Por Jorge Fernández Díaz |
En un expediente de un juzgado federal de Lomas de Zamora
resplandece la transcripción de una pinchadura de teléfono. El primero que
habla es un experto inmobiliario de Nordelta.
Su interlocutor tiene acento
colombiano, y es un hombre que luego será procesado en una causa relacionada
con el lavado de dinero.
Es una mañana de mayo de 2013. "Che, ¿viste el
tema del blanqueo?", se entusiasma el argentino. "Sí. Increíble,
¿no?", responde el colombiano. "Qué loco -vuelve a sorprenderse el
local-. Después hablemos, porque si va a salir eso tenemos que hacer algo,
tenemos que tener un buen producto. Necesitamos tener alguna mercadería si esto
funciona bien, ¿entendés?" Al colombiano no le cabe la menor duda de que
la indiscriminada amnistía para capitales negros lanzada por el Gobierno se
realizará en tiempo y en forma. "¡Cómo no va a funcionar -exclama- si
necesitan blanquear la plata de ellos!"
El diálogo fue detectado por los periodistas Virginia Messi
y Juan Manuel Bordón, que después de investigar durante años el vínculo de la
política, los sicarios y los negocios acaban de editar Narcolandia, un libro
escalofriante acerca del nuevo paraíso de los traficantes colombianos: la
Argentina.
La investigación se publicó la misma semana en que este
diario daba una buena noticia: por fin el gobierno de Cristina Kirchner
reactivaba su colaboración con la DEA. Lo hacía de manera reservada, como si le
diera vergüencita, pero aun así constituía un reconocimiento del fenómeno y la
voluntad de combatir frontalmente contra esas lacras. Bastó que esa actitud
tomara estado público para que a Sergio Berni le ordenaran desmentir el asunto,
calmar a la militancia y sacudir fieramente a Washington: "Tremenda
hipocresía decir a los países sudamericanos cómo llevar adelante una política
antidroga, ya que ellos [los norteamericanos] fracasaron rotundamente". No
le faltaba cierta razón conceptual en este último punto, pero el modo de
sobreactuar el enojo para tapar el renuncio frente a la gilada hizo crujir a
toda la diplomacia, sensibilizada como está desde que el gobierno argentino le
pidió ayuda secreta a la Casa Blanca por urgentes cuestiones judiciales y
económicas. La saga continuó el martes, cuando Clarín consultó a sus fuentes
del Departamento de Estado y confirmó que ambos países están trabajando juntos
y que buscan "una mayor y más cercana cooperación". Berni, el
funcionario que más sincera preocupación tiene por mancomunar fuerzas y dar
batalla, fue empujado de nuevo a los micrófonos radiales para profesar
antiimperialismo verbal y para abofetear a los gringos.
Como si el kirchnerismo entero se hubiera sentido impelido a
meter baza en la política de seguridad, el compañero Miguel Pichetto dio un
paso al frente: "La gran mayoría de los detenidos por narcotráfico son
uruguayos. Después hay colombianos y peruanos. Si fuera un país serio, una vez
que cumplen la condena habría que deportarlos". Pero cómo, senador, ¿éste
no es acaso un país serio?
La progresía oficialista escuchó con alarma esta confesión
de parte y acudió presurosa a una reunión presidida por el antiguo socio de
Pichetto en Diputados, el inefable Agustín Rossi. El ministro de Defensa de
Cristina se cuidó de no cruzar al lenguaraz de Río Negro, pero anunció una vez
más "la restauración conservadora" y sugirió que cualquier dirección
diferente de la no política de seguridad del Gobierno conduciría a la
"mano dura". Compañero Rossi, lo contrario de una idiotez no
necesariamente debe ser una bobada y, además, que ustedes a estas alturas se
presenten como la antítesis del statu quo conservador parece una broma pesada.
Una broma peronista.
Con el diario del viernes bien leído, Berni salió por radio
Mitre a minimizar el documento aplaudido por Rossi, Luis D'Elía, Milagro Sala,
Gils Carbó y otros especialistas en el cuidado del delincuente argentino.
Volvió Berni a sorprender: "No estuve ayer en el encuentro. Tengo una
mirada diferente. Una cosa es filosofar y otra es estar en la calle con las
víctimas y familiares".
Cuarenta y ocho horas antes había pronunciado otra frase
memorable: "Si sacamos a los jueces y ponemos robots o máquinas
expendedoras sería mejor". Le respondieron doce jueces federales desde
Salta, reclamándole auxilio concreto para luchar contra los traficantes de
estupefacientes y revelando de paso las graves falencias y desidias en las que
cayó durante estos años la gestión cristinista.
En esta delirante comedia de puertas, apareció Capitanich
curándose en salud e informó que la Presidenta no tiene ninguna responsabilidad
sobre la vida y la seguridad de los argentinos. Es una idea nueva en la
política mundial, que filósofos, sociólogos e historiadores deberían analizar
con detenimiento (atención Badiou, Huntington, Paul Johnson): a los jefes de
Estado no les compete la muerte ni el miedo de los ciudadanos, ni la proliferación
de temibles organizaciones criminales. El disparate vino a cuenta de que era
inminente un duro documento del Episcopado contra la corrupción, la violencia y
el narcotráfico. Cuando Cristina leyó la letra chica del texto, resolvió por
primera vez poner en jaque su relación personal con el Papa y mandó sablear a
los obispos. Uno de los encargados de la misión fue "Wado" De Pedro,
factótum de La Cámpora. El otrora heraldo contra el pejotismo, flamante
vicepresidente del PJ y ahora apoderado del heroico y progresista peronismo
bonaerense, se apresuró a contradecir a los hombres de Bergoglio con algunas
chicanas.
Pocas horas antes, su coequiper Andrés Larroque, vindicador
de Máximo y Malraux de Cristina, había puesto en palabras lo que su jefa piensa
en la intimidad: si no fuera por los ataques mediáticos, hubiéramos sacado el
80% de los votos. Se supone que llaman "ataques" al trabajo normal de
la prensa. Destapar, por ejemplo, los chanchullos del entorno presidencial,
revelar escandalosos crecimientos patrimoniales de los miembros del Gabinete,
mostrar maniobras oscuras del vicepresidente de la Nación, dar cuenta de causas
judiciales por presunta corrupción de funcionarios nacionales y provinciales, y
desmentir hechos adulterados y cifras truchas que emanan todo el tiempo del
Estado. Larroque tiene razón. Si no existieran la democracia republicana ni la
libertad de expresión, posiblemente los kirchneristas se hubieran sentido más a
gusto con sus ideas totalitarias y hubieran sacado algunos votos más. Aunque no
tantos, puesto que con la inflación y la inseguridad el pueblo no necesita
mediadores: una acecha cruelmente en las cajas de almacenes y supermercados, y
la otra en las calles peligrosas de todo el país.
El jefe de Gabinete terminó de redondear esta creencia
presidencial cuando la oposición le requirió explicaciones sobre la inseguridad
y deslizó que ésta se debía a las 92.350 menciones que los hechos delictivos
habían tenido durante dos años en la televisión abierta y en el cable.
Berni, Pichetto, Rossi, Larroque, De Pedro y Capitanich
hicieron el ridículo a lo largo y a lo ancho de una semana en la que el
Gobierno enfrentó a Estados Unidos, la Iglesia Católica, la justicia argentina
y el sentido común exponiendo crudamente sus contradicciones. Esos groseros
bandazos evidencian que el oficialismo no sabe qué pensar ni qué hacer, y que
ha perdido credibilidad y confianza. Tanta, que a pesar de todas las
facilidades, ni siquiera los grandes narcos quisieron finalmente entrar al
blanqueo. Tampoco ellos confían en el sistema económico oficial. Narcos sí,
estúpidos no.
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