“La base de la desigualdad en América Latina
es la exclusión del sistema educativo”
Por Carlos Fuentes |
Los ricos de hogaño producen equipos electrónicos (Bill Gates, Sony, Silicon Valley). Esto es cierto y por eso hay que contrastarlo con los hechos. El abismo de la pobreza en los países del llamado tercer mundo se traduce en niveles decrecientes de educación.
Hay 900 millones de adultos iletrados en el mundo, 130
millones de niños sin escuela y cien millones de niños que abandonan sus
estudios en los grados primarios. Las naciones del Sur cuentan con el 60 por
ciento de la población mundial de estudiantes pero con sólo el 12 por ciento
del presupuesto mundial para la educación. En México, la tasa de escolaridad es
de seis años y medio. En Argentina es de nueve y en Canadá de doce. En la
secundaria y la preparatoria, sólo 28 de cada cien jóvenes entre los 16 y los
18 años reciben instrucción en México, y en las universidades, sólo el 14 por
ciento de los jóvenes entre 19 y 24 años alcanza ese nivel educativo. Y en el
posgrado, sólo el 2 por ciento de los egresados de las universidades hace
maestrías y un 0,1 por ciento doctorados. El tercer mundo sólo cuenta con el 6
por ciento de los científicos mundiales. Entre este número, sólo el 1 por
ciento son latinoamericanos. El 95 por ciento de los científicos pertenecen al
primer mundo.
El derecho a la educación, dice Nadine Gordimer, es un
derecho humano tan esencial como el derecho al aire y al agua. El mundo gasta
anualmente 800.000 millones de dólares en armamento pero no puede reunir los
6.000 millones al año necesarios para dar escuela a todos los niños del mundo
en el año 2010. «Tan sólo un uno por ciento de rebaja en gastos militares en el
mundo sería suficiente para sentar frente a un pizarrón a todos los niños del
mundo» (datos de Unesco y Banco Mundial). Un avión de caza para una fuerza
aérea latinoamericana cuesta tanto como ochenta millones de libros escolares.
La base de la desigualdad en América Latina es la exclusión
del sistema educativo. La estabilidad política, los logros democráticos y el
bienestar económico no se sostendrán sin un acceso creciente de la población a
la educación. ¿Puede haber desarrollo cuando sólo el 50 por ciento de los
latinoamericanos que inician la primaria, la terminan? ¿Puede haberlo cuando un
maestro de escuela latinoamericano sólo gana cuatro mil dólares anuales, en
tanto que su equivalente alemán o japonés percibe cincuenta mil dólares al año?
Soluciones. Fortalecer la continuidad educativa, la cadena
de pasos que impida los dramáticos vacíos que hoy se dan entre la educación
básica y la educación para la tecnología y la informática. Fortalecer el
magisterio.
No es posible exigirle al maestro latinoamericano cada vez
más labor y más responsabilidad, pero con salarios cada vez más mermados y con
instrumentos de trabajo cada vez más escasos. El futuro de América Latina se
ilumina cada vez que un maestro recibe mejor entrenamiento, mejora su estatus y
aumenta su presencia social. Además, en el acelerado pero aún difícil proceso
de democratización de nuestros países, el maestro tiene el derecho de todo
ciudadano de participar en política, pero también tiene una obligación más
exigente de ampliar en la clase el concepto de politización, más allá de la
militancia partidista, pero no por la vía de una abdicación o un disimulo, sino
mediante la inteligencia de que es en la escuela donde se implanta el concepto
de politización, trasladándolo del concepto de poder sobre la gente al de poder
con la gente. Hoy, la ampliación de la democracia en la escuela consiste en
saber qué es el poder; cómo se distribuye entre individuos, grupos y
comunidades; cómo se reparten los recursos de países ricos poblados por
millones de pobres; y entender que la militancia ciudadana no se limita a los
partidos, sino que se puede ejercer, efectivamente y en profundidad, desde la pertenencia
a clase social, sexo, barrio, etnia o asociación.
El capitalismo triunfó sobre el feudalismo porque multiplicó
oportunidades para la ciudadanía, empezando por la educación. Los capitalistas
latinoamericanos deben contribuir a la creación de bancos nacionales para la
educación en cada uno de nuestros países, con fondos y administración mixtas y
representación de la empresa, el Estado y la sociedad civil, que con espíritu
de justicia, de eficiencia y de provecho para todos los factores, invierta en
la base educativa del país, distribuya préstamos y también donaciones y becas,
tanto a los planteles más necesitados como a los más necesarios, desde las
escuelas rurales y artesanales a las de alta tecnología. Y desde luego, a la
universidad.
Creo en la universidad. La universidad une, no separa.
Conoce y reconoce, no ignora ni olvida. En ella se dan cita no sólo lo que ha
sobrevivido, sino lo que está vivo o por nacer en la cultura. Pero para que la
cultura viva, se requiere un espacio crítico donde se trate de entender al
otro, no de derrotarlo —y mucho menos, de exterminarlo: universidad y
totalitarismo son incompatibles. Para que la cultura viva, son indispensables
espacios universitarios en los que prive la reflexión, la investigación y la
crítica, pues éstos son los valladares que debemos oponer a la intolerancia, al
engaño y a la violencia.
En la universidad, todos tenemos razón pero nadie tiene
razón a la fuerza y nadie tiene la fuerza de una razón única.
Y en la universidad, aprendemos, al cabo, que nuestro
pensamiento y nuestra acción pueden fraternizar. Ciencias y Humanidades. Lógica
unívoca y poética plurívoca. ¿No caben, no se complementan, no florecen juntas
estas plantas en el terreno y bajo el techo de la universidad?
Pero la universidad es un estadio —el superior, sin duda— de
un proceso educativo que parte de la escuela primaria y se prolonga hoy en la
escuela permanente: la educación vitalicia. Repito: No hay progreso sin
conocimiento y no hay conocimiento sin educación. De allí que la educación, de
manera explícita, encabece hoy la agenda en todas las naciones del mundo, las
más desarrolladas así como las que se encuentran en vías de desarrollo.
Aceptemos, desde luego, que la cultura precede a la nación y
a sus instituciones. La cultura, por mínima y rudimentaria que sea, es anterior
a las formas de la organización social, a la vez que las exige. Distintas
formas de cooperación y división del trabajo han acompañado, desde el alba de
la historia, el desarrollo de las técnicas, la difusión de conocimientos y los
conflictos surgidos de las fricciones entre lenguas, costumbres y territorios,
entre la generosidad materna, que abraza a todos los hijos por igual, y la
necesidad paterna que los separa, designa primogénitos, divide la tierra, hereda
los bienes, instala poderes y establece la obligación de defender, preservar,
aumentar el patrimonio y ahuyentar al otro, al demonio, a la catástrofe
natural, al dios enemigo y a la muerte, vista como crimen original, como
asesinato divino. A lo largo de este proceso se van creando maneras de ser,
maneras de comer, de caminar, de sentarse, de amar, de comunicarse, de vestir,
de cantar y bailar. Maneras de soñar también. Todo ello conforma día a día una
cultura, creando lo que Ortega y Gasset llamó una constelación de preguntas a
las cuales respondemos con una constelación de respuestas. Éste es el proceso
de la cultura: preguntas y respuestas. Y añade el filósofo español: Puesto que
muchas respuestas son posibles, ello significa que muchas culturas han existido
y existen. Lo que nunca ha existido es una cultura absoluta, es decir, una
cultura que dé respuesta satisfactoria a todas las preguntas. Por ello, la
cultura y la universidad como eje de la misma aspiran, doblemente, a tener raíz
y vuelo, a tocar el piso local y a ascender al firmamento universal.
Radiquémonos pues, para empezar, en nuestro suelo, mexicano
y latinoamericano.
Y seamos francos: nuestra extraordinaria continuidad
cultural latinoamericana no ha encontrado aún, plenamente, continuidad política
y económica comparables.
Una nación, nos recuerda Isaiah Berlín, se construye a sí
misma a partir de las heridas que ha sufrido. Herida por sí misma y por el
mundo —conquista, colonia, revoluciones, imperialismo—, la América Latina, a
pesar de sus agravios, ha logrado crear naciones que, en lo esencial, mantienen
las fronteras de la época independentista y aun de la administración colonial:
no somos los Balcanes. No perdamos ni nuestra unidad nacional propia ni nuestra
fraternidad iberoamericana compartida, a fin de alcanzar, al cabo, una posición
internacional generosa y abierta, sin chovinismos ni xenofobias.
La base para todo ello es consolidar la identificación de
nación y cultura. La nación es fuerte si encarna en su cultura. Es débil si
sólo enarbola una ideología. Mi pregunta es ésta: ¿Puede la educación ser el
puente entre la abundancia cultural y la paucidad política y económica de la
América Latina? No, no se trata de darle a la educación el carácter de
curalotodo que le dimos a la religión en la Colonia (resignaos), a las
constituciones en la independencia (legislad), a los Estados en la primera
mitad del siglo XX (nacionalizad) o a la empresa en su segunda mitad
(privatizad). Se trata, más bien, de darle su posición y sus funciones precisas
en el proceso educativo tanto al sector público como al privado, sin satanizar
ni a uno ni al otro, pero sujetando a ambos a las necesidades sociales del
conjunto manifestadas y organizadas por el tercer sector, la sociedad civil.
La sabiduría clásica nos dice que de la diversidad nace la
verdadera unidad. La experiencia contemporánea nos dice que el respeto a las diferencias
crea la fortaleza de un país, y su negación, la debilidad. La memoria histórica
nos confirma, en fin, que el cruce de razas y culturas está en el origen de las
grandes naciones modernas. No hay educación latinoamericana que no atienda a
las particularidades nacionales y regionales del continente. Podemos confiar en
que de nuestra diversidad respetada nacerá una unidad respetable.
La educación, en todas partes, requiere un proyecto público
que la apoye. En su ausencia, la explosión de la demanda puede conducir a un
submercado de baja calidad para la población, aunque de alta rentabilidad para
sus dueños. Defendamos la educación pública.
Pero el proyecto público requiere la cooperación del sector
privado, que sin un proyecto público acabará marginando a sus posibles
consumidores, toda vez que no es concebible en ninguna parte del mundo mayor
producción sin mayor educación, ni mejores niveles de vida sin ambos.
Requiere también, me apresuro a añadir, el apoyo del tercer
sector, que incluye a buena parte del capital humano del país. A veces, donde
la burocracia es ciega, la sociedad civil identifica los problemas de la aldea
perdida, de la mujer que es madre y trabajadora, de barrio urbano donde habitan
«los olvidados» de Luis Buñuel: la favela, la villa miseria, la ciudad
perdida... La chabola.
Creo que la educación debe ser un proyecto público apoyado
por el sector privado y dinamizado por el sector social. Su base es la
educación primaria: que ningún hombre o mujer de dieciséis años o menos se encuentre
sin pupitre. Su meta es la educación vitalicia: que ningún ciudadano deje jamás
de aprender. La enseñanza moderna es un proceso inacabable: mientras más
educado sea un ciudadano, más educación seguirá necesitando a lo largo de su
vida. Su prueba —la prueba de la educación— es ofrecer conocimientos
inseparables del destino del trabajo. Educación artesanal para los reclamos de
la aldea, del barrio, de la zona aislada. Educación para la salud. Educación
para el ahorro. Todo esto nos exige la base social de nuestros países. Y
educación, en fin, para la democracia y en la democracia en la nueva latinidad
americana. Tenemos que activar las iniciativas ciudadanas, la vida municipal,
las soluciones locales a problemas locales, todo ello dentro de un marco legal
de división de poderes, elecciones transparentes y fiscalización de las
autoridades.
Nadie pierde conocimientos si los comparte.
Las culturas se influencian unas a otras.
Las culturas perecen en el aislamiento y florecen en la
comunicación.
La universidad está llamada, por su nombre mismo, a mediar
entre las culturas, desafiando prejuicios, extendiendo nuestros límites,
aumentando nuestra capacidad para dar y recibir y nuestra inteligencia para
entender lo que nos es ajeno.
En la universidad podemos abrazar la cultura del Otro a fin
de que los Otros puedan abrazar nuestra propia cultura.
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