Quienes se jactan de
progresistas piensan que todo podría solucionarse repartiendo limosnas entre
los necesitados.
Por James Neilson (*) |
A diferencia de sus homónimos actuales, los progres de antes
rendían culto a valores exigentes. A su modo, eran conservadores. Creían en la
austeridad, la disciplina, el trabajo duro, el autosacrificio. No temían a los
ajustes. Entendían que el camino hacia una sociedad más igualitaria y más
productiva sería empinado y que, para avanzar por él, todos sin excepción
tendrían que esforzarse al máximo.
Fueron otros tiempos. Hoy en día, quienes se jactan de ser
progresistas piensan como aquellos ricos caritativos de un siglo atrás que
imaginaban que todo podría solucionarse repartiendo limosnas entre los
necesitados. En su opinión, sólo a un reaccionario “neoliberal” –el epíteto
descalificativo de moda–, se le ocurriría preocuparse por asuntos tan molestos
como el equilibrio fiscal o la emisión monetaria. Los más solidarios dicen que
hay que privilegiar a las personas por encima de los números que tanto
obsesionan a los economistas. Que haya buena onda.
La situación nada grata en que Cristina se encuentra sería
menos complicada si en su “relato” hubiera lugar para los valores tradicionales
que los populistas locales han repudiado. En tal caso, podría hacer del ajuste
severísimo que se ha puesto en marcha una nueva epopeya en que un pueblo
heroico subordine todo al futuro nacional, pero, luego de haber jurado en
diversas ocasiones que nunca haría algo tan inhumano, no le es dado hacerlo.
Es que la extraña revolución kirchnerista es esencialmente
consumista. No incluye obligaciones que podrían ser antipáticas a ojos de los
coyunturalmente beneficiados, de ahí la proliferación de jóvenes que ni
trabajan ni estudian y que, en algunos países socialistas, serían procesados
por vagancia. Los militantes movilizan a la clientela para que perciba
asignaciones familiares a cambio de nada. Es su forma de hacer patria.
Así, pues, el intento tardío de Cristina y sus acompañantes
de frenar la caída de la economía ha motivado la indignación de facciones
progresistas que, si bien no comulgan con el kirchnerismo por considerarlo
corrupto y autoritario, comparten muchas de sus actitudes. Cuando tales progres
no oficialistas señalan que “el keynesiano marxista” Axel Kicillof está
aplicando un ajuste decididamente ortodoxo, no solo están llamando la atención
a la brecha insalvable que se ha abierto entre “el relato” facilista del
kirchnerismo y lo que ha elegido hacer al darse cuenta de que el país se ve
frente a una emergencia.
También dan a entender que el Gobierno debería probar suerte
con alternativas heterodoxas que no incomodarían a nadie significante. ¿Cuáles
son? No tienen la menor idea. Si fuera tan sencillo frenar un proceso
inflacionario como muchos parecen creer, ningún gobierno soñaría con adoptar
las medidas recesivas que en otras latitudes son rutinarias cuando hay motivos
para sospechar que la inflación está por salirse de madre.
Las acciones de Cristina han bajado muchísimo en los meses
últimos, pero no parece que se haya visto desacreditado el voluntarismo
populista que representa y que, combinado con sus vicisitudes personales, le
permitió contar con el respaldo de aquel 54 por ciento del electorado en
octubre del 2011. Los aspirantes a sucederla propenden a achacar el fracaso del
“modelo” agroexportador y consumista ensamblado por el kirchnerismo a las
deficiencias patentes de los funcionarios encargados de administrarlo, no a que
se basó en una forma de relacionarse con la realidad económica que desde hace
décadas es típica del grueso de la clase política y la mayoría de quienes
figuran como intelectuales.
Cuando Cristina, Jorge Capitanich y otros despotrican contra
los comerciantes e insinúan que la Argentina es, una vez más, víctima de una
conspiración internacional malévola urdida por imperialistas envidiosos,
expresan lo que muchos ya creen. Los kirchneristas nunca tuvieron que ganar
ninguna “batalla cultural”; les fue más que suficiente apropiarse de la
victoria ya conseguida por quienes, muchos años antes, habían logrado hacer del
populismo facilista y autocompasivo “el sentido común de los argentinos”.
Aunque el kirchnerismo está batiéndose en retirada, conserva
su capacidad para hacer daño al aprovechar los prejuicios mayoritarios en
contra del sector privado que, en todos los países relativamente ricos, brinda
al público los recursos que necesita para desempeñar sus funciones
indelegables.
Además de procurar demorar hasta los meses finales del año
que viene el estallido de la bomba de tiempo que han armado, Cristina y sus
soldados tratan de asegurar que otros, sobre todos los empresarios, se vean
acusados de provocar las penurias que ya han comenzado a sufrir millones de
personas y que con toda seguridad se agravarán mucho en los meses próximos.
Puede que no los ayude demasiado el eventual éxito de la ruidosa campaña
propagandística que han emprendido, pero hará todavía más ardua la recuperación
posterior.
Un motivo de la ya centenaria decadencia argentina consiste
precisamente en la falta de prestigio de todo lo vinculado con la producción.
Sin un sector privado vigoroso que esté en condiciones de competir con los
mejores del mundo, ningún país, ni siquiera uno con tantos recursos naturales
como la Argentina, podrá prosperar en un mundo en que una buena idea,
debidamente instrumentada, valdrá más que una provincia entera sembrada de soja
o llena de pozos petroleros. Hasta amainar la tormenta, los empresarios no
pensarán en invertir más de lo imprescindible. Tampoco crearán nuevas fuentes
de trabajo.
Luchar contra la inflación amenazando a comerciantes,
escrachando a los CEO de empresas importantes u ordenando a grupos de choque
como Quebracho hostigar a supermercadistas tiene sentido político, pero en
términos económicos es un disparate que podría tener consecuencias luctuosas.
Aunque mucho ha cambiado desde los años setenta del siglo pasado, la década favorita
de Cristina y sus acólitos, en el país siguen abundando sujetos proclives a
tomar al pie de la letra los delirios conspirativos oficiales.
Algunos se sentirán tentados a emplear métodos contundentes
para castigar a quienes suponen responsables del aumento inexorable del costo
de vida. Huelga decir que los que piensan así se han equivocado de blanco. La
inflación es obra exclusiva del gobierno kirchnerista que, luego de convencerse
de que una dosis módica de la droga serviría para estimular la economía, se
convirtió él mismo en un adicto. Quisiera curarse, pero ya le es tarde.
La inflación es un veneno que afecta negativamente a todos
los sectores que conforman la sociedad. En cuanto puedan, los más fuertes se
esforzarán por defender sus “conquistas” aun cuando el resultado sea una guerra
de todos contra todos, una puja distributiva en que habrá más perdedores que
ganadores. Lo entienden muy bien los sindicatos más combativos, encabezados la
semana pasada por los docentes, pero por motivos comprensibles son reacios a
correr el riesgo de verse rezagados.
Al alcanzar la inflación a partir de diciembre el cinco por
ciento mensual o más, los sindicalistas no tienen más opción que la de reclamar
alzas salariales que reflejen lo que ya ha ocurrido. De tal manera empujan
hacia arriba el costo de vida, ya que los empresarios también se ven obligados
a aumentar los precios de sus productos o servicios.
La Argentina ha vivido más períodos prolongados de inflación
crónica que cualquier otro país del planeta, pero parecería que ni el
electorado ni los dirigentes políticos se han sentido impresionados por las
décadas de experiencia que han acumulado. Insisten en repetir, una y otra vez,
la misma historia. Mientras que la hiperinflación alemana de hace noventa años
traumatizó tanto a la población que todavía preferiría una recesión profunda a
un brote que en otros países sería considerado irrisorio, parecería que aquí
los sobrevivientes de una clase media antes muy extensa se han resignado a ver
evaporarse esporádicamente sus ahorros.
Para llegar más o menos intacto a diciembre del 2015, el
gobierno kirchnerista necesitaría rellenar la caja de dólares frescos, de ahí
los esfuerzos de Kicillof por congraciarse con ese monstruo de mil cabezas que
es el mercado, viajando a París, reformando a medias el INDEC para complacer al
FMI, pidiendo ayuda a la Corte Suprema yanqui y resignándose a indemnizar, a un
costo muy abultado, a los españoles de Repsol.
Andando el tiempo, tales “concesiones” podrían servir para
que los ricos del mundo perdonen a los kirchneristas por los muchos pecados de
leso mercado que han cometido, pero sería un auténtico milagro que lo hicieran
antes de que el gran drama socioeconómico nacional entrara en una etapa
crítica. De haber reaccionado Cristina dos años antes, cuando, para
consternación de sus adversarios, disfrutaba de la aprobación mayoritaria, pudo
haberse ahorrado una multitud de problemas angustiantes pero en aquel entonces
aun creía que resultaría ser viable “el modelo” que había improvisado con su
marido difunto.
¿Ha cambiado de opinión? Puede que no, que, como muchos
otros, sigue atribuyendo todas las dificultades a las maniobras de una
sinarquía cosmopolita, pero así y todo sabrá que las circunstancias la han
obligado a buscar refugio en la tantas veces denostada ortodoxia.
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