Por James Neilson |
En principio, formar una coalición centroizquierdista que
resultara capaz de triunfar en una elección nacional, ubicando a su jefe en la
Casa Rosada y consiguiendo la mitad o más de los escaños en el Congreso,
debería ser bastante sencillo. Por cierto, materia prima no falta.
Abundan los
políticos respetables que ocupan lugares en la zona ideológica así denominada y
una parte sustancial, tal vez mayoritaria, del electorado aprueba lo que
reivindican.
Con todo, si bien la Alianza de la UCR y el Frepaso, logró
hacerlo, solo se trataba de superar el obstáculo inicial, ya que el gobierno
resultante cayó víctima de su precariedad inherente. Para que un partido, y ni
hablar de una coalición, adquiriera la autoridad emotiva, por llamarlo así, que
precisaría para sobrevivir a las inevitables disputas internas, tendría que
durar el tiempo suficiente como para dejar de ser visto como el vehículo
personal de dirigentes determinados.
¿Tendrá más suerte que las otras combinaciones que se han
ensayado el Frente Amplio UNEN (UNión y ENcuentro) que, después de más de un
año de preparación, acaba de presentarse en sociedad con la asistencia de
radicales, socialistas, miembros de la Coalición Cívica, GEN, Proyecto Sur y
otros? Si la experiencia nacional en la materia nos ha enseñado algo, esto es
que unir a los representantes de las diversas facciones de la centro-izquierda
es tan difícil como arrear gatos. Acostumbrados como están casi todos a
encabezar una pequeña agrupación hecha a su medida, suelen estar más
interesados en defender su propio “espacio” contra intrusos que en resignarse a
desempeñar un papel subalterno en una organización mayor.
El Frente Amplio UNEN nació dividido. La propuesta de su
partera principal, Elisa Carrió, de que negociara un entendimiento cordial con
el PRO de Mauricio Macri, parece razonable a los que son más centristas que
izquierdistas, pero horroriza a los que, a juzgar por sus declaraciones, están
más preocupados por cuestiones ideológicas que por los cálculos preelectorales.
Lo mismo que Carrió en una etapa evolutiva anterior, toman al jefe porteño por
un símbolo de la derecha más repugnante, un paladín del capitalismo
“neoliberal” extranjerizante y forzosamente corrupto que a su juicio es
culpable de casi todos los males del mundo actual.
Exageran, claro está. Según las pautas de otras latitudes,
Macri es un centrista, un tanto progre en términos culturales, que a su modo es
equiparable con el nuevo primer ministro francés, el socialista de origen
catalán Manuel Valls, o su ex homólogo británico Tony Blair que persuadió a sus
seguidores laboristas de que sería peor que inútil seguir combatiendo el
capital.
Es más: podría argüirse que, en vista de la situación en que
la Argentina se encontrará luego de más de una década ganada por la ruinosa
arbitrariedad kirchnerista, un gobierno fiel al ideario económico del PRO sería
el más progresista posible ya que otro, de ideales supuestamente más solidarios
o colectivistas que los atribuidos a Macri y sus acompañantes, no tardaría en
verse aplastado por la realidad. Mal que les pese a quienes quisieran luchar
contra la inflación hablando de ella con sindicalistas y empresarios, el
enésimo gran acuerdo nacional que tienen en mente solo serviría para brindar a
los participantes una oportunidad para disfrutar de sus quince minutos de
protagonismo. Por lo demás, fortalecería el orden corporativo tradicional que
tanto ha contribuido a la decadencia del país.
En la nebulosa estratosfera ideológica en que tantos
políticos se han refugiado, no cabe duda de que hay diferencias importantes
entre PRO y el enjambre de agrupaciones que han convergido para formar el
Frente Amplio UNEN. Así y todo, los dos comparten el mismo objetivo concreto;
quieren impedir que el peronismo siga dominando el país. No se trata tanto de
prejuicios gorilescos cuanto de la conciencia de que, por fragmentado que a
veces parezca estar el movimiento omnívoro fundado por el general, siempre
conserva un grado notable de unidad.
Opera como una asociación mutual; el éxito coyuntural de una
parte –kirchnerista, duhaldista, menemista, isabelista, da igual–, beneficiará
a los presuntamente derrotados que pronto encontrarán un lugar adecuado en el
que podrán continuar viviendo de la política.
El peronismo se asemeja a un gran negocio familiar. Para ser
aceptado por los patriarcas de turno, es suficiente cantar la marcha con
entusiasmo aparente, afirmarse admirador incondicional de Evita, y pasar por
alto las transgresiones de los compañeros, castigando a los “traidores” de
turno enviándolos al purgatorio por un rato para después permitirles reincorporarse
a la tribu, como sucedió con Carlos Menem. He aquí una razón por la que muy
pocos peronistas van a la cárcel por corrupción.
Para los izquierdistas más decididos, personajes como el
cineasta nacionalista (y peronista) Fernando “Pino” Solanas, Macri sigue siendo
el enemigo a batir. Para otros, es Sergio Massa, el rebelde contra el
kirchnerismo que amenaza con apropiarse de trozos del voto contestatario que de
otro modo irían a UNEN o a PRO. Ven en Massa a un típico camaleón peronista que
se las ha ingeniado para brindar la impresión de romper con el grueso del
movimiento pero que, de ganar las elecciones próximas, no vacilaría en repartir
cargos entre sus integrantes, sin discriminar en contra de sus adversarios
actuales, de tal manera prolongando su hegemonía sobre el maltrecho Estado
nacional y sus muchas reparticiones provinciales.
Es factible que quienes piensan así se hayan equivocado, que
Massa realmente se haya propuesto poner fin a casi setenta años de caudillismo
intrínsecamente corrupto, pero tienen razones de sobra para desconfiar de sus
promesas en tal sentido. A través de los años, el peronismo ha hecho gala de
una capacidad asombrosa para dividirse oportunamente para entonces reunirse
nuevamente, generando su propia oposición interna cuando las circunstancias lo
exigen y de tal forma cerrándoles el camino a alternativas más auténticas. Como
dijo Tancredi en “El gatopardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, “si queremos
que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.
Para que la Argentina saliera del círculo vicioso en que se
ve atrapada desde mediados del siglo pasado, sería necesario que se
consolidaran dos coaliciones fuertes, parecidas a las que se relevan
periódicamente en el poder en algunos países de Europa y, de manera más
confusa, Estados Unidos, que andando el tiempo formarían partidos genuinos. Por
separado, ni el PRO ni el nuevo Frente Amplio, aun cuando logren mantenerse
intactos, están en condiciones de desafiar el monopolio peronista con éxito,
motivo por el que les convendría continuar aliándose en distritos determinados
y celebrar algunos acuerdos nacionales en defensa de valores republicanos
fundamentales.
Desde el punto de vista de la izquierda democrática, sería
mejor un triunfo parcial de PRO que uno de una supuestamente novedosa variante
peronista, mientras que para PRO, convivir con un gobierno del Frente Amplio
sería con toda seguridad preferible a resignarse a más años de populismo
caprichoso y autoritario.
Tanto los macristas como los centroizquierdistas esperan que
el peronismo en su conjunto acompañe al kirchnerismo en su viaje hacia el
basurero de la historia. Temen que, merced a Massa y, aunque solo fuera por el
estilo conciliador que ha perfeccionado, Daniel Scioli, millones de votantes se
convenzan de que en verdad Néstor y Cristina nunca fueron peronistas puros sino
oportunistas, como Menem, que lograron engañar a la ciudadanía fingiendo serlo.
Por supuesto, entre los engañados por la farsa así supuesta
estarían miles de compañeros leales, pero en política tales detalles carecen de
significado: a los Kirchner les resultó fácil borrar a Menem de la memoria
peronista; también podrían hacerlo Massa o Scioli con los santacruceños si así
lo demandaran las circunstancias.
A los radicales les ha costado mucho recuperarse de los
golpes asestados primero por el naufragio del gobierno de Raúl Alfonsín y, un
decenio más tarde, por el de Fernando de la Rúa. Además de los problemas
gigantescos que les supusieron una coyuntura internacional sumamente adversa y
la hostilidad rabiosa de los peronistas, ambos mandatarios tuvieron que luchar
contra el facilismo populista que es la doctrina nacional por antonomasia; en
el caso de Alfonsín, él mismo lo había adoptado, de ahí el célebre mensaje de
despedida en que confesaba que hubo cosas –necesarias, desde luego–, que “no
supo, no quiso o no pudo” hacer; en el de De la Rúa, quienes se negaron a
hacerlas eran sus propios correligionarios y sus socios del Frepaso, la “pata
peronista” del frente electoral que lo había llevado al poder.
Aunque la UCR se despedaza con cierta frecuencia, nunca
aprendió a desdoblarse con la misma facilidad que los peronistas que, para
minimizar los costos políticos de sus propias barbaridades, lo hacen toda vez
que un gobierno suyo se encuentra en apuros. ¿Están por repetir la maniobra?
Los de PRO y del Frente Amplio quieren que la mayoría entienda que de no haber
sido por el peronismo, Cristina nunca hubiera podido instalarse en la Casa
Rosada y que por lo tanto el país se hubiera ahorrado una nueva frustración
que, mal que les pese a los facilistas, obligará a sus sucesores a gobernar con
austeridad extrema.
El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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