Por Jorge Fernández Díaz |
En un electrizante ataque de nervios, con 140 pulsaciones
por minuto y al borde mismo del llanto, el ultrakirchnerismo abrió su dramático
stand up de la impotencia y se exculpó de los crecientes asesinatos callejeros
y del fenómeno completamente instalado del tráfico de estupefacientes: los
pibes chorros son hijos de Menem y los narcos son producto de Duhalde.
"El
que se está ahogando no repara en lo que tiene a mano para agarrarse",
sentenciaba con lucidez el general San Martín. Y el kirchnerismo se está ahogando.
Al menos ésa es la sensación que dejó el estremecedor paso por la televisión
del ex piquetero y actual operador mediático de la Secretaría General de la
Presidencia, Luis D'Elía, quien esta semana expuso como nadie el temperamento
reinante dentro de Balcarce 50 y la línea argumental que utilizarán los
acorralados. Este repentino heraldo de la paz, este insólito vocero
presidencial del amor, es la misma persona que copó una comisaría, trompeó a un
manifestante, fue agente entusiasta del régimen antisemita de Irán y le sugirió
públicamente a Maduro que fusilara al principal dirigente opositor de
Venezuela. Con defensores así, la paz y el amor están en problemas.
Pero más allá del carácter simbólico que tuvo este
viralizado acting que aconteció en las pantallas de América, y también de la
bizarra personalidad del mensajero, lo esencial del asunto es que el
cristinismo siente angustia frente a los números de todas las encuestas: la
inmensa mayoría de los argentinos lo acusa de ser inoperante, insensible e
indiferente frente a estos graves azotes. Y ante ese Waterloo estadístico, el
truco es el de siempre: sacar algún muerto (político) del sarcófago y agitar su
fantasma.
El menemismo hizo daño social y multiplicó el desempleo,
pero se fue del poder hace ya catorce años y parece que la gran "década
ganada", con tasas chinas y cacareada inclusión, no ha tenido lugar: la
desigualdad se consolidó y la marginalidad fue infiltrada por mafias de diverso
pelaje. El duhaldismo feneció de muerte prematura un año después de haber
alumbrado a Néstor y Cristina, cuando los hijos dilectos traicionaron al padre
y lo pulverizaron.
La política bonaerense, que según D'Elía propició la
estrategia narco, no ha sido manejada durante estos diez años por Duhalde sino
por los máximos caudillos del Frente para la Victoria: a la sazón el matrimonio
gobernante. Y a lo sumo por su fiel delegado y amanuense, el gobernador Daniel
Scioli. De manera que es muy difícil para el oficialismo desprenderse de este
sambenito. De hecho tampoco puede hacerlo el socialismo de Santa Fe. Por más
razón que lo asista en el sentido de que el gobierno federal efectivamente se
borró de la lucha contra las drogas, es innegable que las administraciones de
Binner y de Bonfatti permitieron que anidaran en Rosario temibles
organizaciones del crimen.
La sociedad argentina es proclive a los chivos expiatorios,
que le permiten cada tanto demonizar el pasado y autoexculparse con elegancia.
El kirchnerismo ha explotado mucho esa patología. La última dictadura militar
es un hito nefasto de nuestra historia, pero los grandes partidos de la
democracia no pueden seguir achacándole treinta años después las taras
políticas y económicas del presente.
Las otras "herencias recibidas", aunque más
frescas, tampoco sirven de cobertura para las negligencias actuales ni para
cierta estupidez colectiva que nos suele frecuentar. La Argentina es una
continua aventura fracasada, y la impotencia kirchnerista quizá se deba a que
ya es un proyecto en bandeja de salida, y a que sus militantes presienten lo
peor: pronto las pirañas les harán lo mismo que ellos les hicieron a sus
antecesores. Y ese sólo presagio les sube las pulsaciones a 140.
Existen asimismo otras señales de la época. La asunción de
Milani hace juego con la idea del soldado Kunkel: una ley para prohibir
piquetes y cacerolazos que hasta hizo arrugar la cara al histriónico dramaturgo
de Laferrere. La ocurrencia de Cristina puede ser leída como un globo de
ensayo, como una maniobra con fines distractivos y hasta como un guiño a los
sectores medios, que vienen pidiendo un orden racional de convivencia
ciudadana. Pero sugiere principalmente el gran temor de la jefa del Estado a
los desbordes que traerá este fuerte ajuste económico, sobre todo después de
agosto, cuando los dólares de los sojeros y la anestesia mundialista se apaguen
al unísono. Milani asegurará para entonces la lealtad del ejército; Kunkel
garantizará tener la ley de su lado cuando las papas quemen. Previsora y
consciente de las debilidades del otoño gestionario, la Presidenta espera un
frente de tormenta y se pertrecha.
La política, sin embargo, se debe una profunda discusión
sobre cómo poner coto a la anarquía de la protesta indiscriminada. Una caja de
Pandora que el kirchnerismo abrió y alimentó con combustible verbal y también
con prebendas y con efectivo. En el país del consignismo, cualquier límite
significaba "criminalizar la protesta". Claro, la mayoría de los
grupos que cortaban rutas y calles no lo hacían contra los intereses del
Gobierno. Ahora que gremios, activistas y consumidores se cruzaron de vereda,
es bruscamente necesario cuidar el tránsito y determinar cuáles de esas
acciones son legítimas y cuáles no lo son. A propósito, ¿es posible confiar en
el criterio de un gobierno que ha consagrado la arbitrariedad y que ha tomado
el Estado con objetivos personalistas?
La desconfianza es precisamente lo que congela inversiones y
buenas nuevas hasta después de 2015. El oficialismo, con todo, no debería estar
tan nervioso como D'Elía. Puede hacerle mal. Las encuestas también muestran que
una parte considerable del pueblo argentino lo desecha como herramienta de
poder, pero que no tolerará en el próximo turno más que cambios parciales. El
común de la gente no tiene por qué saber que el nuevo gobierno recibirá una
bomba de tiempo y un campo minado. A vista de pájaro, las mayorías sólo piden
lo imposible: altos salarios, pleno empleo e hiperconsumo, conjugado con baja
inseguridad y nula inflación. El país perfecto. Sin un estallido, el electorado
parece flotar en aguas similares al ocaso menemista: lo único que pretendía era
una convertibilidad con cierta moral, por eso votó a la Alianza y eludió al
enemigo de la criatura, que entonces era Eduardo Duhalde. El pueblo se quedó al
final sin el pan y sin la torta, pero la historia no tiene por qué repetirse.
¿O sí? Asoma de manera acrítica e inconsciente un neokirchnerismo, y eso se
debe al trauma de la derrota aliancista y sobre todo al pensamiento mágico de
los argentinos, que no están dispuestos a revisar el retrógrado sistema de
partido único que legalizaron, ni la cultura social que los domina. Sería
sencillo, una vez más, decir que el cristinismo es el culpable de que
confundamos autoridad con autoritarismo, hagamos un culto de la transgresión a
la ley, nos encante vivir por encima de nuestras posibilidades, miremos para
otro lado cuando tenemos los bolsillos llenos, caigamos en el facilismo de
hablar sin hacer, votemos una dirigencia millonaria y corrupta, mostremos
indiferencia frente a la educación y las instituciones, y anomia frente a la
mentira pública; olvidemos nuestra responsabilidad con los que menos tienen y
le demos vía libre al Estado sanguijuela. Pero no sería honesto. El
kirchnerismo fue sólo el traje de ocasión. Del traje sólo quedan harapos, compañero
D'Elía, pero la enfermedad continúa.
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