El único medio del
mundo actual para mantener a los poderosos a raya es una prensa libre.
Por Arturo Pérez-Reverte (*) |
Hace medio siglo recibí la más importante lección de
periodismo de mi vida. Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada
tarde, al salir del colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del
diario La Verdad. Estaba al frente de esta Pepe Monerri, un clásico de las
redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó
a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de
personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de
restos arqueológicos destruidos.
Y cuando, abrumado por la responsabilidad,
respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que
tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás
en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que
antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca:
“¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano,
quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más
todavía. Ninguna de la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que
he ido adquiriendo con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de
redacción dirigió a un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y
un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el
periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas
magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada
por un humilde redactor de provincias. Miedo, es la palabra. No hay otra. O al
menos, no la conozco. Miedo del alcalde correspondiente, o su equivalente, ante
el bloc y el bolígrafo, o lo que los sustituya hoy, manejados por una mano
profesional, eficaz y honrada en los términos en que el periodismo puede
considerarse como tal. He escrito alguna vez, recordando siempre a Pepe
Monerri, que el único freno que conocen el político, el financiero o el
notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es el miedo. En un
mundo como este, donde las ingenuidades y las simplezas de mecherito en alto y
buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como instrumento, y creídas
por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y carne de cañón, ese es el único
freno real. El miedo. Miedo del poderoso a perder la influencia, el privilegio.
Miedo a perder la impunidad. A verse enfrentado públicamente a sus
contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones, a sus incumplimientos, a sus
mentiras, a sus delitos. Sin ese miedo, todo poder se vuelve tiranía. Y el
único medio que el mundo actual posee para mantener a los poderosos a raya,
para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo, es una prensa libre,
lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin ese contrapoder, la libertad, la
democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha
visto un maltrato semejante en España del periodismo por parte del poder. Aquel
objetivo elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en
el que vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y
análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha
desaparecido. Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en
los regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo
peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules,
rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues
viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de
imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder
y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar
el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro.
Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias
públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los
periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera,
además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de
los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse,
sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente
a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo,
impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas
y muy arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión
del poder. Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un
periodismo tan agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto
tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por
buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses
particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual
corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay
medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la banca,
la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o
cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de
estupidez. Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto
o aquello. Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese
parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al
ciudadano a pensar con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se
manifiesta, sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la
cultura, y una siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la
misma opinión. Por el adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de
niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la
educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin
votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues
su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a
cualquier esquilador astuto, a cualquier manipulador malvado. A cualquier
periodismo deshonestamente mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se
transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está
ausente, no ya el rigor, sino el sentido común. Apenas existe en los medios
españoles un debate solvente político, social o cultural merecedores de ese
nombre, sino choques de posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos
simples, clichés incluidos, de derecha e izquierda. La presencia de nuevas
formaciones políticas que buscan espacios distintos no varía la situación. Se
sigue buscando situarlas en uno u otro de los tradicionales, como si de ese
modo todo fuese más claro. Más definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de
encasillar. En España parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en
consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese
algo. Aquí, reconocer un mérito al adversario es tan impensable como aceptar
una crítica hacia lo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios,
bandos, sectarismos heredados, asumidos sin análisis. Toda discrepancia te
sitúa como enemigo, sobre todo en materia de nacionalismos, religión o
política. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver
al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. Y quizá sea de la
falta de cultura. De ciudadanos simples surgen políticos simples, como los que
muestran esos telediarios en los que, al oír expresarse a algunos políticos
casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos socialmente correctos), te
preguntas: ¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De
dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz desvergüenza?... Sin embargo, la
falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y
maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi
nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos,
el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad
moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las
redacciones. Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición,
y hasta mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio
informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas,
mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios,
eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía
pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda
naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha,
tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las
redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se
exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que
informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su
folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual
dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad
competente. Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los
sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a
menudo, según el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de
los responsables reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones
de políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo
periodístico que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra,
marginando el interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina
sobre él, aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla
maneje mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que
cuenta es que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el
silencio de un presidente o un ministro se considera noticia de titulares de
prensa. Por modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia
a todas las otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las
páginas abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo
incidente concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos
internos más aburridos de cualquier formación política importante se examinan
hasta el agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o
televisión dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no
tienen equivalente en el mundo democrático.
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo
aburre y lo expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política,
haciéndolo atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez
desaparecen por completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el
periodismo pone sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores
profesionales alineados con tal o cual postura, o que han ido readaptándola
cínicamente en los últimos 40 años, de modo que antes de que abran la boca ya
sabes, según el individuo y el momento, lo que van a decir. Del mismo modo que
reconoces tal o cual emisora de radio, en el acto, por el tono de sus
intervinientes, aunque ignores el nombre de estos. Igual que con alguien en la
calle, a los pocos minutos de conversación, sabes exactamente que periódico lee
o que emisora de radio escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente
que el periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de
ese sesgo peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos
tiempos y del que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas,
sino también algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política,
el periodismo y la llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica
contribuye a las deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria
pasó de 2.100 millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la
tentación de cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como
contrapoder se vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas,
algunos medios deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge
otro serio enemigo del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor
jefe, en vez de animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo
periodistas intrépidos consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores;
pero eso, aunque por fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente.
No se practica con igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de
prensa de gabinetes que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes
empresas de la banca, las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan
la dependencia de los medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la
autocensura en las redacciones.
Supongo que habrá soluciones para eso. Posibilidades de
cambio y esperanzas. Pero no es asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni
político. Apenas soy ya periodista. Solo soy un tipo que escribe novelas, que
fue reportero en otro tiempo. Y hoy, puesto que aquí me han emplazado a ello,
traigo mi visión personal del asunto, parcial, subjetiva, que pueden ustedes
olvidar, con todo derecho, en los próximos cinco minutos. La transición del
papel a lo digital, los productos de pago en la red, la eventualidad de que
nuevos filántropos, capital riesgo y empresarios particulares unan sus
esfuerzos para hacer posible un periodismo solvente y de calidad, son
posibilidades ilusionantes que sin duda serán abordadas por quienes aún creen
que solo un periodismo que pide cuentas al poder, en cualquier forma de soporte
inventada o por inventar, tiene futuro. Esa es, y será siempre, la verdadera
épica del periodismo y de quienes lo practican: pelear por la verdad, la
independencia y la libertad de información pagando el precio del riesgo, en
batallas que pueden perderse, pero que también se pueden ganar. Haciendo
posible todavía, siempre, que un alcalde, un político, un financiero, un
obispo, un poderoso, cuando un periodista se presente ante ellos con un bloc,
un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el futuro, sigan sintiendo el miedo
a la verdad y al periodismo que la defiende. El respeto al único mecanismo social
probado, la única garantía: la prensa independiente que mantiene a raya a los
malvados y garantiza el futuro de los hombres libres.
Agensur.info agradece la gentileza de la periodista Patricia Espósito.
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