Nuevo tono y nuevas
medidas, está más cerca de la disculpa que de la épica. El factor Francisco.
Por Roberto García |
Por la urgencia de achatar la nariz contra el vidrio, se
pierde la perspectiva. Aunque sea una frase más obvia que el mundo redondo, no
suele aplicarse a la administración Cristina. A estos últimos, especialmente,
en los que la mandataria ha dado vuelta como una media diez años de historia
personal y familiar. Aunque tal vez le cueste admitirlo frente al espejo o, en
todo caso, si lo reconoce en alguna medida, será a disgusto.
Más cuando los
cambios no reconocen iniciativa propia, se impusieron por cuentas ajenas,
contrarias, hasta indeseadas. Sea por la razón que se invoque, lo cierto es que
Ella es otra.
Cambió en las formas, también en el fondo. Sea porque el
globo ya no sube como en el 2011 o 12, culpa de la artera puntería de algún
francotirador (Sergio Massa, por ejemplo), fallas en la gestión, la ineptitud
ahora admitida de cierto colaborador (Guillermo Moreno), las condiciones
climáticas que el mundo perverso descarga sobre la Argentina –gente que reclama
deudas, cumplimiento de contratos, respeto a la verdad estadística y deterioro
en los ingresos por la inflación– o, simplemente, para resumir: por falta de
aire en el aerostato. Entre las miles de excusas para justificar el descenso y
el obligado cambio presidencial de los últimos tiempos, no podía faltar una de
otro mundo, divina como corresponde: le atribuyen incidencia a la mediación del
Papa en el rol transformador de la dama. Sobre todo en su nuevo tono,
pacifista, conciliador, amigable, sin dedo levantado ni instructivo, más cerca
de una abuela que de una amenazante directora de escuela. De ahí, quizás, hasta
la alteración del mensaje oficial: se abandonó el cargoso hicimos todo bien
para pasar al modesto no todo estuvo tan mal que ahora hacen replicar a famosos
de la farándula por la tele.
Si fuera cierto lo del mensaje susurrado por Jorge
Bergoglio, su intermediación celestial, habrá que convenir en que a Cristina le
insinuó lo mismo que a otros presidentes del mundo que lo visitaron: “No hay
que creer que, por el cargo, uno es único en la Tierra. No hay que creérsela
porque esto no dura”. Para añadir, estableciendo diferencias y ejemplo: “Ni yo
mismo me la creo”. Aunque en su caso, y al revés de sus ocasionales visitantes
democráticos, a él no lo apremia ninguna reelección.
Si se volvió pía o lo hizo por conveniencia –finalmente el
Papa no lo recibió a Hugo Moyano antes del paro, lo que le hubiera otorgado a
la huelga una significación inquietante–, Cristina es otra. Y no sólo con la
Iglesia, sino con el propio y entronizado Bergoglio, a quien alguna vez quiso
reemplazar con el obispo Sarlinga en un golpe de Estado eclesiástico (operado,
dicen, por Sergio Massa), tal vez por indicación de Rubén Di Monte, a cargo
entonces de la Basílica de Luján y con línea directa con el Vaticano (la mandataria
solía apelar a Di Monte para conseguir y obsequiar réplicas de yeso de la
Virgen, una de las cuales se llevó con unción y reverencia Hugo Chávez a
Venezuela). Pero el intento fracasó: Bergoglio dominaba hasta la última tuerca
del aparato religioso, mejor que los Kirchner al PJ. Si en este último año
Cristina modificó estas relaciones superiores con Bergoglio, al mismo tiempo
alteró otras más subalternas que parecían intrínsecas a su gobierno y de
imposible revisión, dos de ellas caracterizadas como pilares de su firma en la
gestión: 1) la economía (con la introducción insuficiente de medidas
elementales contenidas en los libros de texto); 2) la política de seguridad,
entendida esta cuestión como un dogma de la familia.
En los dos casos, Cristina envió al desván los trastos de
una propaganda de diez años. No son los únicos cambios del último año de
declive.
En su entorno, unos empiezan a ver estos movimientos como
una traición a supuestos principios ideológicos, otros los asimilan como
necesarias adaptaciones a una realidad hostil, como si se tratara de episodios
ocurridos –por ejemplo– en España, Adolfo Suárez volviéndose contra el legado
de Franco o Felipe González desentendiéndose de la izquierda por incluirse en
la OTAN. La historia abunda en estos episodios de trasvasamientos y desvíos,
casi naturales al ejercicio del poder. Tan comunes como la coincidencia, ante
el año y medio que resta de gestión, de que los nuevos procedimientos del
Gobierno responden a un dicho popular: hay que vivir. Hasta el final, por lo
menos.
Se devana Kicillof por parecer diferente, copiar el estilo
Chicago de Juan Carlos de Pablo sin corbata, mostrar que la inflación alta no
es alta, que no hay estancamiento aunque se compra y se vende menos y que tiene
un plan económico en un centenar de filminas que sólo él y sus amigos conocen.
Casi un Mallarmé de la economía, por lo hermético. Tan arduo ese rol ficticio
de ser lo que no es, como el de aquellos llamados garantistas que deben
cargarse y explicar los planes de emergencia de Granados y Casal en la
provincia de Buenos Aires, las andanzas frustradas de Sergio Berni por Santa Fe
o una ley para evitar piquetes o la protesta. No hay compensación grata para
estos sectores deshauciados, curiosamente tampoco se alegran sus opuestos a pesar
de que pregonaban parte de las traumáticas decisiones últimas en economía y
seguridad.
Mundo incierto el de la política, tiempo de descuento cuando
al partido le falta concluir un tercio.
Mientras, Cristina y los suyos se visten de lo que no han sido
–basta leer la tibia y razonable desmentida del diputado Larroque para afirmar
que él no está en contra de Daniel Scioli– y hasta promueven operativos que
intentan no perder cierta mística, la épica naufragada por la devaluación, las
tasas de Martínez de Hoz, el eventual endeudamiento, el control de los
movimientos sociales, la posible represión de revoltosos con militares a cargo.
De ahí la vuelta al operativo Dorrego, aquella experiencia de común acuerdo
entre militares y Montoneros, entre el general Harguindeguy y Firmenich, que
ahora refrescan La Cámpora y el general Milani con el mismo espíritu
asociativo. Se trató entonces de una breve impasse en la matanza que se
prodigaban en los 70, a favor de un sectario aprovechamiento político que no
lograron consumar porque los esterilizó Perón. Si hasta los dos bandos
perseguían como blanco a organizaciones de izquierda que no comulgaban con el
proyecto, pretendían aislarlas, apartarlas, cuando uno ya sabe lo que
significaban esos términos en aquellos tiempos. Tiempos en que ciertos
protagonistas tampoco decían lo que eran.
0 comments :
Publicar un comentario