Fallece a los 81 años
el primer presidente del Gobierno de la democracia, que dirigió el cambio de un
Estado dictatorial hasta la democracia.
Adolfo Suárez, primer presidente de la democracia española luego de la dictadura franquista. |
Por Joaquín Prieto Madrid
Fue el coraje hecho persona y el más firme defensor de los
valores del diálogo y del consenso. Pero por encima de todo, Adolfo Suárez
González, que ha fallecido este domingo 23 de marzo a los 81 años tras una
larga enfermedad neurodegenerativa, entra en la Historia por haber dirigido un
auténtico cambio en el curso de los asuntos públicos de España, que transitó
desde el Estado dictatorial hasta la democracia constitucional en solo dos años
y medio, a pesar de la intensidad de los esfuerzos de la extrema derecha y del
terrorismo de ETA y del GRAPO para impedirlo, y de las conspiraciones de
franquistas atrincherados en el inmovilismo.
El portavoz de la familia, Fermín Urbiola, con la cara
desencajada ha hecho el anuncio oficial a las puertas de la clínica Cemtro de
Madrid ante los medios congregados. Urbiola, en un breve parlamento, ha tenido
que improvisar la confirmación de la muerte del expresidente y ha dado las
gracias en nombre de la familia, informa Fernando J. Pérez.
Un golpe de timón del rey don Juan Carlos fue precisamente
lo que desbloqueó el camino de una reforma política que tuvo muchos padres.
Suárez había redactado una hoja de ruta de la futura democracia, “unas
cuartillas” que puso en manos del Rey en el mayor de los secretos, según afirma
su círculo íntimo. Esa versión contrasta con las Memorias póstumas de Torcuato
Fernández Miranda, el maduro profesor que ofició de mentor político de don Juan
Carlos en sus primeros años como Rey, en las que se atribuye a sí mismo el
papel de diseñador de la Transición. Líderes de la izquierda, como Felipe
González y Santiago Carrillo, también participaron de lleno en las decisiones de
la Transición, y aunque más tardíamente, también hay que reconocer el papel de
Manuel Fraga.
Pero lo cierto es que nada hubiera sido posible si Suárez,
al frente del segundo Gobierno del Rey, hubiera titubeado o se hubiera atascado
en la conducción del proceso durante el año escaso que transcurrió entre su
nombramiento como jefe del Gobierno y las elecciones del 15 de junio de 1977.
Decidió una primera amnistía de presos políticos, disolvió el Movimiento
Nacional, legalizó a los partidos que pugnaban por la democracia; socialistas y
comunistas contuvieron a los más radicales y Suárez se fajó para que las
estructuras franquistas se hicieran el haraquiri, como un general que tuerce el
brazo a sus tropas, siempre por el procedimiento "de la ley a la
ley". De ahí la inquina que le guardaron los elementos inmovilistas.
Don Juan Carlos despidió a Carlos Arias, su primer
presidente del Gobierno, el 30 de junio de 1976. Este no había presentado la
dimisión, pero tampoco se resistió. En las jornadas sucesivas, Fernández
Miranda maniobró para hacer posible que los consejeros del Reino incluyeran el
nombre de Suárez en el trío de propuestas para nuevo presidente
("terna", en la jerga de la época). Era un asunto delicado porque,
según la legislación de la dictadura, el jefe del Estado solo podía designar a
uno de los tres que le propusiera aquel órgano dominado por franquistas de toda
la vida. De ahí la habilidad con que Fernández Miranda condujo las
deliberaciones para que el nombre de Suárez figurase como si fuera de relleno.
Al término, anunció: "Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha
pedido", sin especificar en qué consistía. El secreto se guardó hasta el
día en que el Monarca convocó a Suárez a La Zarzuela para pedirle "el
favor" de aceptar la presidencia del Gobierno. Y al futuro conductor de la
Transición solo se le ocurrió esta primera respuesta: "¡Por fin!".
Suárez contaba entonces con 43 años. Criado políticamente en
el Movimiento Nacional (el partido único de Franco, un magma de falangistas,
sindicalistas verticales y cargos públicos), llevaba nueve dedicado a la
política. Había comenzado como procurador en Cortes (hoy, diputado) por Ávila,
su provincia natal, hasta desempeñar la secretaría general del Movimiento en el
primer Gobierno del Rey. Una trayectoria con poco brillo y demasiada juventud
para la élite intelectual y funcionarial de la época, que compartió con la
oposición clandestina, sin quererlo, la impresión de que el Rey había cometido
el error de su vida.
"Obrad sin
miedo"
Eso dijo el Rey en la primera reunión del Consejo de
Ministros formado por Suárez, según testimonio de su entonces vicepresidente,
Alfonso Osorio. No habían transcurrido dos semanas desde la designación cuando
el nuevo Ejecutivo anunció la celebración de elecciones en menos un año, y se
fijó el plazo máximo del 30 de junio de 1977. Abandonada la titubeante reforma
política del Gobierno anterior, el nuevo proyecto pasaba por establecer un
objetivo más claramente democrático. La base para ello salió del cerebro de
Fernández Miranda, lo que él mismo llamó el documento "sin padre".
Por corto que parezca ahora el objetivo, se trataba de elegir un Parlamento por
sufragio universal, por primera vez desde 1936. Para conseguirlo era necesario
que las Cortes franquistas lo aprobaran por mayoría de dos tercios. En el
intento de salvar obstáculos, Suárez protagonizó el 8 de septiembre una reunión
con el alto mando militar de la que salió la versión de que el presidente había
prometido no legalizar al PCE. Por eso cuando lo hizo, nueve meses más tarde,
una parte del alto mando se sintió traicionado y le pareció pretexto suficiente
para protagonizar un conato de rebelión.
Primero fue la ley de reforma política, negociada no con la
oposición ilegal -aunque se le tuvo al corriente- sino con Alianza Popular, el
grupo que acababa de fundar Manuel Fraga y que contaba con 200 procuradores en
las Cortes franquistas. El 18 de noviembre de 1976, una gran mayoría de
procuradores en Cortes (425 a favor, 59 en contra, 13 abstenciones) aprobó la
ley que autorizaba al Gobierno para convocar elecciones a Congreso y Senado,
salvo 40 senadores reservados a la designación del Rey. Inmediatamente se
convocó un referéndum de ratificación, que contó con una participación del 77%
(pese a la abstención solicitada por la oposición), de los cuales votó a favor
el 94%.
Suárez consiguió una gran victoria tras torcer el brazo a
sus propias tropas. Ese triunfo reforzó al presidente del Gobierno frente a
Fernández Miranda, que se había limitado a actuar en la sombra. Ahí comenzó el
distanciamiento entre los dos. Suárez tomó decididamente las riendas de la
negociación de las condiciones en que iban a celebrarse las primeras
elecciones, la legalización de los partidos clandestinos (no todos, pero sí los
que se suponía más potentes) y los preparativos para las urnas. El terrorismo
de ETA, de los GRAPO y de la extrema derecha se abatió sobre el incipiente
proyecto democrático, pero eso no impidió la legalización de los principales
grupos de izquierda que iban a ser la base de la estructura política del Estado
reformado. El 9 de abril de 1977 quedó legalizado el Partido Comunista, poco
después de que fuera retirado el gigantesco yugo y las flechas instalado en la
madrileña Alcalá 44, la sede del partido único (hasta entonces).
El 11 de abril dimitió el ministro de Marina, almirante Pita
da Veiga, y el 12 se produjo la reunión del Consejo Superior del Ejército que
expresó la "repulsa general" a la legalización del PCE "en todas
las unidades del Ejército". La publicación de este comunicado militar
coincidió con la primera reunión pública del PCE en Madrid, que trató de
contrarrestar la movida militar colocando la bandera rojigualda en la misma
sala donde estaba la bandera roja. Su secretario general, Santiago Carrillo,
hizo una ostensible declaración de reconocimiento a la Monarquía. La mayoría de
la prensa, que en enero había publicado un editorial conjunto contra la
desestabilización, volvió a difundir otro en abril, No frustrar una esperanza,
en defensa de la democracia y de la neutralidad de los militares.
El presidente del Gobierno confirmó la voluntad de ir a las
elecciones. Él mismo quiso competir en ellas: carecía de partido político
alguno, pero desembarcó en una coalición de 14 grupos (democristianos,
liberales, socialdemócratas) que pululaban bajo el nombre de Centro Democrático
y, sobre la base de desplazar a su figura principal, José María de Areilza, se
alzó con el mando de la improvisada UCD. También entró ahí mucha gente suya, a
la que se llamó los azules por el color de la camisa falangista. De la campaña
a las elecciones de 1977 data una de sus frases más famosas, "puedo
prometer y prometo", sugerida por su colaborador Fernando Ónega.
Bipartidismo
imperfecto
Los resultados del 15-J diseñaron aquel "bipartidismo
imperfecto" que perdura todavía, con un partido dominante pero sin mayoría
absoluta (UCD) que obtuvo 166 diputados, en todo caso muchos más que la Alianza
Popular de Manuel Fraga, que se quedó en 16. Mientras, el PSOE se alzaba con la
hegemonía de la izquierda, 118, frente al PCE de Santiago Carrillo, que logró
19. La coalición nacionalista de Jordi Pujol obtuvo 11 y el PNV, 8.
Sin mayoría absoluta, pero al frente de la fuerza dominante
(UCD), Suárez se lanzó en múltiples direcciones. Por una parte trató de
reforzar su autoridad sobre UCD, empujando a sus diversos partidos hacia la
disolución a favor de la unidad, apoyándose para la tarea de gobierno en un
número dos de confianza, Fernando Abril Martorell. Por otra, reconoció la
legitimidad de la Generalitat de Cataluña en la persona de su presidente en el
exilio, Josep Tarradellas. Y al tiempo, lanzó a la arena pública el invento del
"consenso", cuyo primer fruto fueron los pactos de la Moncloa (otoño
de 1977), que reunieron a un amplio abanico de partidos y sindicatos en un
acuerdo frente a la crisis económica.
La Constitución fue el segundo fruto del consenso. Fue
elaborada a lo largo de 1978, mientras la derecha y parte de los centristas
rechinaban contra Suárez, su poder y su actitud presidencialista. El malestar
militar iba en aumento y el terrorismo etarra dejó bien claro su intento de
acabar con la incipiente democracia. En esas condiciones se cerró el acuerdo de
la Constitución y se celebró el referéndum por el que se aprobó, el 6 de
diciembre de 1978.
Ni la participación en el referéndum fue demasiado elevada
(67%) ni se consiguió el apoyo del PNV al texto constitucional, que optó por la
abstención en el País Vasco. En todo caso, se consideró un gran triunfo haber
llegado a promulgar una Carta Magna elaborada con participación activa de la
derecha (AP), el centroderecha (UCD), el socialismo, el comunismo y el
nacionalismo catalán. Pero ahí se acabó el consenso. A partir de ese resultado
compartido, cada sector político decidió continuar su propio camino. El
presidente disolvió las Cortes constituyentes, convocó nuevas elecciones y
volvió a ganarlas en marzo de 1979, en términos similares a las precedentes:
sin mayoría absoluta, pero otra vez en posición dominante.
El tren se atasca
El resultado de las elecciones de 1979 marcó una ruptura
nítida entre Adolfo Suárez y el grupo socialista situado en torno a Felipe
González, cargada de consecuencias para el futuro. Suárez cerró la campaña
electoral con una intervención televisada en la que atacó al PSOE como un
defensor del "aborto libre", "la desaparición de la enseñanza
religiosa" y "una economía colectivista". Felipe González le
devolvió la pelota en la sesión de investidura de Suárez, exhibiendo su pasado
en el Movimiento Nacional. Un año más tarde, la moción de censura socialista
contra Suárez no obtuvo votos suficientes para derribarle, pero le fragilizó.
Las posiciones dentro de UCD se dividieron; la ley del divorcio y la del
Estatuto de Centros Docentes tropezaron con la oposición interna de los
democristianos. La opinión publicada de la época usó las palabras desilusión y
desencanto para referirse a la situación del país en 1980. El ambiente de
confusión y malestar caló en la opinión pública, que retiró rápidamente el
apoyo a Suárez, según las encuestas de la época.
Si la clave del consenso había sido una reforma democrática
compartida por la derecha civilizada, la izquierda y el nacionalismo catalán, a
finales de 1980 el presidente del Gobierno ya no tenía fuerza para convencer a
los barones de su propio partido. Las conspiraciones militares y cívico-militares
avanzaban a buen ritmo. Los principales banqueros presionaban a parte de UCD
para que abandonara a Suárez —que acaba de implantar una política fiscal digna
de tal nombre—. "Querían que nos incorporásemos a la derecha pura y dura,
es decir, al grupo de Alianza Popular", ha explicado el democristiano
Fernando Álvarez de Miranda en sus Memorias. El trato entre el Rey y Suárez se
enfrió: el presidente quería ser el responsable constitucional de un Rey que se
le escapaba, fiel a la idea de que prefería atribuir los éxitos del Gobierno a
la Corona y sus fracasos, al propio Gobierno. Y el terrorismo etarra continuaba
su tarea de demolición implacable de la confianza en la democracia.
A finales de enero de 1981, Adolfo Suárez decidió tirar la
toalla y renunció a la presidencia del Gobierno. Esto aceleró el nerviosismo de
los implicados en las diversas conspiraciones militares en marcha. Desconocedor
de lo que se tramaba, asistió como presidente dimisionario a la segunda y
definitiva votación de investidura de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, el 23
de febrero de 1981, cuando el entonces teniente coronel Antonio Tejero asaltó
el Congreso al frente de cientos de guardias civiles. Ahí resurgió el mejor
Suárez, el hombre arrojado que se enfrentó a los asaltantes sin más respaldo
que el de su valor personal frente a las armas sublevadas.
Salió prestigiado de aquella prueba, pero en realidad fue su
canto del cisne: el animal político de raza intentó recuperarse y ya no pudo.
España dejó caer al líder genial, considerando que su tiempo había pasado y
otros protagonistas pugnaban por abrirse paso. Todavía construyó otro partido,
el Centro Democrático y Social (CDS), pero los resultados fueron mediocres.
Suárez se retiró del primer plano de la política en 1991 y se refugió en un
discreto despacho profesional como abogado. En 2003 empezó a sufrir los
síntomas del Alzheimer y la noticia, mantenida en la discreción por su
primogénito, Adolfo, se hizo pública 1 de junio de 2005.
Y a partir de entonces todo han sido homenajes y
reconocimientos al estadista, al hombre adecuado en el momento oportuno,
sublimado en la consideración pública por la nostalgia de un tiempo en que los
conflictos políticos se resolvían por el diálogo y la negociación, en una
España donde la crispación era de los extremismos y no afectaba a las
corrientes centrales de la política. En todo caso, nadie puede regatearle
méritos a Adolfo Suárez en la obra de haber conducido el tren de la Transición
sin que descarrilara. Y sin conocer la vía por la que circulaba. Como recuerda
su biógrafo Juan Francisco Fuentes, Adolfo Suárez había dicho que no había
modelos nacionales o internacionales que pudieran servir de falsilla para la
transición española, y por eso dijo: "Nosotros
fuimos nuestro propio antecedente".
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