Por Tomás Abraham (*) |
Hay momentos en la política en que en una democracia las fuerzas y las
organizaciones representativas ya no ofrecen nada que no se conozca.
Representan lo viejo, y el calendario electoral marca fechas en las que la
ciudadanía cumple su deber a destajo y con desgano, con inercia y sin
entusiasmo.
Nada de eso sería anormal cuando se vive en países estables, de una gran
clase media, con una distribución de la riqueza equitativa e instituciones
sólidas. La política se confunde con la administración de las cosas y la
población es indiferente a los vaivenes de la cosa pública.
Pero cuando no funciona el aparato republicano y la desigualdad es extrema, hay
una demanda urgente de soluciones, movimientos de grupos que presionan a
quienes están en el poder, especulaciones de todo tipo sobre las causas de la
crisis y la salida conveniente, escenarios de protesta social y movilizaciones.
En situaciones como la descripta, a veces aparece una personalidad política
que entiende las cosas de otra manera, mueve las piezas de un modo diferente y
percibe la aparición de nuevos actores sociales.
Esta somera introducción sirve para preguntarnos acerca de quiénes han
sido en la Argentina moderna, desde la aparición del peronismo, aquellos
dirigentes y líderes civiles que en el ejercicio de la presidencia fueron
considerados por la sociedad conductores de un giro democrático sin precedentes
en la historia nacional.
Y esta pregunta hacia el pasado nos llevará a enunciarla nuevamente
respecto de la actualidad, en vísperas de supuestos cambios políticos, sobre la
novedad del kirchnerismo.
¿Es el kirchnerismo algo nuevo en la política argentina?
Repasemos antes unos antecedentes. Perón fue un fenómeno nuevo. A
mediados de la década del 40, en la inmediata posguerra, los conservadores eran
cosa vieja, los radicales antipersonalistas e irigoyenistas también, y los
socialistas, anarquistas y comunistas remitían a las luchas de décadas atrás.
Todas estas fuerzas políticas eran conocidas y habían sido parte del proceso
político fraudulento de los años 30.
El nacionalismo vernáculo era nostálgico de la cultura pampeana y añoraba las siestas coloniales. El fascismo criollo, como el comunismo staliniano, se inspiraba en procesos sociales ajenos al nuestro.
Cuando aparece Perón, emerge una figura sin antecedentes que habla otro
idioma. Se compone de piezas retóricas y argumentos políticos de variado tipo.
Apela a todas las tradiciones. Laborismo inglés, fascismo italiano, nacionalismo
tradicional y, con los golpes de suerte que también existen en política, se
apropia del timón.
El peronismo de la primera época se irá construyendo a sí mismo desde el
poder. Perón no tenía en mente y ya elaboradas todas las medidas sociales y los
planes quinquenales antes de asumir y construir un nuevo Estado.
La historia del movimiento por él creado corresponde a otra gesta; las
situaciones y los personajes se sucederán invocando esos actos inaugurales,
pero en contextos diferentes hasta el día de hoy.
Arturo Frondizi fue algo nuevo. Instaló a la Argentina en el mundo
emergente, el del “baby boom” y el de la construcción del estado de bienestar
en sociedades de gran dinámica industrial. Se dio la mano con Juan XXIII, John
Kennedy y el Che Guevara. Hizo un pacto con Perón. Revolucionó la educación y
dio un salto de calidad en el parque industrial. Su gobierno duró poco.
El frondizismo luego se convirtió en un club de nostálgicos. La figura
de su líder ha quedado en la historia, y con el tiempo fue rescatada de las
habituales ignominias que lo acusaban de vendido, cipayo, represor, elitista,
chupacirios y la larga lista de adjetivos con los que escribimos nuestra
historia.
Menem fue algo nuevo. Tan nuevo fue cuando luego de su campaña basada en
la epopeya de Facundo Quiroga lo primero que hizo fue reunirse con el ex
secuestrado Born, se abrazó con Alsogaray e Isaac Rojas, desmanteló el
dispositivo corporativo estatal, congeló la inflación con la convertibilidad,
llamó a un ministro de dictaduras como Cavallo, estableció relaciones carnales
con el Imperio, fue algo tan nuevo, tan revolucionario, que obtuvo la
admiración y la adhesión incondicional de dirigentes y militantes políticos
como Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Jorge Capitanich, Amado Boudou, Sergio
Massa, Daniel Scioli y Mauricio Macri, que entonaron junto a otros y durante
unos cuantos años el himno al milagro nacional mientras despreciaban a los
nostálgicos de los 50 y 60.
Si se cree que la no mención de Raúl Alfonsín es un olvido, una
distracción o una omisión involuntaria, no es así, porque considero que no fue
algo nuevo porque no llegó a ser. No construyó nada sólido ni cambió la cultura
política nacional como Perón, Frondizi y Menem.
Su prédica democrática y el juicio a las juntas se diluyeron con su
falta de energía frente al sector carapintada y las leyes del perdón que
promulgó tiempo después. Por lo demás, en lo económico terminó en el desastre
hiperinflacionario, y en lo político, a merced de sectores tenebrosos del
ejército.
El recuerdo que dejó permitió que gobernara con toda tranquilidad
durante diez años el menemismo, aunque hoy, con la gratitud que siempre mereció
y la grandeza que trasmitió aunque no fuera un renovador de la política, se lo
recuerda con más justicia luego de humillaciones y ninguneos sabiamente
administrados.
Finalmente, llegamos a la pregunta inicial: ¿es el kirchnerismo algo
nuevo? Creo que no.
¿Dilema o emboscada? Nuestro país vive una situación económica complicada.
El Gobierno nos plantea un dilema. Para explicar la inflación se hace de un
argumento único y repetido luego de desconocer el fenómeno inflacionario desde
la intervención del Indec.
Ahora que sí la reconoce y debe medirla de acuerdo con parámetros que
los organismos internacionales acepten como confiables, sostiene que son las
corporaciones las que producen la estampida de precios.
Sinteticemos lo que dicen los voceros oficialistas. Tenemos un mercado
oligopólico. No hay competencia externa porque, si combatimos los precios con
la importación de productos básicos –alimentos por ejemplo–, eliminamos el
trabajo de los argentinos. No hay competencia interna porque la concentración,
además de la extranjerización, de la economía permite que ciertos grupos
manejen el mercado e impongan arbitrariamente los precios.
La oferta de bienes deviene después de un cierto umbral, inelástica; no
se producen más bienes, no se invierte con vistas a futuro y la demanda queda
insatisfecha. Por lo tanto, en nuestro país lisa y llanamente no hay mercado
porque no hay competencia, no hay estructura de costos, no hay curvas tensas
entre oferta y demanda, los precios nada tienen que ver con los valores
económicos y el trabajo incorporado; todo es especulación y apropiación de
excedentes.
Los aumentos salariales son capturados por los empresarios de una cadena
de valor que se reparte la plusvalía y deja a una sociedad a merced del poder
económico.
Esta es la prédica oficial sobre la actual situación, que hace derivar
la inflación del conflicto distributivo y de acuerdo con las tesis esgrimidas
hace medio siglo por la escuela estructuralista de la economía.
Frente a una situación así, el Gobierno y sus ideólogos económicos y
políticos proponen que sea el Estado el que regule el mercado mediante el
control de precios, la fijación de rentabilidades, la vigilancia sobre la
oferta de bienes, la denuncia y el castigo por el acaparamiento y la
constitución de stocks indebidos de mercadería.
Es un dilema, es decir, una situación compleja y una alternativa que
exige una decisión. A diferencia de los problemas que pueden tener solución, un
dilema interrumpe el cálculo y marca un rumbo sin resultado asegurado.
En este caso, el dilema nos lleva a que cualquiera de las decisiones que
se tomen nos deja en un callejón sin salida y en vísperas de una crisis aguda.
Por lo tanto, este dilema es falso, es una emboscada.
¿Por qué? El Estado nacional es corrupto, ineficiente, de baja
productividad, con una burocracia vitalicia y prebendaria, una política clientelista y
famoso por su mala praxis. Cuando se ocupa de la economía, es decir, de los
bolsillos de la gente, los agujerea, y es temible cuando emprende obras
públicas.
Por lo tanto, el falso dilema consta de un binomio compuesto por dos
elementos que fallan en su funcionamiento: un mercado que no existe como tal y
un Estado que fracasa.
Este modo de presentación del problema económico y social de nuestro
país tiene éxito, gusta, responde a la idea que tienen muchos argentinos de lo
que es el capitalismo, lo que son los empresarios, la justicia social, los
intereses imperialistas. Progresismo y populismo coinciden en este punto desde
siempre.
No se trata sólo del kirchnerismo sino de los que se le oponen desde la
misma vereda. La centroizquierda, aunque sueñe con ballottages, continúa siendo
una derivación de la Alianza, cuya huella parece por el momento indeleble.
Si miramos enfrente no hay nada, salvo los miembros de una centroderecha
débil, sin garra y frívola, con una mentalidad que se refugia en el papa
Francisco o en Ravi Shankar (dejo de lado logros municipales de la
administración porteña, como en el área del transporte, equivalentes a otras
gestiones recordables como la socialista en Rosario, que no son antecedentes
para poder gobernar a la Nación; entre lo comunal y lo nacional hay un abismo
político).
Estas opciones políticas, débiles por tradición y proyección, no
modifican el hecho de que el kirchnerismo parezca algo repetido, porque este
modo de presentar las cosas ya lo conocemos, responde al dilema de los 70:
Sheraton u Hospital de Niños. Con esa alternativa, muchos creen que tienen
asegurado su ingreso al paraíso, además de otros ingresos.
Lo peor de los 70 y la nueva Argentina. Ahora bien, el
kirchnerismo no es nuevo, recicla lo peor de los 70, porque lo mejor era
nuestro candor, lógico cuando se es joven y los ideales todavía vuelan y se
quiere cambiar el mundo y la vida. Ya lo dijo Muhammad Alí: si pensara hoy, a
los cincuenta, igual que a los veinte, habría desperdiciado treinta años de mi
vida.
En nuestro medio, por el contrario, se ostenta no haber perdido la fe en
las utopías y se sigue frivolizando con la muerte.
Lo que sí es nuevo en nuestro país es justamente nuestro país. El
kirchnerismo es viejo en un país nuevo, y por cierta inserción que ha
tenido en la sociedad se lleva en su probable retirada retazos de esa novedad.
Lo nuevo es la marginación. Ya no somos una sociedad salarial ni
industrial con contingentes obreros y desocupados en busca de trabajo. La
Argentina es otra cosa. Millones de personas, y más entre los jóvenes, están
fuera del sistema socioeconómico tradicional.
Talleres clandestinos con trabajadores sobreexplotados, manteros de a
miles, feriantes ilegales a granel, cuentapropistas de todo tipo, planes para
millones sin contrapartida, contingentes de “barras” al servicio de dirigentes
políticos, deportivos y sindicales, el narco infiltrado en todos los sectores
de la sociedad, una juventud fuera del circuito laboral.
La inclusión social y la creación de puestos de trabajo de las que
alardea este gobierno no modificaron la situación de pobreza, la miseria ni la
desprotección de mucha gente.
De ahí la marginalidad y la violencia, de las cuales sólo vemos, por
ahora, estrellas fugaces y cañitas voladoras, pero no aún la explosión que ya
hemos conocido en distintas versiones.
Doy el ejemplo del Plan Progresar de $ 600 por mes para un millón y
medio de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Supongamos que en un barrio
humilde vive un plomero con dos hijos y su mujer. El hombre trabaja duro y hace
changas los fines de semana para que sus dos hijos no tengan que trabajar y
terminen sus estudios. A este hombre el Estado no le da nada. En la otra
cuadra, los dos hijos de otro matrimonio no estudian ni trabajan aunque
pertenezcan a la misma clase social, por razones varias, entre otras porque no
quieren, no tienen ganas y se las rebuscan de otro modo para comer y
sobrevivir.
A ellos el Estado los considera hijos del neoliberalismo, como dice la
Presidenta, y les da a cada uno $ 600 si muestran una libreta al final del año.
El mismo ejemplo lo podemos extender a jóvenes de veinte años que viven
solos, de condición humilde, que trabajan de día y estudian de noche –hay
miles– y que nada reciben porque se los excluye de la lacra del neoliberalismo.
Es un plan que da lugar a todo tipo de componendas, un intento de
aumentar el caudal de los pogos militantes, juntar más gente para La Cámpora;
no reconoce el esfuerzo, desprecia al que hace, y se compadece del que nada
hace por considerarlo víctima y la magistrada Presidenta su salvadora.
Esto no es del todo nuevo: el Estado patrón siempre ha actuado
como un padre proveedor o una madre protectora, cuando no el tío de
los regalos; lo nuevo es la cantidad de individuos y la amplitud creciente de
los márgenes que disminuyen la superficie del centro, es decir, de los
incluidos en el mundo del trabajo y de la seguridad social, y la falta de horizonte
que anula las aspiraciones de progreso. El problema no es sólo local;
trasciende las fronteras. No todos quieren ser incluidos, no creen en aquello a
lo que se los quiere integrar, no ven en qué pueden beneficiarse.
El único modo de encontrar una salida es mostrarles que vale la pena
integrarse, es decir, estudiar y trabajar. Para eso hay que premiar a los que
hacen y no sólo socorrer a los que nada hacen. Estos planes, como otros, por la
prédica de victimización y salvación estatal y la famosa militancia como la
mayor de las virtudes y el mejor de los servicios que un joven puede ofrecer si
quiere tener un lugar – también económico– en la sociedad, por el deseo de
dependencia de los beneficiados de todo lo que venga de arriba, permite que, a
pesar de su envejecimiento, por ser funcional a la sociedad en la que vivimos,
el kirchnerismo trascienda futuras elecciones y tenga presencia más allá de los
resultados de 2015.
(*) Filósofo.
www.tomasabraham.com.ar
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