viernes, 23 de mayo de 2014

La aventura de Amadito se acerca a su fin

Máximo y su tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar y el vice vivió otra semana negra.

Por James Neilson
Pobre Amado Boudou. Cristina lo hizo vicepresidente porque, para extrañeza de sus incondicionales, le parecía simpático. Por razones no muy claras, creía que el roquero que, como un ángel del infierno yanqui vestido de cuero negro lustroso, quemaba kilómetros a bordo de una Harley Davidson atronadora, sería el hombre indicado para enfervorizar a adolescentes hartos de los personajes grises que pululaban a su alrededor.

Boudou, que con toda seguridad tomo la decisión presidencial por evidencia de que aprobaba su conducta, no pensó en modificarla. En vez de conformarse con lo ya conseguido, fue por más.

Al elegir a Boudou para guardar sus espaldas y fingir ser presidente durante sus ausencias esporádicas, Cristina cometió un error que no puede sino lamentar. Pronto se enteraría de que ni siquiera la legión de jóvenes reclutados para garantizarle la eternidad quería al neoliberal metamorfoseado en kirchnerista exuberante. Máximo y su tropa de La Cámpora le bajaron el pulgar.

Acertaban: para desconcierto de los fieles y, hay que suponerlo, de la mismísima Cristina, Boudou, el vicepresidente más votado de la historia del país, se las arregló para desplazar a Ricardo Jaime de su lugar como el emblemático número uno del elenco gubernamental. Tal y como están las cosas, al vice le espera un porvenir muy pero muy ingrato.

Amado está en apuros desde que la gente comenzó a preguntarse si la Presidenta estaba por “soltarle la mano”, pero su protectora es reacia a hacerlo por varios motivos. Uno es que no le gustaría confesar que cometió un error apenas comprensible al elegirlo para ser su compañero de fórmula sin prestar atención a las advertencias de miembros de su pequeño entorno familiar.

Otro es que le gustaría aún menos entregar la cabeza del ex favorito a los talibanes opositores que, luego de felicitarse por el triunfo, vendrían por la suya. Así y todo, por si acaso Cristina está preparándose anímicamente para tal eventualidad, de ahí la decisión de remplazar a la tucumana Beatriz Rojkés de Alperovich por el ex gobernador santiagueño Gerardo Zamora, un radical de ADN kirchnerista, como segundo en la línea de sucesión presidencial. Desde su punto de vista, es mejor que un radical encabece la cola de lo que sería tener que preocuparse por la proximidad al trono de un senador peronista.

Además de la hostilidad de muchos kirchneristas que ven en él un aventurero oportunista que, con malas artes, se las ingenió para engatusar a Cristina, una señora que, según parece, toma en cuenta los méritos estéticos de sus colaboradores principales, Amado tiene en contra el clima político. Como siempre sucede al acercarse a la puerta de salida el “gobierno más corrupto de la historia” de turno, se ha iniciado la temporada de caza.

Opositores de todos los pelajes, abogados, jueces y otros sienten que ha llegado la hora de tomar en serio asuntos que hasta hace poco les parecían anecdóticos. La anticuada maquinaría judicial está funcionando con mayor rapidez que antes. Causas, entre ellas las que involucran a Amado, que en otro momento se hubieran tramitado con lentitud exasperante, avanzan a una velocidad inacostumbrada. Si tienen suerte, algunos juristas se erigirán en héroes cívicos.

Al negarse la Corte de Casación porteña a sobreseerlo en el caso de la imprenta Ciccone, Amado quedó a un paso de ser llamado a indagatoria por el juez federal Ariel Lijo. ¿Bastaría como para ahorrarle tamaña humillación su condición de vicepresidente? Parecería que no, aunque, como siempre ocurre cuando de un tema legal se trata, las opiniones de los constitucionalistas están divididas.

Asimismo, si bien es factible que la Corte Suprema opte por ayudarlo por razones institucionales, dando a entender sus integrantes que a su juicio no le convendría en absoluto al país que el vicepresidente marchara preso, los especialistas en la materia no creen que estaría dispuesta a arriesgarse defendiendo a un personaje tan polémico.

Mientras tanto, distintos líderes opositores están esforzándose por convencer a los demás, comenzando con aquellos kirchneristas que están alejándose subrepticiamente de un proyecto sin un futuro claro, de que por ser insostenible la posición en que Boudou se encuentra le corresponde pedir licencia.

Según los más caritativos, sería de su interés abandonar por un rato su trabajo vicepresidencial para concentrarse en eliminar todos aquellos malentendidos maliciosos –entre ellos, el ocasionado por la huida de un testigo que dice temer por su vida–, de los que es víctima y, una vez terminada la tarea así supuesta, volver al Gobierno con su honra a salvo.

¿Es lo que realmente piensan? Es probable que no; como Boudou, sabrán muy bien que si se dejara conmover por quienes insinúan que sería astuto de su parte pedir licencia, sus compañeros no le permitirían regresar. Para ellos, su mera presencia en el Gobierno es fruto de uno de los caprichos menos explicables de Cristina; lo que quieren es que se borre, que se vaya para siempre.

A juzgar por las encuestas de opinión, para la mayoría Boudou resume en su persona una proporción notable de los vicios que son considerados típicos de las zonas menos salubres del submundo político nacional. Adelantándose a la Justicia, muchos dan por descontado que es un mentiroso serial, un traficante de influencias resuelto a enriquecerse en tiempo récord con la ayuda de testaferros de trayectoria dudosa.

Puede que exageren, que de no haber sido por su forma desfachatada, menemista, de actuar en público, a pocos les hubieran molestado sus presuntas actividades ilícitas; al fin y al cabo, la forma heterodoxa en la que Néstor Kirchner agregó más dólares a su patrimonio ya abultado no lo perjudicó a ojos de quienes siguen creyéndolo un auténtico prócer. Parecería que ser un peronista nato aún acarrea privilegios con los que compañeros de ruta de procedencia liberal, como María Julia Alsogaray y Boudou, solo pueden soñar.

A aquellos kirchneristas progres que imaginan que Cristina encabeza una especie de revolución popular, la saga protagonizada por el vice plantea un problema que en buena lógica debería atormentarlos. ¿Cómo incorporar las peripecias novelescas de un hombre tan distinto de los demás compañeros al “relato” épico? No les es del todo sencillo.

Para los demás, lo que ha sucedido es más preocupante de lo que supondrán los que, a pesar de todos los reveses, se aferran a la convicción de que el matrimonio patagónico procuraba hacer algo positivo para el país. Tendrán que preguntarse: ¿cómo fue posible que Boudou lograra trepar hasta la cima del poder, a un latido nada más de la presidencia de la Nación, con la aquiescencia complaciente del movimiento mayoritario y del 54 por ciento del electorado? La respuesta dista de ser reconfortante: porque así lo quiso una sola persona, Cristina, la dueña absoluta del destino nacional.

Criticar a la Presidenta por una decisión que resultó ser cómicamente arbitraria sería fácil si el sistema político fuera monárquico porque en tal caso todo dependería de la voluntad del jefe supremo, pero en teoría la Argentina es una república en la que el poder del mandatario es limitado por la Constitución. En realidad, claro está, las instituciones no funcionan porque, mientras se da la sensación de que la economía anda bien, a la mayoría no le interesan los detalles. Es solo cuando los problemas comienzan a multiplicarse que la opinión pública cambia de manera drástica.

De repente, millones de personas se manifiestan horrorizadas por la corrupción que durante años habían consentido. Y, por enésima vez, se difunde la esperanza, entre quienes se preocupan por tales cosas, de que el país esté en vísperas de un renacimiento moral, que nunca más habrá presidentes que actúen como autócratas. Tales etapas suelen ser agradables, pero para que brinden resultados concretos sería necesario que más políticos, muchos más, recuperaran el amor propio. Si la “década ganada” nos ha enseñado algo, esto es que una democracia no puede funcionar con una clase política dominada por obsecuentes serviles.

Un día, la Presidenta tendrá que rendir cuentas ante la Justicia a menos que la facción más poderosa de la clase política decida amnistiarla. Podría argüirse, pues, que Boudou y Cristina son víctimas de las circunstancias. Por ser la Argentina un país de cultura caudillista, de instituciones débiles y un sistema judicial maleable, los políticos pasajeramente exitosos se ven rodeados de tentaciones que para muchos son irresistibles.

Suelen creerse impunes, blindados contra cualquier adversidad concebible por sus fueros y por la complicidad de otros que, de tener la oportunidad, no vacilarían en emularlos. Corren riesgos que, de reflexionar un poquito, les parecerían excesivos, pero daría la impresión que son congénitamente incapaces de aprender de la experiencia triste de sus antecesores que, por lo común, atribuyen a sus presuntos errores ideológicos.

Para Cristina y sus incondicionales, el pecado más ignominioso de los menemistas no fue robar sino apostar al “neoliberalismo”. Puesto que a diferencia de quienes ganaron la década de los noventa del siglo pasado, ellos eran nacionales y populares, suponían que no tendrían por qué preocuparse.

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