lunes, 19 de mayo de 2014

La nueva Conadep

(en el país de las confrontaciones estériles)

Por Tomás Abraham (*)
Es una pésima idea la de algunas franjas políticas opositoras que anuncian una Conadep de la corrupción si ganan las próximas elecciones, con el objeto de juzgar al gobierno actual por los supuestos desfalcos cometidos durante los doce años de ejercicio.

No porque sea una mala idea que la Justicia, el Poder Judicial, se haga cargo de denuncias sobre actos de corrupción del gobierno nacional como de cualquier funcionario sospechado de malversación de fondos en todas de las instancias administrativas de la república. 

Es necesario hacer todo lo posible para que no haya más impunidad para quienes ejercen el poder, ya sea en el pasado como en el futuro.

Pero la Justicia, para ser seria y no un salvoconducto que se agota en las denuncias mediáticas y en el oportunismo electoral, debe exigir a los jueces tener bajo perfil, no gritar por los micrófonos, no dar continuas entrevistas a cronistas del espectáculo periodístico, actuar sin prisa ni pausa en las causas a su cargo y dictar sentencias. Los tribunales deben ser discretos, prácticos y ejecutivos.

Usar la palabra “Conadep”, que remite a juicios a criminales de Estado que mandaron a matar del modo más salvaje a miles de conciudadanos, torturar y hacer desaparecer a otros miles, para acusar de corrupción a los gobiernos kirchneristas, no hace más que hundir en el fango político toda tentativa de gobernabilidad, democracia consistente y proyectos políticos comunes.

No convence el pretexto declamatorio de que no se debe negociar ni asegurar para el futuro la impunidad. Anunciar juicios con siglas rimbombantes con el sello legitimador de los procesos a crímenes de lesa humanidad es hacer exactamente lo mismo que hizo el kirchnerismo, que usó lo acontecido en la década del 70, con la complicidad de algunas organizaciones de derechos humanos, para legitimar una política al menos sospechosa. No hace más que continuar un modo de hacer política que, en nombre de las palabras justicia, derecho, memoria y verdad, elige sus demonios, esconde otros, se escuda detrás del “bien absoluto”, asocia toda crítica que se le oponga con la imagen del verdugo y del torturador y frivoliza las tragedias históricas que vivió nuestro país con su ambición de poder.

El próximo gobierno se encontrará con un país en una situación difícil, que exigirá de sus futuros gobernantes la olvidada sintonía fina y la prometida calidad institucional, en lugar de hacer tronar munición gruesa para llenar de titulares los medios durante un tiempo para luego caer en el vacío de la denuncia, o de la renuncia.

Si se quiere ganar una elección con el argumento de que los argentinos han sido estafados más de una década en la que eligieron tres veces a un mismo binomio familiar y presidencial; como también fueron embaucados, según se repitió hasta el cansancio, cuando la plata dulce les cerró los ojos durante el menemismo, o con un espejo retrovisor distorsionado asegurar que fueron engañados durante el Proceso, en el que nadie sabía lo que acontecía en los sótanos de la república, debemos suponer, entonces, que se refieren a un pueblo tan cándido que cualquier jefe de tropa con un par de empanadas y un poco de vino traducidos en electrodomésticos, celulares, autos, viajes al exterior y un Mundial, lo puede llevar adonde se quiera.

Y parece que no es del todo así, porque ni es tan cándido, ni se lo puede llevar a cualquier lugar, ni es tan tonto como suponen algunos ni los candidatos tan vivos como creen serlo.

Para mejorar la situación del empleo, dar trabajo de calidad, educación avanzada, vivienda digna, protección a la gente contra la violencia, el crimen y el delito, y salud en buenos hospitales públicos, no hay que buscar a exorcistas, milagreros, justicieros ni brujos de ninguna especie, porque lo que hay que hacer es mucho más arduo y complejo que una ceremonia demagógica con la cobertura de un seguro ético.

Entramos en una meseta con riesgo de estanflación. Este diagnóstico no es aventurado. Un crecimiento casi nulo con alta inflación, como el que se vive ahora en el país, marca un proceso por demás complicado porque nunca es de corto plazo. Creer que las compañías petroleras chinas y las norteamericanas serán los ejes de una nueva conquista de El Dorado no va más allá que el anuncio de la inminencia del tren bala. Insistir con que nuestro país tiene un potencial enorme que, una vez en ejercicio un gobierno confiable, podrá ser aprovechado para generar ingentes riquezas que yacen adormecidas en nuestro suelo sólo viene bien para ser mencionado en los discursos de las cenas empresariales o en los brindis entre ejecutivos.

Pregonar que “todos juntos podemos” con música de violines y un manual de autoestima no es más que un packaging de entusiasmo para distribuir en eventos benéficos.

Tanto se ha dicho que se ha perdido una oportunidad extraordinaria en esta década robada, que algunos hasta pueden creerlo. ¿Dónde están los 300 mil millones de dólares ingresados al Estado?, claman algunos candidatos.

Indudablemente, se gastaron. Argentina es cara de mantener, no sólo por sus pobres, sino por sus ricos también. Una buena parte de esos miles de millones se invirtieron para el funcionamiento de una república que venía desarticulada, para que vuelvan a producir cientos de miles de pymes, un comercio que reabra sus puertas, para que haya trabajo público y privado. Hace décadas que un país en actividad sin brotes hiperinflacionarios, gente con trabajo, y empresas activas no es parte de un escenario natural ni espontáneo. La economía de trueque para cientos de miles sin ingresos en Buenos Aires, con niños que se morían de hambre en el NOA y gatos asados en Rosario, no fueron el cuento nocturno de una abuela sádica. Fue la Argentina de hace poco tiempo.

El problema es que el kirchnerismo ha elaborado un relato salvacionista con el que agotó no sólo el léxico autocelebratorio sino la paciencia también. No se cansaron de decir que son los mejores del mundo, los reyes de la justicia, los inclusivos por antonomasia, los protectores de los pobres, los hermanos latinoamericanos, los resistentes a monopolios y oligarquías, y que Clarín miente. Para desmembrar semejante mística –en realidad, mistificación–, dan ganas de tirarse para el otro extremo y cantar que son unos ladrones y que engañaron al 54% de la gente.

¿Qué mejor, entonces, que pedir abundantes juicios para que la población malhumorada se banque los ajustes y tenga a mano nuevos demonios en los que depositar su rabia y purificar la malsana herencia, para poder así proseguir los ciclos de venganza hacia los culpables que se fueron y acusarlos de todos los males? Siempre buscar a los que se fueron, para sostener a los que están.

Veremos qué hacen los próximos gobernantes en 2015. Lo que hacen y no lo que dicen. Sabremos si generan mecanismos de transparencia para que los funcionarios en el uso del dinero público puedan ser controlados por la ciudadanía, representada en instituciones confiables. Recién entonces se comprobará en el futuro si los nuevos, además de nuevos, son diferentes, y si hay un cambio en las costumbres de la clase dirigente en el poder. Por eso, para convencer a la ciudadanía de la posibilidad de mejores tiempos políticos, hace falta algo más que la mera proclamación de una nueva limpieza general del pasado.

(*) Filósofo

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