Tras un duro
documento, por qué el Episcopado se dio vuelta. El rol del Papa. Tedéum en
riesgo.
Por Alfredo Leuco |
Tanto el peronismo como la Iglesia están marcados en su
historia por la relación amor-odio. Hay puntos extremos, como la quema de
iglesias en junio de 1955 o las tres audiencias que Francisco le concedió a
Cristina y su obsesivo reclamo para que cuiden a la Presidenta. El humanismo
cristiano, la doctrina social, la disciplina vertical, la lucha por el poder,
la opción por los pobres y cierto anticomunismo de subsistencia, constituyen la
medianera conceptual que comparten.
No sería una herejía entonces subrayar que
hoy muchos peronistas de todos los palos peregrinan al Vaticano para sacarse
una foto con el Papa como antes lo hacían a Puerta de Hierro a la pesca de un
encuentro con Perón. Todos lo han hecho.
Desde la presunta izquierda de Juan Cabandié y Estela
Carlotto hasta la derecha pesada y comprometida con la dictadura de Gerardo
Martínez. Una selfie con Francisco no se le niega a nadie.
El propio Papa se forjó en la fragua juvenil del peronismo
ortodoxo de Guardia de Hierro y, en los últimos días, recordó aquellos años al
darle un lugar de gran visibilidad a Juan Grabois, hijo de Pajarito, quien
fuera dirigente de aquella organización de cuadros blindados.
En la década fracturada, los Kirchner evidenciaron su doble
discurso. Reivindican en el relato a los curas villeros que contienen a los
pobres, pero en la realidad, como no reconocen la existencia de pobres en su
gobierno, les molesta que los sacerdotes iluminen los lugares de mayor
marginalidad y exclusión social que ni Néstor ni Cristina pudieron solucionar.
Entonces intentan ocultar lo que la Iglesia está obligada a denunciar.
Cada vez que el cardenal Jorge Bergoglio se refería a su
principal preocupación que es la exclusión social, a Néstor le daba un ataque
de furia. Combatió a Bergoglio con todas sus armas. Lo castigó sacando el
Tedéum de la Catedral y con la excusa de hacerlo más federal lo llevó al
interior.
Calificó al cardenal como opositor y en un derrape llegó a
decir que el diablo también usaba sotana. Cristina, más cristiana, mantuvo esa
lucha contra Bergoglio, incluso hasta un día después de que fuera designado
Papa. Pero el pragmatismo y el consejo de Rafael Correa, presidente de Ecuador
y fervoroso creyente, le hicieron cambiar de opinión. El Papa puso la otra
mejilla y transformó la relación de odio en un amor casi celestial e insólito.
Nadie trató tan bien y con tanta deferencia a la Presidenta como Francisco. A
los opositores del Gobierno, el Sumo Pontífice les dice que quiere custodiar la
paz social y que no haya turbulencias hasta la entrega del poder en el 2015. A
los oficialistas les recuerda sus dedos en ve de otrora y retoma conceptos como
“la patria grande” o la descalificación del neoliberalismo desalmado y
consumista que multiplica la pobreza.
El pastor sabe que su rebaño es multitudinario y a escala
planetaria. No quiere perder ninguna oveja y eso le hace brotar sus dotes de
conductor político. El gran problema del Papa es que Cristina es millonaria,
milita en unidades básicas contradictorias como las de Puerto Madero y Louis
Vuitton y que, encima, está salpicada por graves causas de megacorrupción. Y
como si esto fuera poco, Bergoglio sabe –lo sufrió en carne propia– que la
intolerancia K no permite crítica si se quiere permanecer a su lado y en buenas
relaciones.
De hecho, en los dos últimos documentos de los obispos
argentinos, cargados de frases textuales del Papa, como que “la corrupción es
un cáncer social”, debieron ser explicados y minimizados ante la Presidenta en
reuniones posteriores.
Cristina puso el grito en el cielo con el diagnóstico de que
“la sociedad está enferma de violencia”. ¿Está ella muy susceptible o el
Episcopado demasiado flexible? Es más grave todavía: el Gobierno hace con la
Iglesia lo mismo que hizo con todas las instituciones, fracturarlas entre
amigos y enemigos. Buscan cuáles son los obispos gorilas para mandarlos al
infierno y ponen en un altar a los “compañeros”, como el arzobispo Víctor
Manuel Fernández, un intelectual de fuste que participó activamente en la
redacción del documento de Aparecida, que es una suerte de hoja de ruta del
Papa. Tucho, como le dicen al rector de la UCA, escribió una columna en
Página/12 que no se puede dejar de leer para comprender los nuevos
posicionamientos. Allí, repite apenas con un poco más de elegancia el discurso
K anti Clarín: responsabiliza a los medios de mala praxis. El arzobispo es una
figura rutilante, de perfil bajo pero de gran proyección, que reza para que
Julián Domínguez sea el candidato bendecido por CFK.
Lo más grave, como siempre es la interpretación de la
violencia política. Carlotto reaccionó diciendo que la Iglesia no había hablado
cuando se secuestraba gente. Tiene razón la presidenta de Abuelas, la jerarquía
calló durante el terrorismo de Estado, igual que los Kirchner. Cuando Cristina
les ordenó a los muchachos de La Cámpora que salieran al cruce del documento
eclesial, casi como un formulario repitieron que la sociedad estuvo enferma de
violencia en el ‘55, ‘76, ‘89 y 2001. Curioso sesgo y olvido de 1974,
precisamente el año en el que el peronismo asesinó a dos peronistas íntimos de
Perón como Rucci y el cura Mugica. Montoneros y la Triple A dirimieron sus
diferencias en plena democracia arrojándose cadáveres.
¿La Presidenta habrá quedado satisfecha con las disculpas
que le ofrecieron monseñor Arancedo y compañía, o seguirá con ganas de
suspender el Tedéum del 25 y castigar al cardenal Mario Poli por el pecado de
criticarla? Voceros obispales quedaron descolocados frente al retroceso del Episcopado.
¿Se puede calificar de apriete lo que hizo el Gobierno con la Iglesia? ¿El
“vamos por todo” los incluye? ¿Cuidar a Cristina es autocensurarse?
Dijeron que el principal responsable de la violencia es el
Gobierno, pero luego rectificaron porque el texto “era un llamado a toda la
dirigencia”. ¿Qué nivel de consultas tuvieron con el Papa? Hay muchas dudas
menos una. Por ahora, Cristina sigue firme en su camino: a Dios rogando y con
el mazo dando.
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