Para los
kirchneristas, el golpe del 76 y sus secuelas constituyen una fuente de
legitimidad.
Por James Neilson (*) |
Es una tradición argentina. Cada 24 de marzo, miles de
jóvenes y no tan jóvenes se movilizan para festejar un nuevo aniversario del
golpe de Estado de 1976. ¿Festejar? Para todos salvo algunos mayores de
cincuenta años, es la palabra apropiada. La efeméride les brinda una
oportunidad para felicitarse por su propia virtud, compararla con la abyección
ajena, y luchar en su imaginación contra una dictadura cruel. Se trata de una
forma de decirnos que, a diferencia de quienes no militan en la misma facción,
ellos sí son derechos y humanos.
Aunque ya han transcurrido 38 años desde que una junta
militar barrió con el gobierno penosamente inoperante de Isabelita Perón, los
hay que sienten tanta nostalgia por lo que a su juicio fue una etapa heroica de
la vida nacional, cuando todo se pintaba en blanco o negro y Dios vomitaba a
los tibios, que se niegan a abandonarla.
Para los kirchneristas, sobre todo para aquellos
arrepentidos que lamentan haberse adaptado tan fácilmente a las circunstancias
imperantes en la Argentina del proceso castrense, el golpe y sus secuelas
inmediatas constituyen una fuente de legitimidad. Con astucia notable, Néstor
Kirchner y su esposa se las ingeniaron para hacer de un acontecimiento complejo
que debería prestarse a muchas lecturas algo terriblemente sencillo que les
serviría como una especie de escudo ético.
Luego de instalarse en la Casa Rosada, los dos comenzaron a
hablar como si la única alternativa a su gobierno fuera un régimen castrense,
como si los golpistas de hacía casi tres décadas siguieran al acecho y fuera
deber de todos los hombres y mujeres de buena voluntad cerrar filas para
mantenerlos a raya.
A pocos les preocupaba la evidente falta de autoridad moral
de un matrimonio de abogados que nunca habían manifestado el menor interés por
los derechos humanos y que, para más señas, habían sacado provecho de las
medidas económicas de la dictadura denostada para enriquecerse a costilla de
deudores morosos, presionándolos para que les vendieran propiedades a cambio de
monedas.
Por tratarse de los dueños del poder y por lo tanto de una
caja rebosante de plata, muchos progres se mostrarían más que dispuestos a
pasar por alto los pormenores de sus trayectorias respectivas.
Resultó ser una maniobra genial. Les permitió a los Kirchner
erigirse en referentes latinoamericanos de un movimiento internacional muy
influyente. Hasta los contrarios a un “proyecto” basado en el que hizo de Santa
Cruz un feudo personal, coinciden en que ha sido muy buena “la política de
derechos humanos” impulsada por el matrimonio.
Los muchos que piensan así dan por descontado que perseguir
para entonces castigar a todos los represores militares y sus colaboradores
civiles de hace cuarenta años o más ha beneficiado al país, ayudándolo a
superar los traumas provocados por un régimen en que
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tantos políticos, periodistas y ciudadanos rasos habían
confiado y que, de haberle salido bien la aventura de Malvinas, hubieran
seguido apoyando por algunos años más. Suponen que la purga de las fuerzas
armadas que han llevado a cabo los kirchneristas habrá asegurado que nunca más
se produzcan tantos abusos de los derechos fundamentales de los habitantes del
país.
¿Tienen razón? No existen motivos para creerlo. Al ubicar
las violaciones de los derechos humanos en un periodo determinado del pasado,
además de insistir en que los únicos culpables de actos de lesa humanidad son
forzosamente sujetos vinculados con el Proceso militar, los kirchneristas y sus
aliados coyunturales de cierta izquierda se apropiaron de una causa que nunca
debería politizarse para ponerla al servicio de quienes la desprecian.
Para los dirigentes más fogosos de las organizaciones
presuntamente comprometidas con el respeto por los derechos ajenos, el Che
Guevara, los hermanos Castro y otros de la misma calaña son héroes, mientras
que los que se animan a protestar contra sus atropellos sanguinarios son tan
golpistas como los esbirros de la dictadura de Rafael Videla, Emilio Massera y
compañía. Parecería que, en opinión no sólo de Cristina sino también de sus
homólogos, la brasileña Dilma Rousseff y el uruguayo José “Pepe” Mujica, los
chavistas venezolanos no pueden pisotear los derechos humanos porque juran ser
izquierdistas.
Asimismo, los kirchneristas distinguen entre los delitos
perpetrados por los militares, que son estatales, y los más o menos idénticos
que fueron obra de los montoneros o sus camaradas del ERP que, mal que les
pese, militaban en lo que podría calificarse del sector privado.
En otras latitudes, los juristas tienden a rechazar esta
distinción reivindicada por el gobierno de Cristina por
entender que terroristas, como aquellos que están sembrando
la muerte en el Oriente Medio, son tan peligrosos como sus enemigos, pero
sorprendería que los kirchneristas modificaran las leyes locales
correspondientes a fin de adecuarlas a las internacionales.
De todos modos, este año se bifurcaron las manifestaciones
callejeras en contra de una dictadura que cayó más de treinta años atrás y que,
por fortuna. no está en condiciones de amenazar a nadie. Para desconcierto de
los kirchneristas, una franja creciente de la izquierda presuntamente
revolucionaria ha comenzado a tratarlos como los herederos auténticos del
Proceso castrense, como represores natos que, para colmo, están sometiendo la
economía a un ajuste feroz del tipo habitualmente exigido por los imperialistas
del odiado Fondo Monetario Internacional.
Cuando a Cristina se le ocurrió designar al teniente general
César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani como jefe del Ejército, sin
tomar en cuenta el inconveniente de que su apellido figura en la nómina de
represores que, según la lógica kirchnerista, merecen pudrirse hasta el fin de
sus días en una cárcel maloliente, rompió con su propio relato. Podría argüirse
que, como tantos otros militares y, desde luego, guerreros revolucionarios, en
su juventud Milani habrá cometido delitos aberrantes.
En aquel entonces muchos, demasiados, creían en el principio
maoísta de que el poder nace de la boca del fusil y que, siempre y cuando uno
militara en el movimiento correcto, secuestrar o matar no eran crímenes, pero
los kirchneristas siempre se han opuesto a tomar en consideración tales
detalles.
Les repugnan “la teoría de los dos demonios”.
Para ellos, no hay más que uno: cuando es cuestión de la
tropa propia, perdonan todo; cuando lo es de un “derechista”, no perdonarán
nada. Parecería, pues, que merced a Cristina, Milani se ha visto convertido en
un antigolpista honorario a ojos de algunas Madres de Plaza de Mayo, si bien
otras se resisten a entender que, a pesar de la apariencias, es un general
debidamente progre.
La Argentina sigue siendo prisionera de su pasado. Acaso
porque son tantos los problemas que a esta altura no tienen solución, le cuesta
evolucionar como han hecho otros países, incluyendo algunos, como Italia y
España, que el siglo pasado sufrieron calamidades decididamente peores que la
supuesta por el terrorismo y la represión militar. Sin embargo, el 1º de
septiembre de 1977, a 38 años del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, las
calles de las ciudades europeas no se llenaron de multitudes indignadas
resueltas a gritar consignas contra el nazismo, o contra el comunismo
soviético, puesto que en 1939 Stalin era aliado de Hitler y participó del
despedazamiento de Polonia.
En los años setenta del siglo pasado los europeos ya estaban
en otra cosa. No habían olvidado los horrores de la guerra y, fuera de
Alemania, de la atroz ocupación nazi, pero no querían regresaran anímicamente a
un momento clave de su propia historia, tratando los dilemas enfrentados por la
sociedad como si fueran los mismos que en la primera mitad de los años
cuarenta. Aquí, en cambio, parecería que los politizados se aferran al mito del
eterno retorno según el cual todo se repite y que, pensándolo bien, aún estamos
en 1976 cuando idealistas buenos luchaban contra oligarcas malísimos vendidos
al neoliberalismo respaldados por militares genocidas.
A los kirchneristas, encabezados por Cristina, les gusta
hablar, en tono admonitorio, de la importancia fundamental de “la Memoria”, con
mayúscula, pero lo que tienen en mente es algo muy diferente. Comparten con el
personaje totalitario de la novela 1984 de George Orwell la convicción de que
“el que controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el
presente, controla el pasado”.
Así, pues, los revisionistas oficiales han gastado miles de
millones de pesos para difundir una interpretación en buena medida ficticia de
la historia nacional con el propósito de justificar sus pretensiones y,
esperaban, lograr perpetuar la gestión kirchnerista. Desgraciadamente para
ellos, empero, el presente se les va de las manos y es muy poco probable que el
futuro sea suyo. Con todo, por ser la Argentina un país en que demasiados
intelectuales propenden a entregarse a los placeres dudosos de la autocompasión
colectiva, aún les quedan muchos fragmentos del pasado. Hasta que sean
apartados del camino, al país no le será del todo fácil salir del pantano
populista en el que se ve atrapado.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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