Por Jorge Fernández Díaz |
Una vez en una misa de pueblo los feligreses comenzaron a
alabar a Dios y a requerirle más pasión mística: "Mándanos fuego, Señor,
mándanos fuego", cantaban. De golpe el chispazo de una vela produjo un
pequeño incendio sin importancia dentro la propia iglesia y, asustadísimos,
cambiaron sobre la marcha los versos: "Era una broma, Señor, era una
broma". Algo similar a este viejo chiste cristiano sucedió con el
documento episcopal.
Sólo que el fuego le salió esta vez por la boca a la
Presidenta de la Nación, que leyó correctamente el texto completo de los
prelados y puso el grito en el cielo. Luego un arzobispo acudió como presuroso
bombero involuntario a Página 12 y aclaró que la prosa de sus hermanos en la fe
de ninguna manera podía ser leída como una crítica al Gobierno: parece que los
periodistas caímos en esa "falsa lectura", mutilamos el documento y
eso provocó que equivocadamente algunos kirchneristas salieran a cruzar con
rayos y centellas a la Iglesia. La experiencia, según monseñor, se debe a que
muchas veces los argentinos nos interpretamos "a través de la hermenéutica
sesgada de los medios". Más allá de que resulta un tanto penoso el recurso
de cargarle siempre el muerto a la prensa cuando de arreglar un lío o
retroceder en pantuflas se trata, no le falta algo de razón al ilustre
rectificador. Los medios en general no leyeron profundamente la declaración
"Felices los que trabajan por la paz". Que es el panorama más crudo,
certero, valiente, intenso y desgarrador que se haya escrito sobre la dramática
situación por la que atraviesa la Argentina.
Para analizar el texto con justeza es necesario desmalezar
las ambigüedades, que son un clásico de la diplomacia eclesiástica, y convenir
con los obispos algo que muchos antikirchneristas furiosos no quieren ver: la
tragedia nacional no es culpa exclusiva de quienes gobernaron a lo largo de
estos últimos diez años, sino que se extiende como una mancha de aceite hacia
otros sectores de poder y finalmente hacia la sociedad entera. Esto, sin
embargo, no debería servir para instalar la peligrosa idea de que cuando todos
son culpables nadie lo es. Hay responsabilidades mayores y menores. Y un
movimiento con alma hegemónica y tantos años de gestión pública como es el
peronismo no puede sacarle el cuerpo a la jeringa.
Aclarado este punto central, veamos paso a paso y en cámara
lenta cuál es el verdadero diagnóstico que trazaron los obispos sobre el país.
En principio, lo dicho: que está "enfermo de violencia". Y que una de
las principales causas es el creciente nivel de inseguridad, que el Gobierno
por supuesto minimiza. La Iglesia advierte al respecto: "Muchos viven con
miedo al entrar o salir de casa, o temen dejarla sola, o están intranquilos
esperando el regreso de los hijos de estudiar o trabajar. Los hechos delictivos
no solamente han aumentado en cantidad, sino también en agresividad".
Denuncia a su vez el auge del consumo de la droga y repudia la justicia por
mano propia, y reparte salomónicamente palos entre quienes estigmatizan a los
pobres por el aumento del delito y quienes creen que los más humildes no son
las principales víctimas de los robos y asesinatos.
Los obispos hunden aún más el bisturí al afirmar,
textualmente: "En nuestro país se promueve una dialéctica que alienta las
divisiones y la agresividad". La oración es inequívoca. Puede alcanzar
también a ciertos opositores de lengua excesiva, pero ¿queda alguna duda sobre
a quiénes principalmente les cabe el sayo de esta cultura divisionista centrada
en el eje amigo-enemigo?
Frente al idílico cuadro de bienestar e inclusión que se
traza desde los atriles, la Iglesia opone la dura verdad. Y lo hace recordando
las patologías enquistadas en el paraíso de Cristina: "Exclusión social,
privación de oportunidades, hambre y marginación, precariedad laboral, empobrecimiento
estructural de muchos, y la insultante ostentación de riqueza de otros". A
lo que agrega, entre otras lacras, "la desnutrición infantil, gente
durmiendo en la calle, hacinamiento y abuso, violencia doméstica, abandono del
sistema educativo, y peleas entre barrabravas a veces ligadas a dirigentes
políticos y sociales". ¿Pueden hacerse cargo de semejante devastación los
otros partidos, los empresarios y los ciudadanos? Supongamos que a todos nos
corresponde una porción de la culpa, puesto que la oposición nunca fue eficaz,
parte del establishment actuó como cómplice y muchos votantes, antes de la
desilusión, les dieron carta blanca a quienes llevaban a cabo estos desatinos.
Aun así es indudable que los mayores costos políticos deben pagarlos quienes detentaron
el poder del Estado, malgastaron los fondos de una prosperidad inédita y
aplicaron políticas públicas en forma facciosa y negligente. Hacia ellos se
dirige el mandoble pastoral; los obispos no son ingenuos.
Más adelante aluden a la corrupción. Se cuidan de aclarar
que se refieren tanto a la pública como a la privada, aunque esta última casi
siempre está vinculada a algún arreglo oscuro que las corporaciones anudan con
el Estado, responsable último y principal del crimen. "Desviar dineros que
deberían destinarse al bien del pueblo -precisan- provoca ineficiencia en
servicios elementales de salud, educación, transporte. Estos delitos
habitualmente prescriben o su persecución penal es abandonada, garantizando y
afianzando la impunidad." Imposible no evocar la luctuosa causa de Once y
tantos otros descalabros cometidos diariamente por empresas de servicios que
son socias directas o indirectas del Poder Ejecutivo.
Los líderes del catolicismo también castigan la lentitud de
la Justicia. Piden independencia, estabilidad y tranquilidad para los jueces, y
le caen sin piedad al sistema carcelario. Muchas veces el oficialismo, en su
manía de echarles el fardo a otros, se muestra ajeno a estas temáticas, como si
no estuvieran bajo su órbita. Si el servicio de justicia está viciado y las
prisiones son monumentos a la violación de los derechos humanos y a una abyecta
venalidad, las más encumbradas autoridades políticas del país no pueden evadir
la imputación. Son por lo menos coautoras en esa doble calamidad gestionaria.
"Nos estamos acostumbrando a la violencia verbal, a las
calumnias y a la mentira -señalan los obispos-. Urge en la Argentina recuperar
el compromiso con la verdad, en todas sus dimensiones. Sin ese paso estamos
condenados al desencuentro y a una falsa apariencia de diálogo." ¿Se puede
disimular cuál es el verdadero blanco de este reproche? Si algo caracterizó la
batalla cultural del kirchnerismo ha sido su intención permanente de consagrar
la contabilidad creativa, manipular las cifras, presentar renuncios como hitos
emancipadores y adulterar los episodios de la historia. La evaluación de los
pastores es certera y va al hueso del más grande deterioro que ha sufrido la
patria en esta década mentirosa: la relativización completa de hechos y datos ciertos;
la instalación del camelo como discurso institucional.
Bien leído, el documento es demoledor para el Gobierno,
muchísimo más que el insólito sainete de la carta "trucha" que al
final no lo era. Cristina leyó a fondo el pronunciamiento de los obispos, y los
amenazó: "Cuando hablan de una Argentina violenta, quieren reeditar viejos
enfrentamientos". Agentes del Episcopado acudieron entonces con paños
fríos y rectificaciones a medias: aducían ser víctimas de "frases fuera de
contexto". Tiraron con lanzallamas y luego cantaron: "Era una broma,
Cristina, era una broma".
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