Si bien muchos
tardaron en entender que “el modelo” se trataba de una estafa, hace un año la
mayoría ya cambió de opinión.
Por James Neilson |
Luego de intentar Cristina venderles cosechadoras de cartón
y baratijas confeccionadas en el polo industrial La Salada, los angoleños
optaron por borrar a la Argentina de su lista de socios comerciales. Felizmente
para la señora y sus partidarios, el electorado local resultó ser menos
precavido.
Sin pensarlo dos veces, compró el extravagante “modelo de
acumulación de matriz diversificada con inclusión social” pregonado por los
buhoneros kirchneristas. Le guste o no le guste, tendrá que convivir con esta
obra maestra del ingenio populista por muchos años más.
Si bien el grueso de la ciudadanía tardó en entender que se
trataba de una estafa, que, como aquella cosechadora de fabricación nacional
que según parece sigue pudriéndose en algún galpón africano, el famoso modelo
nunca pudo funcionar, hace aproximadamente un año la mayoría cambió de opinión.
Al darse cuenta de que han sido víctimas de un fraude,
millones de personas que a su modo habían confiado en las promesas de Cristina
se sienten perdidas en un mundo que se les ha vuelto hostil.
Las dificultades enormes que enfrenta el país y que con toda
seguridad se agravarán en los meses próximos se deben menos a lo hecho por el
gobierno kirchnerista que a lo que no pudo, no quiso o no supo hacer. Desde el
día en que el matrimonio patagónico se instaló en la presidencia, se destacaría
por su voluntad de archivar los problemas más engorrosos, sobre todo los que
podrían suponerles “costos políticos”.
Por lo tanto, los Kirchner se negarían a tomar en serio
asuntos molestos como la inflación, la producción de energía, la educación, la
salud, el desembarco de narcotraficantes colombianos y mexicanos y, huelga
decirlo, la inseguridad.
De más está decir que las deficiencias que más angustia
provocan están interconectadas: la inflación alimenta el malestar social, el
deterioro educativo incide en la conducta de quienes saben que jamás lograrán
abrirse camino en un mundo en que escasean las oportunidades para los
analfabetos funcionales, la ferocidad despiadada de los predadores hace que
otros se junten espontáneamente para librarse de ellos, de ahí la serie de
linchamientos que acaban de producirse.
Las consecuencias de tanta inconsciencia gubernamental, que
se haría aún más evidente luego de reemplazar Cristina a su marido en la Casa
Rosada, están a la vista. La Argentina se ha convertido en una caldera
hirviente que en cualquier momento podría estallar.
El miedo es contagioso. Cuando una sociedad se siente al
borde de la anarquía –del “Estado ausente” de la retórica de políticos como
Sergio Massa–, afloran los instintos más brutales. Aunque los kirchneristas se
llenan la boca hablando de lo fundamental que debería ser el papel del Estado,
para ellos y otros populistas es solo una fuente de botín.
Nunca han manifestado el menor interés en mejorar su
desempeño, en hacerlo más eficaz. No sorprende pues, que el Estado –o sea, la
policía y el sistema judicial–, haya resultado incapaz de impedir que, para
citar a Daniel Scioli, la población sufra “el ataque salvaje de una
delincuencia cruel”.
Para quienes comparten el punto de vista de los
intelectuales orgánicos del kirchnerismo que atribuyen el delito a “la
exclusión”, se tratará de la venganza de los hijos desheredados de la madre
Cristina. Parecería que ha resultado contraproducente más de un década de
“inclusión”, subsidios politizados, clientelismo y propaganda destinada a
convencerlos de que seguirán “excluidos” hasta que, por fin, el país haya
experimentado una fantasiosa revolución social, moral y económica.
¿Ayudará la emergencia declarada por Scioli? Puede que,
combinada con el eventual efecto disuasivo de la “justicia por mano propia”,
tenga un impacto positivo. Por lo menos, hará pensar que el gobernador, a
diferencia de su jefa que cree que hablar de un problema equivale a provocarlo,
entiende que demasiadas personas sospechan que el Gobierno nacional, lejos de
querer brindarles la protección que necesitan, simpatiza con los delincuentes
por motivos presuntamente ideológicos.
Exageran quienes piensan así, pero sucede que no solo en
América latina sino también en muchas otras partes del mundo, demagogos de
mentalidad autoritaria saben que el miedo puede ser un aliado muy valioso. Lo
aprovechan dando a entender que son los únicos capaces de proteger a los
vulnerables contra los presuntamente dispuestos a despojarlos de todo cuanto
tienen, hasta de la vida.
Por cierto, Néstor Kirchner y su esposa no necesitaban que
teóricos como el jurista nazi Carl Schmidt o el populista británico de origen
argentino Ernesto Laclau les enseñaran a hacer del temor a lo ajeno su
principio rector. Como tantos caudillos populistas a través de los siglos,
desde comienzos de su deslumbrante carrera política, Néstor y Cristina siempre
obraron conforme a la vieja consigna maquiavélica: dividir y reinar. Si es que
se les ocurrió que a la larga provocar conflictos tendría consecuencias
desafortunadas para el país, tal eventualidad no les preocupaba.
Para que la burguesía se sintiera amenazada, a los Kirchner
les convenía que bandas de piqueteros, a veces encapuchados, regularmente
provocaran trastornos en los puntos neurálgicos de la Capital Federal y otros
centros urbanos; servían para disciplinar a la clase media, para advertirle que
la alternativa al statu quo sería un “estallido social”, esta pesadilla
tradicional de quienes temen que, en cualquier momento, podrían irrumpir desde
las zonas más pobres del país hordas de saqueadores sanguinarios resueltos a
destruir todo.
Desintoxicar una sociedad que desde hace más de una década
está absorbiendo dosis de veneno inyectadas por un gobierno y su guardia
pretoriana de militantes que se han especializado en movilizar el rencor no será
del todo fácil. Ha surtido efecto la prédica de quienes atribuyen la miseria al
egoísmo de un puñado de ricos, de tal manera exonerando a una elite política
mayormente populista que en el transcurso de varias generaciones se las ha
arreglado para depauperar el país.
La noción de que todas las muchas lacras sociales se deben a
la malignidad de personas determinadas, cuando no a una fantasmagórica
conspiración planetaria, se ha generalizado tanto que para quienes se sienten
víctimas es difícil no reaccionar con rabia frente a una nueva frustración, la
enésima, culpando al Gobierno por haberlos defraudado.
Cristina no habrá olvidado que, en 1989, el espectro de la
violencia incontrolable procedente del conurbano apuró la salida de un
presidente radical de “la casa de Perón” y, nuevamente en 2001, truncó la
gestión de otro. Puesto que aquí los ciclos políticos suelen terminar en medio
de convulsiones, es natural que se haya sentido nerviosa últimamente.
Con su marido, se dedicó a sembrar vientos; puede que pronto
le toque cosechar tempestades y que las alianzas estratégicas con piqueteros,
“luchadores sociales” y agrupaciones como Vatayón Militante, la Tupac Amaru de
Milagro Sala y otras parecidas no basten como para contenerlas, si es que no
optan por cambiar de bando so pretexto de que el Gobierno se ha vendido al
“neoliberalismo” y está instrumentando un ajuste ortodoxo.
Los linchamientos recientes, en especial, el que se dio en
el barrio de clase media de Palermo, han motivado un sinfín de condenas. Políticos,
clérigos, intelectuales progresistas o conservadores y otros se han encargado
de asegurarnos que no son salvajes y que por lo tanto, a diferencia de aquellos
“vecinos” truculentos, nunca soñarían con moler a palos a un ladrón capturado
en el acto o a un sujeto sospechoso, pero es poco probable que cambien mucho
sus palabras conmovedoras en tal sentido. Mal que les pese a los populistas, la
“justicia popular” siempre ha sido así; los más proclives a castigar con furia
a los malhechores se encuentran entre el electorado kirchnerista.
Que este sea el caso plantea un problema conceptual a
Cristina y los suyos. No les gusta brindar la impresión de querer
“criminalizar” ni la pobreza ni las protestas de quienes se sienten abandonados
a su suerte, pero al atribuir la violencia a “la exclusión” confiesan que el
sacrosanto modelo dista de ser tan inclusivo como afirman.
Asimismo, descalificar la venganza como algo “prehistórico”,
suena un tanto raro en boca de una mandataria cuya gestión se ha desarrollado bajo
el signo de la venganza y que con cierta frecuencia ha aprovechado de los
medios encadenados para recordarnos que aún quedan algunos que todavía no han
recibido el castigo que merecen.
En buena lógica, los kirchneristas deberían de comprender
mejor que nadie lo irresistible que puede ser el deseo de vengarse contra los
acusados de ser los artífices de las penurias propias y ajenas; fue en base a
la voluntad de tantos de desquitarse colectivamente por décadas de
frustraciones que el Gobierno construyó el poder brevemente hegemónico que, con
rapidez desconcertante, se le está escurriendo de entre las manos.
Hasta hace relativamente poco, la Presidenta lograba manejar
el resentimiento autocompasivo que, después de muchos años de decadencia,
afecta a amplios sectores sociales, dirigiéndolo contra enemigos locales y
foráneos cuidadosamente seleccionados. Ahora, la Presidenta y sus allegados
temen ser víctimas de lo que tanto ayudaron a propagar.
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