Por James Neilson |
Virtualmente todos los políticos, sindicalistas e
intelectuales del país se creen progresistas. Hablan con fluidez envidiable el
dialecto apropiado y raramente dejan pasar una oportunidad para aludir al amor
entrañable que sienten por el pueblo. Pero solo se trata de un simulacro. A
juzgar por los resultados concretos de sus esfuerzos, la elite política
nacional difícilmente podría ser más reaccionaria.
Así y todo, parecería que pocos se dejan guiar por el
principio resumido por la frase bíblica “por sus frutos los conoceréis”; al
celebrarse elecciones la mayoría suele dejarse convencer por las palabras
exculpatorias de los máximos responsables de una debacle nacional que continúa
desconcertando a aquellos norteamericanos y europeos que se interesan por las
vicisitudes del exótico populismo argentino. Como sucede con cierta
regularidad, afirmarse sorprendido por las excentricidades políticas y
económicas nacionales se ha puesto de moda últimamente en los medios
principales del “Primer Mundo”.
Desde hace muchos años, una parte importante, por lo común
mayoritaria, de la clase política del país está librando una guerra contra el
desarrollo en nombre de “lo nuestro” que, según parece, consiste en un orden
corporativo extraordinariamente corrupto dominado por personajes reacios a
adaptarse a los cambios que, en otras latitudes, han permitido a centenares de
millones de hombres, mujeres y niños disfrutar de un nivel de vida que aquí es
propio de una minoría reducida.
Desgraciadamente para el grueso de la población que, según
las pautas del mundo occidental, está hundido en la pobreza, la gran coalición
conservadora, en el sentido recto de esta palabra, sigue anotándose
triunfos.Tal y como están las cosas, una facción, la kirchnerista, estará por
perder el lugar privilegiado que se ha acostumbrado a ocupar, pero se alista
para tomar el relevo otra, la conformada por el sindicalismo peronista y sus
aliados.
Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, los instigadores del paro
“exitoso” del 10 de abril contra la inflación y el ajuste, o sea, contra la
enfermedad y el único remedio conocido, no se oponen al modelo de Cristina.
Antes bien, quieren rescatarlo. Lo mismo que la Presidenta y su legión de
militantes en aquellos días felices en que aún fantaseaban con ir por todo, los
sindicalistas se las han ingeniado para convencerse de que un auténtico
gobierno popular debería ser capaz de desafiar la realidad reflejada por los
malditos números, que en última instancia lo único que cuenta es la voluntad.
Los sindicalistas nunca pensaron en protestar contra la
ceguera apenas concebible de quienes imaginaban que ningunear la inflación
sería suficiente como para eliminarla. En cambio, lo hacen ahora contra el
intento tardío de impedir que la economía se precipite, por enésima vez, en el
caos, lo que tendría consecuencias nefastas para una parte sustancial de la
sociedad.
Si bien los piqueteros de la izquierda dura que colaboraron
para que el paro tuviera el impacto deseado actuaron conforme con la consigna
leninista de que “cuanto peor, mejor”, apostando a que un colapso total sirva
para posibilitar la tan anhelada revolución, sindicalistas como Moyano y
Barrionuevo solo entienden que les conviene rabiar contra “el ajuste” que está
en marcha. No son los únicos. Entre los críticos más vehementes del
kirchnerismo abundan los convencidos de que los ajustes son malos por
antonomasia y que por lo tanto no deberían aplicarse aun cuando el Gobierno no
tenga más opción que la de ordenar un tarifazo tras otro y procurar reducir el
gasto público.
El enemigo más temible de los argentinos de carne y hueso
–personas que, para intelectuales como el recién fallecido Ernesto Laclau,
forman aquellas indiferenciadas “masas populares” de sus tratados teóricos–,
siempre ha sido la demagogia populista. Para aferrarse a sus puestos en la
jerarquía nacional, políticos de distintas tendencias pronto aprendieron a
sacar provecho de los desastres colectivos que ayudaban a provocar
atribuyéndolos a viles conspiraciones foráneas o a abstracciones siniestras
como el “capitalismo salvaje” o “el neoliberalismo”, de tal modo desviando la
atención de sus propios errores de comisión u omisión para entonces ponerse a
movilizar el rencor de los muchos que tendrían razones de sobra para sentirse
víctimas de un destino cruel.
Su especialidad es ennoblecer el fracaso ubicándolo en una
lucha contra las fuerzas fantasmagóricas del mal. Para alivio de otros
integrantes de la clase política, es lo que hicieron Néstor Kirchner y su
esposa al hacer del colapso económico un episodio más de la guerra interminable
entre la Argentina y el sistema capitalista globalizado. Durante diez años, el
kirchnerismo se alimentó de los mismos sentimientos que acabaron de usufructuar
Moyano, Barrionuevo, Pablo Micheli y un enjambre de izquierdistas.
A Cristina y sus acólitos ya no les es dado hacerlo, pero
otros están más que dispuestos a explotar lo que a través de los años ha
resultado ser una fuente inagotable de poder político y, desde luego,
económico.
En los países relativamente prósperos, las etapas signadas
por el optimismo excesivo de “la izquierda” democrática suelen alternarse con
otras en que predomina la cautela que es típica de “la derecha” igualmente
democrática, pero en la Argentina, los equivalentes de los partidos
socialdemócratas europeos y sus adversarios son tan débiles que sus dirigentes
se sienten obligados a pactar con el populismo que, de más está decirlo,
siempre termina transmitiéndoles sus vicios.
Lo lógico sería que, luego de una década de demagogia
delirante y gasto público ruinosamente inflado, la mayoría optara por probar
suerte con un partido de principios radicalmente distintos, uno resuelto a
manejar la economía con rigor férreo, pero, a juzgar por las encuestas de
opinión y por el apoyo, es de esperar solo coyuntural, que recibió el paro
convocado por sindicalistas de imagen un tanto opaca que sienten nostalgia por
la Argentina de mediados del siglo pasado, es poco probable que lo haga.
Por cierto, en un país en que hasta Mauricio Macri, un
dirigente que en Europa sería considerado un centrista bastante blando, se ve
tratado por progresistas como un ultraderechista, sería utópico pensar en una
alternativa genuina al consenso facilista que tantos males ha provocado.
Con todo, es factible que el hartazgo que tanto sienten
presagie el comienzo del fin de la hegemonía populista. Los presidenciables por
ahora más preciados, Sergio Massa, Daniel Scioli y Macri, se negaron a intentar
compartir los eventuales beneficios del paro. Lejos de festejar el revés
sufrido por el kirchnerismo, señalaron que sería inútil suponer que un paro
cuyo “éxito” se debió en parte a la colaboración de piquetes amenazadores,
ayudaría a atenuar los problemas nacionales.
Tal actitud puede comprenderse; saben que la voluntad de
Moyano y compañía de dinamitar cualquier intento, por torpe que fuera, de poner
un mínimo de orden en la economía plantearía un peligro muy grave al eventual
sucesor de Cristina que, mal que le pesara, tendría forzosamente que llevar a
cabo una serie de “ajustes” hasta que, por fin, llegara el tsunami de
inversiones que, rezan, estarían preparando los ricos del resto del mundo para
cuando la Argentina cuente con un gobierno un tanto más sensato que el actual.
No se equivocan aquellos que creen que, bien administrado,
el país de Vaca Muerta y vaya a saber cuántos kilómetros cuadrados de tierra
fértil, podría recuperarse en un lapso insólitamente breve, pero sucede que sus
dirigentes se las han arreglado tantas veces para defraudar a los impresionados
por las ventajas materiales que posee que a esta altura nadie ignora que la
alternativa al populismo kirchnerista podría ser otra variante de lo que, desde
hace dos milenios y medio, figura entre las patologías políticas más notorias.
De ser así, el próximo gobierno daría prioridad a los
intereses inmediatos de sus integrantes más conspicuos sin pensar en el mediano
plazo, para no hablar del largo, es decir, en aquellas “políticas de Estado”
que no brindarían resultados mañana sino en el futuro, cuando otros estén en el
poder.
Si fuera posible frenar la inflación sin tomar medidas
dolorosas, ningún gobierno del mundo se sentiría alarmado por el fenómeno, pero
sucede que, con la excepción de los encabezados por voluntaristas de ideas
extravagantes como Cristina y su amigo bolivariano Nicolás Maduro, todos
reaccionan con horror si el costo de vida aumenta a un ritmo anual parecido al
anotado aquí en febrero pasado.
Para que no se acelere todavía más, enfrían la economía
local por entender que si no lo hacen las consecuencias podrían ser
catastróficas. En tales países –casi todos los demás–, los sindicalistas más
influyentes coinciden con quienes Moyano denunciaría como “neoliberales” o
esclavos del FMI; saben muy bien que los más perjudicados por la inflación
primero y, después, por las medidas necesarias para combatirla, son los
trabajadores y los jubilados, razón por la que se resisten a caer en la
tentación de “luchar” contra lo inevitable con la esperanza de conseguir
algunas ventajas sectoriales pasajeras.
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