viernes, 18 de abril de 2014

La retaguardia conservadora

Por James Neilson
Virtualmente todos los políticos, sindicalistas e intelectuales del país se creen progresistas. Hablan con fluidez envidiable el dialecto apropiado y raramente dejan pasar una oportunidad para aludir al amor entrañable que sienten por el pueblo. Pero solo se trata de un simulacro. A juzgar por los resultados concretos de sus esfuerzos, la elite política nacional difícilmente podría ser más reaccionaria.

Así y todo, parecería que pocos se dejan guiar por el principio resumido por la frase bíblica “por sus frutos los conoceréis”; al celebrarse elecciones la mayoría suele dejarse convencer por las palabras exculpatorias de los máximos responsables de una debacle nacional que continúa desconcertando a aquellos norteamericanos y europeos que se interesan por las vicisitudes del exótico populismo argentino. Como sucede con cierta regularidad, afirmarse sorprendido por las excentricidades políticas y económicas nacionales se ha puesto de moda últimamente en los medios principales del “Primer Mundo”.

Desde hace muchos años, una parte importante, por lo común mayoritaria, de la clase política del país está librando una guerra contra el desarrollo en nombre de “lo nuestro” que, según parece, consiste en un orden corporativo extraordinariamente corrupto dominado por personajes reacios a adaptarse a los cambios que, en otras latitudes, han permitido a centenares de millones de hombres, mujeres y niños disfrutar de un nivel de vida que aquí es propio de una minoría reducida.

Desgraciadamente para el grueso de la población que, según las pautas del mundo occidental, está hundido en la pobreza, la gran coalición conservadora, en el sentido recto de esta palabra, sigue anotándose triunfos.Tal y como están las cosas, una facción, la kirchnerista, estará por perder el lugar privilegiado que se ha acostumbrado a ocupar, pero se alista para tomar el relevo otra, la conformada por el sindicalismo peronista y sus aliados.

Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, los instigadores del paro “exitoso” del 10 de abril contra la inflación y el ajuste, o sea, contra la enfermedad y el único remedio conocido, no se oponen al modelo de Cristina. Antes bien, quieren rescatarlo. Lo mismo que la Presidenta y su legión de militantes en aquellos días felices en que aún fantaseaban con ir por todo, los sindicalistas se las han ingeniado para convencerse de que un auténtico gobierno popular debería ser capaz de desafiar la realidad reflejada por los malditos números, que en última instancia lo único que cuenta es la voluntad.

Los sindicalistas nunca pensaron en protestar contra la ceguera apenas concebible de quienes imaginaban que ningunear la inflación sería suficiente como para eliminarla. En cambio, lo hacen ahora contra el intento tardío de impedir que la economía se precipite, por enésima vez, en el caos, lo que tendría consecuencias nefastas para una parte sustancial de la sociedad.

Si bien los piqueteros de la izquierda dura que colaboraron para que el paro tuviera el impacto deseado actuaron conforme con la consigna leninista de que “cuanto peor, mejor”, apostando a que un colapso total sirva para posibilitar la tan anhelada revolución, sindicalistas como Moyano y Barrionuevo solo entienden que les conviene rabiar contra “el ajuste” que está en marcha. No son los únicos. Entre los críticos más vehementes del kirchnerismo abundan los convencidos de que los ajustes son malos por antonomasia y que por lo tanto no deberían aplicarse aun cuando el Gobierno no tenga más opción que la de ordenar un tarifazo tras otro y procurar reducir el gasto público.

El enemigo más temible de los argentinos de carne y hueso –personas que, para intelectuales como el recién fallecido Ernesto Laclau, forman aquellas indiferenciadas “masas populares” de sus tratados teóricos–, siempre ha sido la demagogia populista. Para aferrarse a sus puestos en la jerarquía nacional, políticos de distintas tendencias pronto aprendieron a sacar provecho de los desastres colectivos que ayudaban a provocar atribuyéndolos a viles conspiraciones foráneas o a abstracciones siniestras como el “capitalismo salvaje” o “el neoliberalismo”, de tal modo desviando la atención de sus propios errores de comisión u omisión para entonces ponerse a movilizar el rencor de los muchos que tendrían razones de sobra para sentirse víctimas de un destino cruel.

Su especialidad es ennoblecer el fracaso ubicándolo en una lucha contra las fuerzas fantasmagóricas del mal. Para alivio de otros integrantes de la clase política, es lo que hicieron Néstor Kirchner y su esposa al hacer del colapso económico un episodio más de la guerra interminable entre la Argentina y el sistema capitalista globalizado. Durante diez años, el kirchnerismo se alimentó de los mismos sentimientos que acabaron de usufructuar Moyano, Barrionuevo, Pablo Micheli y un enjambre de izquierdistas.

A Cristina y sus acólitos ya no les es dado hacerlo, pero otros están más que dispuestos a explotar lo que a través de los años ha resultado ser una fuente inagotable de poder político y, desde luego, económico.

En los países relativamente prósperos, las etapas signadas por el optimismo excesivo de “la izquierda” democrática suelen alternarse con otras en que predomina la cautela que es típica de “la derecha” igualmente democrática, pero en la Argentina, los equivalentes de los partidos socialdemócratas europeos y sus adversarios son tan débiles que sus dirigentes se sienten obligados a pactar con el populismo que, de más está decirlo, siempre termina transmitiéndoles sus vicios.

Lo lógico sería que, luego de una década de demagogia delirante y gasto público ruinosamente inflado, la mayoría optara por probar suerte con un partido de principios radicalmente distintos, uno resuelto a manejar la economía con rigor férreo, pero, a juzgar por las encuestas de opinión y por el apoyo, es de esperar solo coyuntural, que recibió el paro convocado por sindicalistas de imagen un tanto opaca que sienten nostalgia por la Argentina de mediados del siglo pasado, es poco probable que lo haga.

Por cierto, en un país en que hasta Mauricio Macri, un dirigente que en Europa sería considerado un centrista bastante blando, se ve tratado por progresistas como un ultraderechista, sería utópico pensar en una alternativa genuina al consenso facilista que tantos males ha provocado.

Con todo, es factible que el hartazgo que tanto sienten presagie el comienzo del fin de la hegemonía populista. Los presidenciables por ahora más preciados, Sergio Massa, Daniel Scioli y Macri, se negaron a intentar compartir los eventuales beneficios del paro. Lejos de festejar el revés sufrido por el kirchnerismo, señalaron que sería inútil suponer que un paro cuyo “éxito” se debió en parte a la colaboración de piquetes amenazadores, ayudaría a atenuar los problemas nacionales.

Tal actitud puede comprenderse; saben que la voluntad de Moyano y compañía de dinamitar cualquier intento, por torpe que fuera, de poner un mínimo de orden en la economía plantearía un peligro muy grave al eventual sucesor de Cristina que, mal que le pesara, tendría forzosamente que llevar a cabo una serie de “ajustes” hasta que, por fin, llegara el tsunami de inversiones que, rezan, estarían preparando los ricos del resto del mundo para cuando la Argentina cuente con un gobierno un tanto más sensato que el actual.

No se equivocan aquellos que creen que, bien administrado, el país de Vaca Muerta y vaya a saber cuántos kilómetros cuadrados de tierra fértil, podría recuperarse en un lapso insólitamente breve, pero sucede que sus dirigentes se las han arreglado tantas veces para defraudar a los impresionados por las ventajas materiales que posee que a esta altura nadie ignora que la alternativa al populismo kirchnerista podría ser otra variante de lo que, desde hace dos milenios y medio, figura entre las patologías políticas más notorias.

De ser así, el próximo gobierno daría prioridad a los intereses inmediatos de sus integrantes más conspicuos sin pensar en el mediano plazo, para no hablar del largo, es decir, en aquellas “políticas de Estado” que no brindarían resultados mañana sino en el futuro, cuando otros estén en el poder.

Si fuera posible frenar la inflación sin tomar medidas dolorosas, ningún gobierno del mundo se sentiría alarmado por el fenómeno, pero sucede que, con la excepción de los encabezados por voluntaristas de ideas extravagantes como Cristina y su amigo bolivariano Nicolás Maduro, todos reaccionan con horror si el costo de vida aumenta a un ritmo anual parecido al anotado aquí en febrero pasado.

Para que no se acelere todavía más, enfrían la economía local por entender que si no lo hacen las consecuencias podrían ser catastróficas. En tales países –casi todos los demás–, los sindicalistas más influyentes coinciden con quienes Moyano denunciaría como “neoliberales” o esclavos del FMI; saben muy bien que los más perjudicados por la inflación primero y, después, por las medidas necesarias para combatirla, son los trabajadores y los jubilados, razón por la que se resisten a caer en la tentación de “luchar” contra lo inevitable con la esperanza de conseguir algunas ventajas sectoriales pasajeras.

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