Los linchamientos son
hijos de una cultura de la confrontación que impulsó el Gobierno.
Por Alfredo Leuco |
La actual descomposición social fue parida por Cristina,
quien, sin embargo, mira sorprendida sin comprender bien qué pasó. Como si
fuera una hippie de los años 60, ahora proclama la paz y el amor con los dos
dedos en “V” y mezcla palabras del lenguaje papal como “misericordia” o
“periferia”, pero no reconoce que, durante su gobierno y el de su marido, se
inoculó el veneno del odio en las venas abiertas de la Argentina.
Semejante
nivel de intolerancia por estas horas sólo se explica con una década de
descalificaciones y beligerancia desde la cima del poder. Ese discurso
autoritario del “vamos por todo” fue permeando y muchos decodificaron que sólo
se pueden establecer relaciones de dominación y de prepotencia. ¿O antes de
2003, pese al infierno de 2001, hubo casos de injusticia por mano propia? Y eso
que estábamos en el horno, merodeando la anarquía. Los medios ya existían antes
del desembarco kirchnerista en el poder y, sin embargo, nunca habíamos llegado
a semejante tragedia social, con excepción de los crímenes de lesa humanidad.
Es que en la era K los que desataron las hostilidades
obtuvieron patente de progres. Radicado en Londres, Ernesto Laclau se
enorgullecía mientras sus cachorros de Carta Abierta proclamaban que los que no
dan las batallas por la emancipación son tibios que como mínimo se rindieron, o
directamente, que se pasaron a las filas del enemigo golpista y oligárquico.
Pusieron todas sus fichas a confrontar para construir. Jugaron con fuego en un
país que fue devorado por las llamas del terrorismo de Estado.
Los Kirchner se cansaron de fogonear linchamientos desde el
Estado. Ametrallaron desde sus medios con estigmatizaciones a diestra y
siniestra. Fueron los autores intelectuales y, en algunos casos, también los
materiales. Convocaron a sus mejores cuadros para que ejecutaran con frialdad
revolucionaria las amenazas a todo tipo de disidencia. Acá hubo una Hebe que
humilló a jueces e incitó a tomar los Tribunales. Un D’Elía que llamó a fusilar
a la disidencia en Venezuela. Un Víctor Hugo que acusó a Ernestina de Noble de
tener las manos manchadas en sangre por haberse apropiado de hijos de
desaparecidos, cosa que luego se demostró como absolutamente falsa, casi una
expresión de deseo del relator militante. Un Zaffaroni que responsabilizó a los
periodistas no adictos de fomentar los crímenes. Y hasta un Verbitsky que
levantó su dedito moral pese a que participó de dos guerras, una armada y otra
simbólica, como continuidad de la política por otros medios. Eso no es gratis
en ningún país del mundo, y menos en Argentina. ¿Qué esperaban cosechar a la
hora de su retirada?
Este es el verdadero debate que debe dar la dirigencia
política para no repetir esta experiencia nefasta. ¿Cómo fue que llegamos hasta
aquí?
A Cristina habría que darle chocolate por la noticia.
Sostuvo que todo nace de la más brutal inequidad social. De la marginación de
hermanos argentinos cuya vida no vale dos pesos y que, por lo tanto, no podemos
exigirles que le den más valor a la vida de los demás. Otra vez las malditas
preguntas sobre el origen de las cosas. ¿Quién tiene la culpa de que eso ocurra
en esta tierra después de una década de crecimiento a tasas chinas? ¿Quien es
responsable de que pese a haber tenido el máximo poder político concentrado
desde 1983, todavía hoy las cifras de la desigualdad y la indigencia sean
similares a las de los malditos años 90? ¿Son capaces de mentirse tanto a sí
mismos para autoconvencerse de que la culpa la tiene Menem o Magnetto? ¿Cómo se
llama eso? Masturbación ideológica.
El patético episodio de la conquista de Angola con Guillermo
Moreno como vanguardia funciona casi como una metáfora del fin de ciclo. Cartón
pintado, escenografía, puro maquillaje industrial para una cosechadora
estratosférica (como el cohete de Menem que nos iba a llevar a China en cinco
minutos) que se cayó a pedazos en el medio de una quiebra y una estafa. Y
arriba de ese mastodonte, como tripulando la campaña hacia el futuro de la
patria, la comandante quijotesca Cristina y su más fiel seguidor, el Sancho
Panza y gobernador Sergio Urribarri. El cacique de La Salada, Jorge Castillo,
que también fue a vender sus productos en la excursión morenista, reveló que
los angoleños le dijeron que llevara un barco lleno de ojotas y jeans y que,
una vez que llegara, le iban a pagar en el puerto. El representante de la
naciente burguesía nac and pop confesó que no exportó ni un pañuelo, y ante la
pregunta sobre si iba a aceptar la propuesta de Angola de llevar una suerte de
Salada flotante hasta Africa dijo, gramsciano: “Ni en pedo”.
Si no fuera por lo dramático de las muertes, la injusticia
por mano propia y el ojo por ojo, se podría decir que estamos protagonizando
una novela del querido Osvaldo Soriano. Parece No habrá más penas ni olvido
pero en realidad es Una sombra ya pronto serás.
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