A 72 años de su
muerte, el 28 de marzo de 1942.
Miguel Hernández recitando en Orihuela. Su firma. |
Por Nelson Francisco
Muloni
Miguel Hernández, el que decía que su casa estaba siempre “pintada,
no vacía”, murió vanamente encarcelado y enfermo de tuberculosis, en 1942. La
Guerra Civil Española se estaba llevando en los fusiles, en el destierro o en
las cárceles, toda la vertiente de la poesía.
La muerte de Miguel Hernández, como decía el historiador Ian
Gibson, “es un símbolo de una España que
pudo ser y no fue”. Porque junto a Miguel estaban las caídas de Federico García
Lorca, miserablemente fusilado “en su Granada” y enterrado en una incomprensible
zona de olvido; de Antonio Machado, que nunca pudo regresar y se extinguió en
Colliure, “ligero de equipaje” y lleno de tristezas, como Juan Ramón Jiménez,
que realizó una inútil campaña en Estados Unidos para intentar conseguir ayuda
para el Gobierno republicano que se desangraba y murió os años después de
recibir el Premio Nobel de Literatura, “solo y sumido en la depresión”.
Miguel Hernández convivió con ellos y fue la gran voz de la
libertad y sus ojos, fueron la mirada del amor y el camino que otros debían
seguir.
Miguel nació en Orihuela (“su pueblo y el mío”), en el
Levante español un 30 de octubre de 1910. Se crió en el campo, junto a las
cabras que aprendió a cuidar y ordeñar para repartir la leche que alimentaba a
su gente mientras los poemas comenzaban a tomar forma en su corazón y en su
cabeza. Para él, todo era misterio: desde la tierra, con todas sus pequeñas
creaciones, hasta la enorme pasión del cielo y las estrellas, que lo asombraban
de vida.
Lee, lee mucho durante su adolescencia y se hace amigo de
Ramón Sijé, propietario de una pequeña panadería donde se reúnen algunos
hombres de letras. Y allí se abren sus manos regando de semillas el campo de
verbos y adverbios que han de embellecer su poesía posterior.
Se acerca entonces a Góngora, Lope de Vega, Cervantes,
Calderón y escribe hasta que le duelen los dedos que sostienen el lápiz con que
dibuja las letras de sus enormes poemas. Llegan entonces a sus ojos, García
Lorca, Ramón Jiménez y Antonio Machado. Y disfruta a Pablo Neruda de quién, al
paso de los años, se hará amigo.
Viaja a Madrid para asombrar con el juego de palabras y
sintaxis en su “Perito en Lunas”, de indudable influencia gongorina.
Luego, conoce a Josefina Manresa, la mujer de siempre, y le
brotan los sonetos emocionados, llenos de amor y de vida, definitivamente
humanos, como el propio Miguel. Miguel y Josefina, la simiente final de todo el
amor del universo. Llega entonces, la genialidad de “El Rayo que no Cesa”. Y no
ha de cesar el asombro que produce su poesía que proclama vientos dichosos.
Conoce a Vicente Aleixandre y a Rafael Alberti de quienes
aprendió el sentido del surrealismo en cada letra, en el caso del primero, y de
la profundidad y compromiso social, del segundo. Inicia su camino hacia la
gloria poética. Es ya el parte sustancial de la poesía española.
Miguel, recitando sus poemas en el frente de batalla. |
Arremete la guerra, en julio del 36, y Miguel apoya a la
República sin hesitar. Entrega todo en el frente de batalla. Alienta a los
soldados con sus poemas y los recita con fervor y fuerza, con la convicción del
que lucha por la libertad, la gran insignia de la nave de su vida. En plena
guerra, se casa con Josefina y a los pocos días, marcha al frente de batalla.
Deja en su mujer, la amorosa simiente que crecerá en el vientre al que volarán
los poemas desde la cruenta batalla.
En 1939, la guerra va siendo perdida por la República.
Muchos huyen hacia el exilio. Miguel sabe que la derrota está cercana e intenta
irse hacia Portugal, pero es detenido antes de cruzar la frontera. Comienza
allí la verdadera agonía del poeta, de cárcel en cárcel, “haciendo turismo”
como él mismo dice, por cada una de las prisiones.
Entre tanta cárcel, su cuerpo se va extinguiendo y se le
declara una “tuberculosis pulmonar aguda”. Su Josefina lo visita en llantos y
con el hijo a cuestas que “no tiene para comer más que pan y cebolla”. El poeta
le regala, entonces, sus “Nanas de la cebolla” para calmarle el hambre al hijo
con el que no puede ni jugar.
Su enfermedad le toma los dos pulmones y ya no puede ni
moverse. Los dolores son tremendos, la hemorragia parece imparable y la tos le
aturde hasta la conciencia. Ya la muerte le acaricia el último suspiro del
corazón. Se extingue definitivamente y el 28 de marzo de 1942 expira. Sus ojos
se mantienen abiertos y ninguno de los guardias y enfermeros pueden cerrarlos.
Así es llevado hacia el entierro.
Vicente Aleixandre dirá, ante la tumba del amigo de ojos
abiertos: “Tú, el nunca muerto”. Y de este modo es despedido después de “cuánto
penar para morirse uno”.
Homenaje de
Agensur.info a uno de los más grandes poetas españoles.
Umbrío por la pena (poema de Miguel Hernández)
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!
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