hay un malentendido respecto de las llamadas “políticas de Estado”. No
pueden ser formulaciones vagas que apelen a la buena voluntad general o a la
hipocresía. Decir que la educación debe ser una política de Estado es no decir
absolutamente nada. ¿Quién será tan cínico para afirmar que no interesa la
educación o la ciencia como política a largo plazo? Decirlo y encender la
hoguera donde se quemen sus ambiciones es lo mismo.
Por eso, la educación es política de Estado sólo en la medida en que, al
afirmarlo, se definan cuáles son los conflictos y los intereses que serán
favorecidos o afectados (régimen de trabajo, normas de ingreso a la docencia,
sindicatos, subsidios a la educación privada, control de la calidad de la
enseñanza, etc.). Sin esas precisiones, la educación es política de Estado sólo
para decorar un discurso de promesas o para juntar buenas voluntades
abstractas. Si la ciencia es política de Estado, se deberá saber, cuando
alguien lo afirma, si suscribe el modelo científico de la India (exportador de
miles de matemáticos e informáticos), el de China (exportador de estudiantes a
Occidente, que luego regresan), el de un mercado de investigaciones con mayor o
menor presencia capitalista (sobre todo en las ciencias médicas y en la
economía) y así hasta llenar varios capítulos. Sin escribir esos capítulos, no
estamos hablando de una política de Estado sino de un acuerdo de arcilla, que
vale poco y nada.
Tan vacías como las blandas políticas de Estado sin precisiones son
las apelaciones al patriotismo. No es necesariamente patriótico seguir las
equivocaciones de un gobierno. No fue patriótico apoyar el desembarco de la
dictadura en las Malvinas. No es patriótico aceptar un camino cualquiera sin
haber sido consultado sobre el rumbo. Sobre todo, no es patriótico ejercer el
monopolio de la patria.
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