Cristina puso la
organización preelectoral en manos de Zannini. Las chances de Scioli, Urribarri
y Randazzo.
Por Roberto García |
Habrá que repetirlo: la precocidad habitual de la política
argentina determinó que ya se vive, a 18 meses del traspaso electoral, como si
faltaran sesenta días para los comicios. No se adelanta la fecha, sí el
proceso. Hasta la propia Cristina, hostil a esta prisa exagerada que la
convierte en “pata renga” (una mujer con funciones, pero sin importancia o con
importancia sólo para la Justicia), debió sucumbir a la ansiedad –recordar que
castigaba a cualquiera que insinuara una aspiración, de Daniel Scioli a José
Luis Gioja– y por segunda vez en veinte días le ordenó a Carlos Zannini la
tarea de reorganizar la burocracia peronista, ese núcleo derrengado al que Ella siempre detestó.
Y alinearlo a sus
propósitos. Lo que significa, en principio, la defenestración de Daniel Scioli
como titular del partido y entronizar como reemplazante a Eduardo Fellner. Casi una broma de gusto
discutible para los entregados miembros del aparato: aunque ya no invocan el
ADN para aceptar autoridades, resulta humillante que al nuevo PJ lo dibuje un
“chinoísta” de origen, Zannini, y como máximo líder sea designado el gobernador
jujeño, que alguna vez firmó y pagó una solicitada en los diarios para jurar
que no había sido, no era ni sería peronista en toda su vida. Para que nadie se
confunda. Pero, claro, viene inducido por Cristina y, además, cuenta con el
respaldo de un justicialista más puro (por padre y hermano), su compañero de
estudios en la promoción 23 en el Liceo Militar General Paz, el hoy influyente
jefe del Ejército, general César Milani. A Zannini le agrada el personaje por
consejo de Milani, su segundo interlocutor en el Ejército (el primero es el
general Carena, jefe del Estado Mayor Conjunto), aunque hubiera preferido
designar a Gildo Insfrán en ese cargo, otro que como él integró en su juventud
la minúscula Vanguardia Comunista, de la
cual luego renegaron –por lo menos es lo que dicen quienes aún preservan el
legado de Mao– para hacer entrismo en el PJ y consolidar un retiro próspero si
fuese necesario. Todos transversales, oblicuos, de cuestionable escrupulosidad
ideológica, sobrevivientes de una raza en extinción: casi un documental para
Animal Planet.
Después de una multitud de señales que la comodidad del cargo no le dejaba ver,
tal vez Scioli habrá comprobado que él no será el candidato de Cristina. Al margen
de once años de historia desencontrada, lo sospechó con nitidez durante la
última huelga docente que amenazó derrumbarlo. Y lo confirma ahora con las
andanzas sucesorias de Zannini en el PJ. Sorprende, si así fuera, que ahora el
gobernador advierta ese desamor: ya la noche del primer festejo de los
matrimonios, en el Abasto, cuando logró la victoria junto a Néstor Kirchner, se
produjo un corte insalvable, social, cultural, de personalidad, aun en detalles
mínimos. Cuando, por ejemplo, los artistas que llevó entonces Scioli –tipo los
Pimpinela– irritaron a Cristina, figuras que no eran de su prosapia. “No son mi
gente”, pudo haber dicho, mientras los ofendidos debían susurrar sobre la
pareja santacruceña: “Ellos no son gente”. Habrá que observar si el dúo
Zannini-Cristina impulsa a Scioli para que descienda a competir en la ciudad de
Buenos Aires o si éste, aun con menor plafond de la Rosada, insiste en su
voluntad presidencial. Es que no aparece un legatario cristinista para
sustituirlo con galladura (al menos en las encuestas), aunque la mandataria le
endosó esa responsabilidad a su secretario legal y técnico, quien decididamente
promueve al entrerriano Sergio Urribarri para ubicarlo en el ballottage de 2015
(el ministro Florencio Randazzo, a pesar de ciertas mediciones, tampoco goza de
la preferencia de Olivos). Si pudo fabricar a Néstor, piensa, no debe ser tan engorroso
fabricar a Urribarri.
A pesar de estas fatigas oficialistas y secesionistas, los
sondeos reconocen por el momento a sólo tres candidatos y, como se vive en
virtual estado de elección, en campaña, parece difícil colar otro postulante
(ni siquiera asoma un candidato sustentable para la provincia de Buenos Aires
de ninguna fracción). Scioli, entonces, Sergio Massa –más avanzado en la
opinión pública– y Mauricio Macri, siempre que haya sol y lluvia al mismo
tiempo (reflexión sobre la complejidad de la entente que pretende constituir
con radicales y progresistas). Massa se encumbró desde el lugar que muchos
desmerecían, la diputación, al revés de
los otros dos, que por disponer roles de gestión se imaginaban más dominantes.
No fue formal el ascenso, sobre todo el año pasado, cuando exhibió coraje
inusual en la política: 1. desafiando al peronismo y fue por su cuenta a las
elecciones (parece que José Manuel de la Sota hará lo mismo con el sello de la
Democracia Cristiana en proximas primarias).
2. Enfrentó al implacable kirchnerismo en el poder con una
tribu de arriesgados desconocidos. En estos dos meses lo bendijo otra lotería:
su oposición a la reforma del Código Penal propiciada por Cristina, Macri, los
radicales, Scioli y los socialistas. El triunfo solitario no se congeló, tuvo
la fortuna de que le otorgara más consistencia y multiplicación el
histeriquismo del juez de la Corte (por no hablar de Jorge Capitanich y sus
apariciones patéticas), Eugenio Zaffaroni, quien en principio se olvidó que
Massa había sido alto funcionario kirchnerista y protector de su admirado Amado
Boudou, descalificándolo con un lenguaje adocenado ya en los mediados del siglo
pasado, acusándolo de “vendepatria” y de estar con Braden y no con Perón, como
si el Gobierno no hubiera sido el que firmó el último contrato secreto con
Chevron (descendiente de aquella Standard Oil vinculada al mítico embajador
norteamericano) y existiera tan sólo un justicialista de 40 años que, al ver la
foto del millonario “búfalo” Braden pudiera distinguirlo, identificarlo o
conocer su biografía, ni siquiera con ayuda de un multiple choice. Más bien, en
todo caso, por apariencia lo confundiría con un dirigente de la AFA o un
vicegobernador provincial.
Zaffaroni, de gigantesco ego penal, no tolera haber perdido
políticamente con alguien que se recibió a duras penas de abogado a los 40
años. Y su pretensión cristinista en política pareció refugiarse en la
divinidad pública a la señora. Magro esfuerzo cuando, al revés, se cruzaba con
quien no dudó en privilegiar a un radical como Gustavo Posse frente a su propia
suegra, Marcela Durrieu, en el distrito de San Isidro, a la que ve todos los
domingos con las pastas y de quien todo el cuerpo legislativo de la época
reconoce como mucho más belicosa que Cristina Fernández. Y fue cierto.
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