Por James Neilson |
Néstor Kirchner llamaba al arzobispo Jorge Bergoglio “el
jefe de la oposición”.
Si bien Cristina compartía la opinión de su marido sobre
la militancia imputada al prelado y por tanto se sintió sumamente indignada
cuando los cardenales lo eligieron Papa, para disgusto de los kirchneristas más
combativos optó por perdonarle sus muchos pecados políticos.
No le fue fácil. Tampoco le ha sido fácil tratar de
reconciliarse con las instituciones eclesiásticas locales. Aunque por motivos
que podrían calificarse de estratégicos Francisco –no quiere que su país de
origen recaiga en el caos– la ha tratado con amabilidad, parecería que Cristina
sigue viendo la Iglesia Católica como una organización burguesa reaccionaria
que colaboró con la dictadura militar, de ahí su alusión al presunto deseo de
los obispos de “reeditar viejos enfrentamientos”. A su entender, rige una
especie de pacto de no agresión entre el Gobierno y la Iglesia que esta acaba
de romper al difundir la Conferencia Episcopal un documento en que se relacionó
el delito con la corrupción y con “una dialéctica que alienta las divisiones”.
Desde que se reinventó como una partidaria tardía, pero
entusiasta, de los guerrilleros de cuarenta años atrás, Cristina ha hecho suya
la hostilidad que sienten hacia el establishment clerical muchos sobrevivientes
y sus allegados. Por cierto, no discrepará con la líder de Abuelas de Plaza de
Mayo, Estela de Carlotto, que criticó al Episcopado con su vehemencia habitual
por preocuparse más por el delito actual que por los crímenes políticos de
otros tiempos: dijo que la Iglesia “no habló cuando la dictadura secuestraba
tantísima gente, pero ahora se asusta porque hay violencia”.
Que la rama argentina de la Iglesia Católica haya asumido
una postura netamente opositora al gobierno kirchnerista no debería ocasionarle
sorpresa. Todos los gobiernos de los años últimos han sido blancos de
amonestaciones similares; también lo serán los próximos. Aun cuando la realidad
del país fuera la prevista por “el relato” de Cristina, los obispos
encontrarían motivos para quejarse, ya que ninguna sociedad existente se
aproxima a la utopía que reivindican.
Fuera del minúsculo “Estado de la Ciudad del Vaticano”, los
clérigos raramente se ven constreñidos a emprender la tarea ingrata de
gobernar. En común con los pequeños partidos testimoniales, pueden criticar el
desempeño ajeno sin correr el riesgo de que otros contesten refiriéndose a sus
propios fracasos. Se trata de una ventaja que no están por abandonar: con
firmeza, los voceros de la Iglesia nos recuerden que no les corresponde
formular propuestas concretas.
De todas maneras, a esta altura es penosamente evidente que
la Argentina de la década ganada no se parece para nada ni al inalcanzable
ideal eclesiástico, ni, lo que es un tanto más importante, al país en que todo
marcha bien de la retórica kirchnerista. No fue necesario que los obispos y
otros dignatarios señalaran que entre la cuarta y la tercera parte de la
población vive por debajo de una línea de pobreza apropiada para el norte de
África, que la violencia “cada vez más feroz y despiadada” se ha hecho
rutinaria, que la droga se ha erigido en una industria nacional más y que la
corrupción funciona como un ácido que debilita todos los vínculos sociales; los
de la policía con los ciudadanos honestos y, huelga decirlo, los de la clase
política en su conjunto con los demás.
Con todo, sería injusto suponer que Néstor, Cristina y sus
adherentes sean los responsables principales de la situación calamitosa
denunciada por el Episcopado. Ellos también son productos de una sociedad que
perdió el rumbo hace muchísimos años. De no haber sido por la actitud complaciente
del grueso del electorado, y por la voluntad de tantos políticos de apoyarlos
sin chistar a pesar de las barbaridades que cometían, hubieran tenido que
acatar las reglas constitucionales.
Puesto que no se vieron obligados a hacerlo, se limitaron a
aprovechar las oportunidades brindadas por el abismo ya insalvable que separa
la Argentina de los discursos políticos y las divagaciones intelectuales del
país de los seres de carne y hueso que, lo mismo que ellos, procuran manejarse
según los códigos efectivamente vigentes.
Puede que, antes de alcanzar el poder casi absoluto que le
cedió la mayoría, Cristina se haya creído capaz de concretar los cambios que
virtualmente todos afirman añorar, pero muy pronto –acaso cuando estalló aquel
escándalo protagonizado por un valijero venezolano–, descubrió que no le sería
dado hacer mucho más que dejarse llevar por las circunstancias. A partir de
entonces, la Presidenta huye hacia adelante con los ojos bien cerrados y los
oídos tapados, con la esperanza de que, de un modo u otro, todo se arreglará.
La negativa a ver lo que está sucediendo o a prestar
atención a las advertencias es típica del populismo que, en el fondo, no es más
que un intento autocompasivo de hacer más tolerable el fracaso colectivo
atribuyéndolo a fuerzas oscuras, “manos negras”, e improbables conspiraciones
foráneas. La modalidad así supuesta prospera en sociedades en que la mayoría se
ha acostumbrado a confiar en los poderes mágicos del “carismático” de turno,
apoyándolo emotivamente hasta que, como siempre ocurre, termina defraudándolos,
transformándose de golpe en culpable de todos los males.
Fue este el destino de Carlos Menem; no sorprendería que
resultara ser el de la compañera Cristina. Para merecer algo mejor, la señora
hubiera tenido que emprender desde el vamos una larga serie de reformas,
resignándose a cumplir el papel de una mera mandataria democrática; no pudo
hacerlo porque, entre otros motivos, gracias a su propia trayectoria y la de su
esposo, luchar contra la corrupción le parecía suicida.
Aunque no pueden sino sospechar que el viejo adversario está
detrás de la misiva virulenta que les envió el Episcopado, por ahora cuando
menos los kirchneristas prefieren no arriesgarse reanudando los ataques contra
el Papa que algunos intentaron el día de la fumata blanca. Así y todo, les
habrá producido cierta satisfacción la actitud crítica de aquellos fieles
norteamericanos progres que lo acusan de tomar en serio lo del Diablo, a su
juicio una superstición prehistórica, y, lo que a algunos les parece peor
todavía, de ser demasiado católico.
También se han ensañado con el Sumo Pontífice liberales del
Primer Mundo que lo consideran un populista reacio a entender que, de no ser
por el capitalismo, no habría posibilidad alguna de ganar la larga guerra
contra la miseria, pero tales detalles no interesarían a los kirchneristas. En
este ámbito, son tan papistas como el Papa mismo.
Francisco debe su gran popularidad internacional en buena
medida a lo que le enseñó el peronismo, un credo difuso cuyos adeptos, de vez
en cuando, se proclaman resueltos a basar su eventual programa de gobierno en
la doctrina social de la Iglesia, lo que les ahorraría mucho trabajo.
Como un político en campaña, el Papa hace gala de su
solidaridad para con los “excluidos” y su desprecio por el egoísmo que, según
parece, sería la causa fundamental de los problemas más angustiantes que
afectan al género humano en este valle de lágrimas, razón por la que exhorta a
los países de la Unión Europea a permitir entrar a vaya a saber cuántas decenas
de millones de africanos y asiáticos.
Habla de paz, justicia social, generosidad, la tolerancia
mutua y muchas otras cosas buenas, pero no se cree obligado a proponer
soluciones concretas. ¿Piensa a veces en lo que sucedería si los dirigentes de
los países nominalmente cristianos adoptaran políticas que merecerían su
aprobación? Es poco probable; tanto el Papa como los demás eclesiásticos
prefieren dejar que otros se en carguen de los asuntos meramente terrenales.
Aunque los kirchneristas quisieran ubicar a la Iglesia
argentina en el extremo derecho, oligárquico, conservador y militarista, del
mapa ideológico, lo que más les molesta es que el clero se las ha ingeniado
para correrles por izquierda atacándolos por no haber logrado reducir el tamaño
de los enormes bolsones de pobreza que se dan en el país y, por lo tanto, de no
haber hecho lo suficiente como para impedir que la desesperación de los
“excluidos” genere más delito y mucha más drogadicción.
Tienen razón los obispos cuando señalan las dimensiones de
la catástrofe social, pero no les gustaría hacer hincapié en que, para empezar
a remediarla, sería preciso que el Gobierno se concentrara en estimular al
sector privado, como han hecho los europeos y asiáticos que en muchos lugares
sí han logrado incorporar a la clase media centenares de millones de personas
que antes habían sido indigentes.
Es legítimo hablar, como hacen algunos obispos, de la
“ausencia del Estado” cuando se trata de temas como la seguridad ciudadana, la
educación y la salud, pero en otros la presencia excesiva de quienes
monopolizan el poder político, y de hecho conforman el Estado, solo sirve para
conservar un statu quo que todos dicen creer inaceptable. Para superar la
pobreza “estructural”, los pobres mismos tendrían que liberarse material y
psicológicamente del paternalismo de políticos y otros que se suponen sus
benefactores, incluyendo, desde luego, a los clérigos caritativos que aspiran a
ser sus voceros.
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