Por Relato del
Presente
Martes por la tarde, el Servicio Meteorológico anuncia
descenso de la temperatura después de cinco días de lluvia al hilo, rotación
del viento y seis linchamientos. A nadie se le podría haber ocurrido algo mejor
para levantar el ánimo que a Cristina. Una buena cadena nacional festivalera
que se precie, merece tener teloneros, tipos que están por debajo del talento
del artista principal, pero que entretienen al público.
Un croto inviable que se presentó como “activista del
hip-hop” y un payaso que dijo estar haciendo “stand up”, precedieron a Cristina
en el uso de la palabra. El primero de ellos, representante de lo más bajo de
la marginalidad citadina norteamericana. El segundo, un payaso que curraba con
chistes que no escuchaba desde los recreos de tercer grado de la primaria. Si
algo demuestra que los linchamientos no están realmente de moda es que estos
dos ladris llegaron con vida a este 9 de abril.
Luego de tamaño acto de lisergia transmitida a todo el país,
la Presi encaró su discurso en defensa de la palabra “en tiempos en que,
algunos, quieren que volvamos a la barbarie”, para luego afirmar que no piensa
hacer un pomo por la inseguridad, porque es un problema “que es de ayer, de hoy
y de mañana”, porque son problemas de la exclusión.
Tamaña afirmación de parte de quien preside una gestión que
ya lleva diez años y once meses al mando de los destinos de la Patria, dan como
un poquito de nervios. No fueron sólo palabras: durante años nos metieron en la
cabeza que la delincuencia es producto de la falta de educación, la carencia de
recursos y la ausencia de perspectivas de ascenso social. Hoy, enfrentar la
inseguridad implica reconocer una de dos: o que la delincuencia no es producto
de la falta de educación, la carencia y bla, bla, bla; o que el triunfo de las
políticas de la década ganada es más falso que declaración jurada kirchnerista.
Pleno centro de Flores, dos amigos de lo ajeno roban un
local de electrónica, se tirotean con la policía, se dan a la fuga, chocan un
taxi y un auto que un pobre boludo dejó estacionado. En La Plata, un kiosquero
fue asesinado de un corchazo en el pecho, a pesar de no resistirse al asalto:
lo fusilaron después de que entregó el dinero. Por las dudas. En Villa Crespo,
un valiente de la vida fajó a una mujer adentro de un cajero automático. La
cana tardó una hora en llegar. En Balvanera, otro titán de la vida le dio su
merecido a otra mina camino al supermercado. En Recoleta, una pareja de
triunfadores intenta un robo mientras los pibes salen del colegio. Un agente de
la Prefectura, que para llegar a fin de mes se encontraba manejando un taxi, se
prende en el tiroteo. Al hospital. En un centro de jubilados en las afueras de
La Plata, mientras un grupo de viejos jugaba a las cartas y a la lotería, dos
winners entraron y los encañonaron. La víctima más joven tiene 70 años.
Los hechos del párrafo anterior también son palabras. Los
tomé al azar y pertenecen a los últimos dos días. Podría seguir el listado -la
señora de 78 años que mataron a palazos en Jujuy, los tres chicos de 14 años
que torturaron y aniquilaron a machetazos a un matrimonio de 80 años en
Córdoba, y así- pero el texto terminaría en el blog de al lado.
Quienes no se cayeron del barco de esta década de triunfos
pagan voluntariamente por servicios que ya pagaron obligadamente. A pesar de
sufrir el descuento obligatorio por obra social, el que puede, paga un plan de
medicina privada, ya que prefiere que lo atiendan rápido, pasar por la farmacia
y volver a casa. La otra opción es hacer treinta y dos trámites por las dudas
que alguno se engripe, comprar varios bonos de distinta denominación por si las
moscas, chequear el listado de clínicas medianamente aceptables que acepten esa
pajereada que le vendieron como triunfo laboral, y never in the puta life
olvidarse la chequera para la farmacia.
Obviamente, mejor ni hablar de esos esperpentos que las
palabras denominan “hospitales públicos”, que se mantienen con nuestros
impuestos, y en los cuales uno puede entrar con una bronquitis y salir con una
colostomía, si es que sobrevive a la depresión de edificios grises, con goteras
cuando llueve, con radiadores oxidados imposibles de calefaccionar una caja de
zapatos, con paredes que no se sabe sin son verdes tristeza porque es el color
que conservan de la última mano de pintura de 1963, o sólo están cubiertas de
moho.
En materia de educación, al que todavía le quedó algo del
riñón vendido, manda a los pibes a un colegio privado. En cambio, el que ya
está achinado de comer arroz todos los días, no tiene otra opción de mandar al
pibe a un colegio público en el cual saldrá preparado para ser masacrado en la
universidad.
En cuanto a la seguridad, las opciones se reducen
considerablemente. La clase gobernante cuenta con su policía personal, al que
ningunean y hacen cargar las valijas. Otros, como Amado Boudou, no son capaces
de mandar una corona de flores al velorio, luego de que el agente asignado a su
custodia lo dejara en su departamento de Puerto Madero y llegara a su casa en
Lanús a las tres de la mañana, donde lo fusilaron tres pibes que se habían
encariñado con su auto.
Luego, el poder adquisitivo se puede medir en relación a las
medidas de seguridad con las que se cuenta. En orden decreciente: seguridad
privada de agencia reconocida, seguridad privada de agencia de segunda mano,
sistema de alarma conectado con la Comisaría -suerte si la necesitan-, sistema
de alarma que sólo despierta a los vecinos, puerta blindada, rejas en la
ventana y, en el último de los eslabones, una estampita de San Benito y un
Padre Nuestro antes de salir de casa.
Hay cosas difíciles de entender, como que en la ciudad de
Buenos Aires habiten la misma cantidad de vecinos desde hace 30 años y, a pesar
de haber récord de uniformados en actividad en la Federal, más la
Metropolitana, no puedan cumplir con una vigilancia mínima. El policía de la
esquina -a no ser que se tenga la suerte de vivir a la vuelta de un funcionario
del gobierno o de un testigo custodiado- es una imagen que pertenece al arcón
de los recuerdos, como la Bidu-Cola, la radio a transistores y el acceso a la
vivienda propia de la clase media.
En la provincia de Buenos Aires, en cambio, te la regalo:
casi 900 villas repartidas en el conurbano, la inmensa mayoría de ellas llevan
el sello “Modelo de redistribución con acumulación e inclusión social”, como
CopyRight. Si a ello le sumamos que la provincia más grande del país tuvo que sobrevivir
a dos gestiones de León Arslanian al frente de la seguridad, es demasiado.
Encasillar a la villa con la delincuencia es, obviamente,
erróneo. El problema no es la villa, es la marginalidad. Y en este país se ha
convertido a la marginalidad en “parte de la cultura que no debemos negar,
porque es un reflejo de la sociedad en la que habitamos”. O sea, para qué
arreglarlo, si con las palabras les podemos dar estatus y todos contentos. Si
alcanzara con urbanizar las villas, el barrio Ejército de los Andes no sería
conocido como Fuerte Apache.
Y así andamos, con pibes bien que se deliran con cumbianchas
y reggaetones, mientras desprecian a los monchos. El desprecio incoherente es
recíproco, dado que el marginal de turno odia a los ricos -que en su
cosmovisión, engloba desde Goyo Perez Companc hasta una jubilación mínima- pero
desea todo lo que tiene. Ni siquiera estamos en condiciones de hablar de
“guerra de clases”, dado que no hay un objetivo en común: unos quieren el
patrimonio de otros, los otros sólo quieren que no les rompan las tarlipes.
Y si hablamos de palabreríos, Daniel Scioli decretó la
“emergencia en la seguridad pública” y fundamentó su decisión en “la violencia
sin precedentes de los últimos hechos”. Pragmático como nadie, en tan sólo
siete años de gestión gubernamental notó que la delincuencia se estaba
descarriando. Al gobernador le llevó casi 76 meses darse cuenta que la
inseguridad es un problema. En menos de dos mil doscientos ochenta y cinco días
de gestión, el que quiere ser presidente encontró un problema y decidió
afrontarlo. Y con todo, eh.
Convocó a prestar servicio obligatorio a cinco mil agentes
de la Bonaerense que, hasta el viernes, estaban en sus casas secando yerba al
sol para tomar mate. También decidió avanzar en la creación de fiscalías,
siguiendo el patrón que dejó demarcado Arslanian cuando creó ese código
procesal que funciona desde 1998. Cualquier coincidencia con el inicio de la
escalada dramática año a año del delito podría ser coincidencia, pero Scioli
está para otras cosas.
Uno de los mayores problemas de la lucha contra la
delincuencia es que son demasiados los miembros de la policía que viven en
zonas que ningún ingeniero civil se atrevería a denominar “urbanización”, no al
menos en los parámetros occidentales. Hambreados, cobrando dos mangos en
blanco, trabajando 24 horas para sumar adicionales en el mejor de los casos,
cortando boleto a los automovilistas, sin posibilidad salarial de poder comprar
una casa en algo que se asemeje a un barrio, y cumpliendo con los caprichos de
tipos que empilchan trajes equivalentes a un año de sueldos policiales. El
uniforme rara vez es la vocación, sino la única salida a un sueldo fijo y una
obra social pedorra.
Forman parte de la misma cultura marginal a la que los
políticos, ahora asustados por la pérdida de imagen, pretenden controlar. Pero
nuestros queridos funcionarios tampoco son idiotas y fijaron la “emergencia”
por tan sólo 12 meses. Después, los controlados serán necesarios para votar.
A todo esto, hay que sumarle un Poder Judicial
corporativista a nivel magistrados, e incoherente a nivel empleados, en el que
personal con causas penales por ocultar a sus hijos, son empleados en fiscalías
y juzgados de familia, donde entienden en casos en los que el culpable hace lo
mismo que ellos.
Tuve más fe en que le llegara mi inversión al niño somalí
que tocaba el piano con las costillas mediante los 0,003 centavos de australes
que donaba AOL por cada mail reenviado, que la que podría llegar a tenerle a
esta manga de analfabestias al hacerse cargo de la inseguridad.
No es que desconfíe, pero en siete años Cristina dio 835
discursos, y no cuento los bises de las últimas apariciones en la Rosada. Me
acostumbré más a las palabras que me dicen que los hechos no son como los veo.
Así es que podemos llegar a verla festejar la educación universitaria
integradora como logro de su gestión porque un wichi salteño se recibió de
enfermero, en un país en el que Justo José de Urquiza, Hipólito Yrigoyen y Victorino
de la Plaza ejercieron la presidencia con sangre indígena y sin delirios
progres.
Y aunque parezca ridículo, que un gobierno sostenido sobre
los pilares del verso y el chamullo homenajee a la palabra como “lo más
importante de la democracia”, tiene lógica. Porque para algunos, la democracia
se sostiene sólo en las palabras, lo que deriva en que el un gobierno sea
considerado el mejor de la historia intergaláctica sólo en base a sus
discursos.
Porque, como bien citó Pepe Soriano a Pablo Neruda, “se lo
llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.
Y el relato, Pepe. Se llevaron todo y nos dejaron el relato.
Miércoles. “La diferencia entre la palabra casi
correcta y la palabra correcta es como la diferencia entre el bichito de luz y
el relámpago“, decía Mark Twain mientras pelotudeaba en Twitter.
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