Por Jorge Fernández Díaz |
El flaco de anteojos caminaba por la vereda impar de la
avenida Quintana. Tenía un aire triste y circunspecto, y llevaba bajo el brazo
su crónica recién escrita.
Debía enviarla a Europa lo antes posible; en su país
la Guerra de Malvinas era seguida minuto a minuto, con pavor y expectación.
Ya
se había declarado el cese de hostilidades en las islas y el corresponsal tenía
un secreto: durante el transcurso de la conflagración había tomado partido por
el bando de los perdedores. Es por eso que caminaba ahora ensombrecido por esa
ciudad silenciosa, abatida y desierta del fin del mundo.
Cuando llegó a la calle Montevideo sintió, no obstante, una
explosión de gritos, una especie de reverberante ovación. Al flaco se le
aceleró el pulso, pensó en ese instante que un milagro había logrado cambiar el
penoso curso de los acontecimientos. Corrió unos metros hasta un bar y entonces
descubrió a qué se debía tanta euforia: la selección nacional había metido un
gol. Se estaba jugando en España el Mundial de fútbol. El flaco se quitó
entonces los anteojos, alucinado por esta escena, respiró agitadamente porque
la mala sorpresa le había cortado el aliento y luego siguió caminando,
cabizbajo y atónito. Pocos días después retornaría a su país entendiendo por
fin el espíritu argentino, esa rara mezcla de heroísmo, talento, frivolidad,
estupidez e infamia.
Esta semana trajo ecos lejanos de aquel desconcierto, sobre
todo al comprobar cómo el Mundial de Brasil se instaló justo en el medio de la
agenda política de la Casa Rosada, y también la indiferencia general con que la
sociedad ha recibido el hecho de que el jefe de Gabinete y el vocero de la
Presidenta de la Nación hayan copado la parada, en un acting partidario que
ninguna república bananera se atrevió a imitar y que tuvo por objeto apoderarse
simbólicamente del seleccionado, y por lo tanto de la celeste y blanca. Como
todo el mundo sabe, estos torneos globales sirven para que algunas comunidades
acomplejadas exageren la analogía y la metáfora, y despunten su nacionalismo de
pacotilla.
El oficialismo tiene un escenario de mínima y otro de
máxima. De mínima pretende que el clima mundialista desvíe la atención de la
economía y los escándalos judiciales, y que sirva también como anestesia para
fallos intragables y aumentos de tarifas. De máxima pretende asociar al
movimiento nacional y popular con la épica argenta. En todo esto no es muy
original: ahí está el progresista libertario Julio Grondona para atestiguar los
favores que su rancia corporación le hizo a Videla y a los sucesivos gobiernos.
Todos han querido mojar el pan en ese caldo triunfalista, aunque con irregular
suerte. Pero resulta que el kirchnerismo es experto en relatos: sobre epopeyas
retóricas sabe mucho más que sus antecesores y está enviciado con los trucos de
magia. La idea es ligar su fatigosa propaganda del ser nacional con la
mismísima argentinidad que por unos días inflamará nuestros pechos. Somos la
Argentina, parecen susurrar, y quienes están en contra nuestra son
"antiargentinos", viejo concepto de la dictadura militar que
sugestivamente desempolvaron estos días dos miembros importantes del gabinete
nacional para anatemizar a sus críticos. Vamos, vamos Argentina; vamos, vamos a
ganar. Y que nuestros rivales aguafiestas queden como gorilas, amargos,
neoliberales, oligarcas y antiargentinos: rezan para que Messi y el Kun Agüero
no liguen, para que continúe del desánimo y para que el pueblo frustre su
desdicha.
Balcarce 50 ensayó una artimaña similar con el millonario
soldado chavista Diego Maradona. Tienen suerte con la ideología de los
directores técnicos: ahora resulta que el Che Sabella también fue un
simpatizante del setentismo y que este gobierno, caracterizado por practicar un
sistema fuertemente unitario y por fracasar en su intento de destruir el núcleo
de desigualdad social, le parece de pronto un emblema virtuoso de las
"políticas federales y distributivas". Es magnífico, por cierto, cómo
las convicciones personales resultan tan lucrativas en esta nación generosa.
De esto último pueden dar fe muchos actores, artistas y
escritores argentinos, que callan sus opiniones políticas y que gracias a ello
consiguen la gracia divina del Gran Patrón: contrataciones, becas, viajes al
exterior y prebendas de la Cancillería, de la Jefatura de Gabinete y de la ex
Secretaría de Cultura. Habrá que ver si la discriminación ideológica continúa
con la gestión de Teresa Parodi. No fue muy alentadora la carta que le envió
Hebe de Bonafini, quien la felicitó por haber "cantado casi más fuerte la
marcha peronista que el himno". Tampoco sabemos si el consejo directivo de
la Fundación del Libro aceptará finalmente la renuncia de la directora de la
Feria, víctima del kirchnerismo editorial. Ese grupo militante vive
holgadamente de la teta del Estado, cuestionó la presencia en Buenos Aires de
Mario Vargas Llosa y presionó para que se cancelara la invitación a Zoé Valdes,
escritora antipopulista de opinión punzante.
Los campeones de la argentinidad han hecho todo lo posible
para comprar aplausos y silencios, invisibilizar a los disidentes y abrir una
grieta cultural. Irónicamente, la división de la patria caracteriza a los
patrioteros. Es por eso que el slogan de la AFA resulta tan curioso: "No
somos un equipo, somos un país". Es una lástima, porque al revés acaso
podría irnos un poco mejor. Fíjense qué sucedería si pudiéramos decir: "No
somos un país, somos un gran equipo". Si fuéramos un gran equipo
conseguiríamos de una vez por todas ser un país, algo que no somos. Me refiero
a un país democrático de verdad, donde haya división de poderes, respeto a las
instituciones, lucha contra la corrupción, racionalidad económica y sobre todo
alternancia, esa facultad de entregarle la administración pública cada cuatro u
ocho años a otro partido que no venga a demoler los logros y conquistas. Un
país es un lugar donde se combate y no se alienta el cainismo ni la fractura, y
por lo tanto donde son posibles los acuerdos y las políticas de Estado. Un país
en serio no puede jugar su destino en un partido único de poder, que practica
el gatopardismo para perpetuarse, con la épica por delante y los negocios por
detrás.
El declamado amor a la patria conduce en ocasiones a la
farsa. Tomando un solo ejemplo al azar -pongamos la energía-, uno puede
verificar cómo los pecados y contradicciones de la época de Malvinas siguen
vigentes entre nosotros. En nombre de las banderas de Mosconi, la gestión de
los Kirchner logró que el país dejara de autoabastecerse y de exportar: diez
años después gastamos 12.000 millones de dólares para importar gas y petróleo,
rozamos la hecatombe energética y andamos mendigando alguna inversión
extranjera. Eso no invalida, sin embargo, el talento heroico de los técnicos y
profesionales de YPF. Todo eso junto es la Argentina.
La misma impostura permite que quienes se llenan la boca
sobre la defensa de los intereses nacionales hayan realizado pagos indebidos a
acreedores internacionales por 2000 millones de dólares, culpa de las mentiras
del Indec y de una insólita negligencia gubernamental por la que nadie va a
renunciar ni va a ir preso. Si se enterara de todos estos desastres domésticos,
aquel joven corresponsal europeo que tomó partido por nosotros, los eternos
perdedores, adoptaría la misma expresión de tristeza y asombro de 1982. Hoy
muchos argentinos, como el flaco de anteojos, caminamos cabizbajos por la
vereda de la perplejidad y del escepticismo.
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