Máximo y su tropa de
La Cámpora le bajaron el pulgar y el vice vivió otra semana negra.
Por James Neilson |
Pobre Amado Boudou. Cristina lo hizo vicepresidente porque,
para extrañeza de sus incondicionales, le parecía simpático. Por razones no muy
claras, creía que el roquero que, como un ángel del infierno yanqui vestido de
cuero negro lustroso, quemaba kilómetros a bordo de una Harley Davidson
atronadora, sería el hombre indicado para enfervorizar a adolescentes hartos de
los personajes grises que pululaban a su alrededor.
Boudou, que con toda seguridad tomo la decisión presidencial
por evidencia de que aprobaba su conducta, no pensó en modificarla. En vez de
conformarse con lo ya conseguido, fue por más.
Al elegir a Boudou para guardar sus espaldas y fingir ser
presidente durante sus ausencias esporádicas, Cristina cometió un error que no
puede sino lamentar. Pronto se enteraría de que ni siquiera la legión de
jóvenes reclutados para garantizarle la eternidad quería al neoliberal
metamorfoseado en kirchnerista exuberante. Máximo y su tropa de La Cámpora le
bajaron el pulgar.
Acertaban: para desconcierto de los fieles y, hay que
suponerlo, de la mismísima Cristina, Boudou, el vicepresidente más votado de la
historia del país, se las arregló para desplazar a Ricardo Jaime de su lugar
como el emblemático número uno del elenco gubernamental. Tal y como están las cosas,
al vice le espera un porvenir muy pero muy ingrato.
Amado está en apuros desde que la gente comenzó a
preguntarse si la Presidenta estaba por “soltarle la mano”, pero su protectora
es reacia a hacerlo por varios motivos. Uno es que no le gustaría confesar que
cometió un error apenas comprensible al elegirlo para ser su compañero de
fórmula sin prestar atención a las advertencias de miembros de su pequeño
entorno familiar.
Otro es que le gustaría aún menos entregar la cabeza del ex
favorito a los talibanes opositores que, luego de felicitarse por el triunfo,
vendrían por la suya. Así y todo, por si acaso Cristina está preparándose
anímicamente para tal eventualidad, de ahí la decisión de remplazar a la
tucumana Beatriz Rojkés de Alperovich por el ex gobernador santiagueño Gerardo
Zamora, un radical de ADN kirchnerista, como segundo en la línea de sucesión
presidencial. Desde su punto de vista, es mejor que un radical encabece la cola
de lo que sería tener que preocuparse por la proximidad al trono de un senador
peronista.
Además de la hostilidad de muchos kirchneristas que ven en
él un aventurero oportunista que, con malas artes, se las ingenió para
engatusar a Cristina, una señora que, según parece, toma en cuenta los méritos
estéticos de sus colaboradores principales, Amado tiene en contra el clima
político. Como siempre sucede al acercarse a la puerta de salida el “gobierno
más corrupto de la historia” de turno, se ha iniciado la temporada de caza.
Opositores de todos los pelajes, abogados, jueces y otros
sienten que ha llegado la hora de tomar en serio asuntos que hasta hace poco
les parecían anecdóticos. La anticuada maquinaría judicial está funcionando con
mayor rapidez que antes. Causas, entre ellas las que involucran a Amado, que en
otro momento se hubieran tramitado con lentitud exasperante, avanzan a una
velocidad inacostumbrada. Si tienen suerte, algunos juristas se erigirán en
héroes cívicos.
Al negarse la Corte de Casación porteña a sobreseerlo en el
caso de la imprenta Ciccone, Amado quedó a un paso de ser llamado a indagatoria
por el juez federal Ariel Lijo. ¿Bastaría como para ahorrarle tamaña
humillación su condición de vicepresidente? Parecería que no, aunque, como
siempre ocurre cuando de un tema legal se trata, las opiniones de los constitucionalistas
están divididas.
Asimismo, si bien es factible que la Corte Suprema opte por
ayudarlo por razones institucionales, dando a entender sus integrantes que a su
juicio no le convendría en absoluto al país que el vicepresidente marchara
preso, los especialistas en la materia no creen que estaría dispuesta a
arriesgarse defendiendo a un personaje tan polémico.
Mientras tanto, distintos líderes opositores están
esforzándose por convencer a los demás, comenzando con aquellos kirchneristas
que están alejándose subrepticiamente de un proyecto sin un futuro claro, de
que por ser insostenible la posición en que Boudou se encuentra le corresponde
pedir licencia.
Según los más caritativos, sería de su interés abandonar por
un rato su trabajo vicepresidencial para concentrarse en eliminar todos
aquellos malentendidos maliciosos –entre ellos, el ocasionado por la huida de
un testigo que dice temer por su vida–, de los que es víctima y, una vez
terminada la tarea así supuesta, volver al Gobierno con su honra a salvo.
¿Es lo que realmente piensan? Es probable que no; como
Boudou, sabrán muy bien que si se dejara conmover por quienes insinúan que
sería astuto de su parte pedir licencia, sus compañeros no le permitirían
regresar. Para ellos, su mera presencia en el Gobierno es fruto de uno de los
caprichos menos explicables de Cristina; lo que quieren es que se borre, que se
vaya para siempre.
A juzgar por las encuestas de opinión, para la mayoría
Boudou resume en su persona una proporción notable de los vicios que son
considerados típicos de las zonas menos salubres del submundo político
nacional. Adelantándose a la Justicia, muchos dan por descontado que es un
mentiroso serial, un traficante de influencias resuelto a enriquecerse en
tiempo récord con la ayuda de testaferros de trayectoria dudosa.
Puede que exageren, que de no haber sido por su forma
desfachatada, menemista, de actuar en público, a pocos les hubieran molestado
sus presuntas actividades ilícitas; al fin y al cabo, la forma heterodoxa en la
que Néstor Kirchner agregó más dólares a su patrimonio ya abultado no lo
perjudicó a ojos de quienes siguen creyéndolo un auténtico prócer. Parecería
que ser un peronista nato aún acarrea privilegios con los que compañeros de
ruta de procedencia liberal, como María Julia Alsogaray y Boudou, solo pueden
soñar.
A aquellos kirchneristas progres que imaginan que Cristina
encabeza una especie de revolución popular, la saga protagonizada por el vice
plantea un problema que en buena lógica debería atormentarlos. ¿Cómo incorporar
las peripecias novelescas de un hombre tan distinto de los demás compañeros al
“relato” épico? No les es del todo sencillo.
Para los demás, lo que ha sucedido es más preocupante de lo
que supondrán los que, a pesar de todos los reveses, se aferran a la convicción
de que el matrimonio patagónico procuraba hacer algo positivo para el país.
Tendrán que preguntarse: ¿cómo fue posible que Boudou lograra trepar hasta la
cima del poder, a un latido nada más de la presidencia de la Nación, con la
aquiescencia complaciente del movimiento mayoritario y del 54 por ciento del
electorado? La respuesta dista de ser reconfortante: porque así lo quiso una
sola persona, Cristina, la dueña absoluta del destino nacional.
Criticar a la Presidenta por una decisión que resultó ser
cómicamente arbitraria sería fácil si el sistema político fuera monárquico
porque en tal caso todo dependería de la voluntad del jefe supremo, pero en
teoría la Argentina es una república en la que el poder del mandatario es
limitado por la Constitución. En realidad, claro está, las instituciones no
funcionan porque, mientras se da la sensación de que la economía anda bien, a
la mayoría no le interesan los detalles. Es solo cuando los problemas comienzan
a multiplicarse que la opinión pública cambia de manera drástica.
De repente, millones de personas se manifiestan horrorizadas
por la corrupción que durante años habían consentido. Y, por enésima vez, se
difunde la esperanza, entre quienes se preocupan por tales cosas, de que el
país esté en vísperas de un renacimiento moral, que nunca más habrá presidentes
que actúen como autócratas. Tales etapas suelen ser agradables, pero para que
brinden resultados concretos sería necesario que más políticos, muchos más,
recuperaran el amor propio. Si la “década ganada” nos ha enseñado algo, esto es
que una democracia no puede funcionar con una clase política dominada por
obsecuentes serviles.
Un día, la Presidenta tendrá que rendir cuentas ante la
Justicia a menos que la facción más poderosa de la clase política decida
amnistiarla. Podría argüirse, pues, que Boudou y Cristina son víctimas de las
circunstancias. Por ser la Argentina un país de cultura caudillista, de
instituciones débiles y un sistema judicial maleable, los políticos
pasajeramente exitosos se ven rodeados de tentaciones que para muchos son
irresistibles.
Suelen creerse impunes, blindados contra cualquier
adversidad concebible por sus fueros y por la complicidad de otros que, de
tener la oportunidad, no vacilarían en emularlos. Corren riesgos que, de
reflexionar un poquito, les parecerían excesivos, pero daría la impresión que
son congénitamente incapaces de aprender de la experiencia triste de sus
antecesores que, por lo común, atribuyen a sus presuntos errores ideológicos.
Para Cristina y sus incondicionales, el pecado más ignominioso
de los menemistas no fue robar sino apostar al “neoliberalismo”. Puesto que a
diferencia de quienes ganaron la década de los noventa del siglo pasado, ellos
eran nacionales y populares, suponían que no tendrían por qué preocuparse.
0 comments :
Publicar un comentario