Al oponerse a la
reforma de la ley penal, Massa conmovió a la política. Pero no hay que dejarse
llevar por lo que parece.
Por Roberto García |
Para el mercado diario de la política, Sergio Massa sacó
ventajas al ubicar un cañonazo en la línea de flotación del resto de los
partidos y se perfiló, en forma independiente, como un aspirante más reconocido
para 20l5. Simplemente, expuso cierta impresión callejera sobre el drama
creciente de la inseguridad atribuida a la mano blanda, al garantismo pregonado
de ciertos personajes –singularmente, un laissez faire que rechazan en otros
rubros– y, aprovechando ese reflejo popular, conmovió sobre todo al universo
oficialista al plantear, en el vértice de su campaña, una consulta popular
sobre la reforma al Código Penal.
Una apelación al “no” contra el borrador que
habían urdido hombres proclives al Gobierno, especializados, como Raúl
Zaffaroni y León Arslanian, junto al radical del mismo gremio Ricardo Gil
Lavedra, y la candorosa cercanía testimonial de un legislador PRO, Federico
Pinedo, abogado por supuesto.
La jugada publicitaria de Massa irritó a Cristina y varios
de su entorno salieron a reparar el bombazo y a descalificar al ex intendente,
encabezados por el polifacético Sergio Berni y seguidos en ira por una ristra
connotada que alcanzó ebullición con el propio Zaffaroni, quien mandó al
crítico dirigente “a leer los libros, que no muerden”, en clara referencia y
homenaje a un cómico radial del siglo pasado que seguramente lo deleitaba en
los 50. Aristocrática y despreciativa alusión, por otra parte, contra alguien
(letrado tardío y sin ejercicio) que, en apariencia, carece de una formación
suficiente frente a la versación jurídica del propio mentor intelectual de la
Corte Suprema.
El impacto de Massa también sacudió a Mauricio Macri, quien
había avalado el presentismo de Pinedo a esa craneoteca de juristas penales
que, de acuerdo al advenedizo objetor, le prepararon un traje a medida del
Gobierno para encumbrar a la Presidenta en su rol napoleónico de modificar dos
códigos sustanciales del derecho, olvidándose de los temores que padecen los
ciudadanos frente a la criminalidad, el narcotráfico y el robo.
Gracias a Pinedo, Macri se sintió integrante de una
asociación lícita pero cuestionable, no exactamente el lugar que desea para sí
mismo como candidato presidencial. De ahí que, sin reprobar a Pinedo, saliera a
pedir la inoportunidad de la reforma. Y en la misma exposición quedó la UCR por
obra y gracia de Gil Lavedra, tutor en su momento de Raúl Alfonsín, devoto de
Carlos Nino, antecedente de Zaffaroni en la profesión –al menos para una
opinión poco informada, inculta, sin duda periodística–, legislador que también
subvaluó a Massa como profesional en la materia y lo derivó al incinerador, con
la excusa de que era un político atrevido y ambicioso, como si él formara parte
de un coro vienés y no proviniese de la ambición y el atrevimiento políticos.
Sorprende el huracán que produjo Massa en el avispero de los
partidos, en la hermética secta de los penalistas, en el corazón mismo de
Cristina. Y, especialmente, sorprende cuando en rigor el hombre de Tigre
expresa lo mismo que habitualmente expresa la mandataria.
En más de uno de sus últimos discursos, cambiante con la
trayectoria original relatada por el kirchnerismo, que ignoraba hasta la
utilización de la palabra “inseguridad”, Cristina por fin se apropió del
latiguillo “los forajidos entran por una puerta y salen por la otra”, como
forma de manifestar preocupación con el tema. Esa misma expresión de la puerta
giratoria, con décadas de historia que hasta se desconoce a su autor, es la que
despliega Massa en su cuestionamiento a la reforma del Código Penal. Repite el
estribillo. O sea, piensa igual que Cristina, que Macri y que algunos radicales
eventualmente. Coinciden en que la responsabilidad de cierto caos social se
origina en los jueces y en los orificios de un código de 1921 que, tras la
reforma y según Massa, se convertirán en huecos favorables para el crimen,
agujeros negros del derecho.
Sin embargo, es medianamente público que los jueces
simplemente actúan –posiblemente en forma inepta, quizás interesadamente en
algunos casos– luego de que los hechos delictuales ocurrieron, y aplican la
norma que les entregaron los legisladores políticos. No son el origen del
estropicio moral, más allá de su participación o aptitud para corregirlo o
incrementarlo. Y de las confusiones que, por ejemplo, induce el propio titular
de la Corte, Ricardo Lorenzetti, cuando apostrofa sobre lo que se debe hacer o
reitera conceptos de peluquería tipo “el narcotráfico afecta el Estado de
derecho”.
En rigor, la decadencia del país en materia de seguridad
arrastra años de incompetencia política, de pasividad y desidia ante fenómenos
de extrema pobreza, cultivo de mafias, descontrol técnico en Migraciones para
habilitar ingresos sospechosos, desatención de los regímenes penitenciarios,
presupuestos exangües y asociaciones entre gobiernos y delincuentes. Si asombra
que Massa, diciendo lo mismo que sus rivales políticos, genere tanto revuelo y
se perfile como un distinto de esa cofradía, no menos alelado puede quedar el
ciudadano cuando el propio Massa, el Gobierno y los otros partidos también
propician una acción común: la dispersión del ejercicio policial, la
distribución autónoma del poder a favor de responsables menores, la ley en
manos de un intendente.
Se altere o no el Código Penal (lo cual no sería impropio
para un texto vasto, añejo y superpuesto), si una conducción restringida no da
pie con bola por fallas y corrupción, es de imaginar el desparramo que
provocará el traslado de jerarquías y responsabilidades en nuevos feudos
establecidos, más fáciles de comprar. Hay ejemplos varios en el exterior: basta
ver los asesinatos masivos en algunos estados de México.
El problema no parece estar en la letra de un código.
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