Por Tomás Abraham (*) |
Los hechos que suceden en Venezuela y Ucrania son espejos
en los que nuestro país puede mirarse. Por supuesto que más en el primero
que en el segundo.
Más allá de las diferencias que separan la historia, la geografía y las
lenguas de estos países, los dos viven un fenómeno que los acerca. Los antiguos
griegos lo llamaban stasis. Se trata de la guerra civil.
A diferencia del polemós o guerra tradicional, cuando estalla la lucha
fratricida entre los habitantes de una misma ciudad o polis sobreviene la
catástrofe y nada queda en pie.
Mientras en la guerra convencional se respetan reglas, como la de que un
monarca no puede invadir un territorio cuando tiene de huésped a su regente, en
la stasis todo se permite. Es la anarquía en la masacre, se degüella a
civiles, se violan mujeres, se asesinan niños.
Esto no quiere decir que en el caso de los dos países referidos se vayan
a cometer estas atrocidades, pero tampoco se tienen garantías de que este tipo
de exterminación de personas y de demolición de bienes no pueda acontecer
jamás.
Hace poco y también en nuestros días, sin evocar los
genocidios del siglo XX, desde Bosnia a Sudán y Damasco
acontecimientos de destrucción masiva entre habitantes de una misma comunidad
están presentes en la actualidad política.
Se trata de fenómenos de descomposición intestina que no por eso dejan
de padecer el dominio de las potencias hegemónicas que participan y promueven
el resquebrajamiento del sistema y la partición territorial. Ocurrió en la
antigua Yugoslavia, en Libia y en Siria a veces con bombardeos e
invasiones, otras con mercenarios, pertrechos y confabulaciones.
En el caso de Ucrania, la
intervención de Rusia es explícita, y los intereses de las potencias
occidentales en su integración a la Unión Europea no son un secreto.
En lo que respecta a Venezuela, la división de la sociedad y los
fenómenos de violencia que se viven son la consecuencia de proyectos políticos
antagónicos que no tienen mediaciones institucionales consistentes ni encuentra
factores de equilibrio en la sociedad civil. Ni Cuba ni los EE.UU, ni ninguna
potencia extranjera son determinantes en la dirección que toman los
acontecimientos políticos y los riesgos de disolución nacional.
Mucho se puede discutir acerca de las razones que llevan a una sociedad
integrada a descomponerse. Algunos sostendrán que la división política
siempre existió y que la legitimidad supuestamente unificada era una
ilusión.
Se argumenta que el simulacro de unidad y paz podía sostenerse mientras
la dominación de una facción parecía incuestionable, y una vez que los
sometidos se sublevan desenmascaran lo que subyace al orden legal.
Se sentencia que hay sangre debajo de la letra, un poder que se reviste
de ley, armas y dinero por detrás de la mascarada parlamentaria, que el estado
de excepción determina el funcionamiento legal, que la política recién
comienza cuando estallan las instituciones; todas estas consignas
demisticadoras del tradicional orden republicano han sido la base alimentaria
de sectores de la cultura y de la educación que citan una amplia gama de
pensadores que van de Carl Schmitt a Jacques Rancière.
Sin adherir necesariamente a estos postulados, a veces líricos, otras
tenebrosos, a pocos se les ocurriría negar que el poder económico existe, que
la desigualdad social es un hecho más allá de los expertos en coeficientes de
Gini, como también es una realidad que jamás existió una sociedad de una
justicia absoluta salvo en la mente de los profetas del Antiguo Testamento.
La aporía de las identidades. No existe una receta para que un sistema social
que funciona sobre la base de conflictos –no se ha conocido sociedad armónica
basada en la igualdad universal en la historia de la civilización– evite la
disolución de los lazos que lo unen en una entidad mayor hoy llamada “nación”.
A pesar de que no hay tal prescripción, podemos meditar sobre dos
aspectos que hacen que una sociedad mantenga su unidad a pesar de sus
antagonismos, que al ser cuestionados remueven los cimientos sobre los que se
apoya su integridad.
Uno es la Constitución y el otro tiene que ver con la identidad. No se
trata de hacer juridismos sino de recordar que la llamada Acta Magna es el
pacto fundamental por el que una comunidad decide un modo de convivencia, es
decir, un sistema de reglas que prescribe a cada uno la forma de vivir entre
semejantes.
Se compone de leyes y se delega en una institución específica para que
se cumpla con sus requisitos: la Corte Suprema.
Cuando se pone en discusión la legitimidad de la Corte y se la acusa de
responder a intereses privados, todo el sistema de convivencia está en tela de
juicio. También se la puede cuestionar de un modo indirecto mediante
continuos proyectos de reforma constitucionalconfeccionados a la medida de
parcialidades políticas, o en la promulgación de nuevos códigos penales o
civiles que no se fundamentan en la necesaria adecuación del orden legal a los
cambios históricos, sino que responden a intereses sectoriales.
Respecto de la identidad, el resquebrajamiento de los vínculos entre
sujetos políticos que conforman una comunidad no es la consecuencia de la
carencia identitaria sino, por el contrario y aunque parezca paradójico, de su
búsqueda en un origen común reconocible.
Me explico recurriendo a ejemplos históricos. En los tiempos de la
Inglaterra Isabelina –época del Gran Bardo que cumplirá en dos meses quinientos
años de reino literario– y antes de que se constituyera en un Imperio, se vivió
un curioso problema identitario. Nadie sabía en qué creer, en quién creer, en
qué momento creer ni a qué creencia remitirse. Enrique VIII rompió con Roma e
impuso el exótico anglicanismo; su hija María, católica, reforzó los lazos con
el papado; la sucesora, su media hermana Isabel, instaló el orden
político-religioso de la Reforma.
La ideología religiosa no coagulaba en un dispositivo político
legitimado de una vez por todas, y el velo sobre la letra chica del sistema de
obediencias generaba un temor difuso.
Estos avatares no sólo se circunscribían a los vaivenes de la monarquía,
sino que tenían consecuencias notables en la conducta de los súbditos. Como
nadie quería ser perseguido o condenado por infiel o hereje, y como la
vigilancia no cejaba desde una cúspide que variaba de dogma, todos debieron
aprender el arte del travestismo religioso.
Los judíos era duchos en esta técnica ya que en su inmensa mayoría, para
no ser expulsados o muertos, se convirtieron al cristianismo. Se los
llamaba “marranos”.
La Inquisición se organizó para detectar si el judío converso era un
auténtico cristiano o un disfrazado que ocultaba su fidelidad al antiguo credo.
No había rasgos físicos ni conductas visibles que señalaran la identidad de un
anglicano, un calvinista, un católico, un puritano, un jesuita o un judío. Todo
dependía de las confesiones de cada uno, y estos sinceramientos se adecuaban al
interpelador.
Un peronismo isabelino. La cacería de identidades no tenía fin y terminó
en las llamadas “guerras de religión”, en las que fue masacrada la tercera
parte de la población europea. El fin de la carnicería terminó por agotamiento,
sangría sin fin, y por un pacto político que se materializó en actas de
tolerancia. Lo que contaba ya no era la identidad sino el diagrama de
diferencias, reciprocidades y singularidades inviolables en el seno de una
comunidad. Se promulgó el hábeas corpus, se garantizó la libertad de expresión
y se dispuso que la fe religiosa fuera ajena a las políticas de Estado.
Cuando el terror político se inicia, el problema de la identidad puede volverse acuciante, o al revés, cuando la identidad divide a fieles de traidores, el terror está por comenzar.
Cuando el terror político se inicia, el problema de la identidad puede volverse acuciante, o al revés, cuando la identidad divide a fieles de traidores, el terror está por comenzar.
Robespierre, al ver que la revolución no concretaba sus sueños, se puso
en campaña para perseguir a los hipócritas. Procedimiento bastante más
complejo que un control de precios. Los partes de noticias de
Ucrania nos hablan de una particular confusión identitaria en la que
participan musulmanes, católicos, judíos de Kiev, neonazis,
cristianos ortodoxos, nostálgicos de la Panrusia, anarquistas, marginales
sin etiqueta y liberales republicanos. Todosucranianos.
Venezuela se encuentra en el umbral de la
discriminación entre falsos y auténticos bolivarianos y entre traidores y
patriotas. Pero nada de lo antedicho nos tiene que resultar tan
extraño a nosotros, los argentinos. Tanto el sistema de convivencia basado en
leyes –desde el establecimiento de derechos, obligaciones y garantías, a
la seguridad jurídica y la vigencia de los contratos– como la distribución de
identidades, que pasa por sucesivos revisionismos y resignificaciones oportunistas,
siempre han sido un particular problema sin que lleguemos a resolverlo.
¿Por qué no pensar que la identidad llamada “peronismo” no deja de ser
otro ejemplo isabelino? Cómo distinguir a un peronista auténtico de otro que se
hace pasar por tal? Si, de acuerdo con sus portavoces, el kirchnerismo es
la última etapa del peronismo, ¿cuál será el rasgo diferencial de la primera
etapa del kirchnerismo poscristinista? ¿Quiénes serán los ungidos y quiénes los
demonizados entre los herederos del legado nacional y popular en su última
versión?
Sin duda, la cuestión identitaria jamás ha sido simple entre
nosotros, y más complicada se hizo desde los llamados maravillosos 70 y
abominables 90 –entre formaciones especiales con bombas y secuestros y
relaciones carnales que el mencionado Shakespeare ya había anticipado en la
comedia que trata de carnes y deudas–, como también se ha vuelto indescifrable
nuestro sistema de convivencia desde la última debacle institucional de 2001.
Mientras aquello que aconteció en los comienzos del tercer milenio se
interprete como la última gesta emancipatoria del pueblo argentino; mientras
pensemos la política como una misión redentora a cargo de cruzados leales a un
fundador; hasta que el respeto a la Constitución dependa de actos
eleccionarios y relaciones de fuerza siempre contingentes; o se
confunda divergencia con psicopatía por la que siempre se habla del odio de
otros para ejercer el propio, ese espejo donde mirarnos, mencionado al comienzo
del texto no dejará de reflejar un futuro posible
(*) Filósofo
| www.tomasabraham.com.ar
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