domingo, 16 de marzo de 2014

El kirchnerismo y la revolución de la lavandina

Por Jorge Fernández Díaz
Caía la tarde del viernes 7 cuando el ensayista Alejandro Katz asistió al final simbólico de una generación. Es curioso, porque no se encontraba en la Plaza de Mayo ni en un cenáculo académico o legislativo; tampoco estaba escuchando un debate trasnochado del Canal Encuentro. Sólo hacía su compra semanal en un supermercado de Villa Ortúzar. 

Tres sexagenarios, dos hombres y una mujer, aparecieron entonces entre las góndolas y comenzaron a increpar al encargado. Tenían pinta de profesores de ciencias sociales de la UBA, y por supuesto de haber sido alguna vez militantes setentistas. Llevaban en el pecho un cartelito orgulloso que los identificaba como miembros de la Comisión de Desarrollo Tecnológico de Carta Abierta. Pero no estaban reunidos en la Biblioteca Nacional pensando en la sustitución tecnológica ni trazando las grandes líneas programáticas para el crecimiento de las pymes; tampoco parecían realizar una tarea especialmente heroica. Estaban discutiendo con el repositor sobre los envases de lavandina.

Los otrora gladiadores del movimiento nacional y popular se han convertido de repente en estos módicos comisarios de los Precios Cuidados, que anhelan con toda su alma noble disimular el impacto del ajuste. La utopía ha perdido grandeza; apenas se impone en esta hora aciaga salvar la ropa. Muchos de aquellos setentistas se subieron a la nave del kirchnerismo como último gesto de adscripción religiosa y vivieron las mieles de su próspera revolución verbal. Su influencia política fue limitada, pero hicieron grandes aportes al cotillón. La "generación maravillosa" acompaña así el cortejo de un proyecto que languidece. Les cuesta mucho a ellos, y también a sus más enconados enemigos, entender que el ciclo termina. Unos, por dolor y miedo, y otros, por pereza intelectual, siguen cómodos con la centralidad de Cristina Kirchner: los militantes, porque cuando ella habla parece por un instante aventar los malos presentimientos; los adversarios, porque sin esos disparates folklóricos no sabrían ni qué decir. Cristina los constituye a todos, a los propios y a los ajenos. Una semana fuera de escena y se quedan sin brújula, broncas, ideas ni fe.

Esta doble incredulidad frente al cierre de una época esconde la confusión general. Si el país fuera una persona, habría que mandarla de urgencia al psicoanalista. De lo contrario, no acabaría de entender lo que hizo y lo que debería hacer, y tendría entonces la tendencia a tropezar una vez más con la misma piedra. La semana dejó muchas pistas para esta nueva discusión. Primero sorprendió un artículo del diabólico The New York Times: "La economía de Bolivia creció aproximadamente 6,5% el año pasado y la inflación se ha mantenido bajo control -relatan los miserables cipayos-. El presupuesto de Bolivia está equilibrado y la deuda, alguna vez descomunal, ha sido atajada. El país tiene un fondo tan grande de reservas extranjeras que podría ser la envidia de casi todos los demás países del mundo. Tanto el FMI como el Banco Mundial elogiaron recientemente lo que llamaron "las políticas macroeconómicas prudentes de Evo Morales".

Ese informe confirma que la eficiencia no es de izquierda ni de derecha. Se publicó tres días antes de la asunción de Michelle Bachelet, acontecimiento que aquí fue celebrado a la vez por el oficialismo y la oposición. Alguno de los dos parece estar equivocado. "Bachelet no es populista ni lo quiere ser -explican en Chile-. No tenemos aquí bacheletismo. Tampoco hay lulismo en Brasil, ni mujicanismo en Uruguay, ni evomoralismo en Bolivia. Sólo hay chavismo y kirchnerismo en Caracas y en Buenos Aires."

Ponen el dedo en la llaga. El culto a la personalidad es un rasgo crucial con significados mucho más profundos que la simple impudicia. La agrupación de Máximo Kirchner mandó fabricar estos días una "Cristinushka", muñeca rusa que se va desmontando pieza por pieza y que cubre desde la Presidenta hasta Néstor, Cámpora, Evita y Perón. En ese orden decreciente de tamaño y figura. Es una lástima que hayan borrado del degradé a otro presidente peronista que gobernó diez años y para el cual militaron activamente los padres de Máximo. Tal vez la mayor virtud de Menem haya radicado en abjurar del movimientismo: la potencia de Alfonsín lo obligó a organizar al justicialismo en torno de un partido político y a jugar el juego de la alternancia. Todavía las dos formas de ser argentino tenían canales legítimos: estaban los que priorizaban la justicia social por sobre las instituciones y, enfrente, los que defendían las instituciones para generar una verdadera justicia social. Esta discrepancia, que durante años produjo convulsiones, logró a partir de 1983 encauzarse a la manera española. Después de una guerra cruenta, las dos Españas entronizaron un sistema bipartidista que les permitía establecer políticas de Estado permanentes sin renunciar a sanas y encarnizadas divergencias. No les fue mal. Tampoco a Brasil ni a Chile. El problema es que la crisis de 2001 destruyó esa modalidad, instaló la cultura del partido único y coronó a los Kirchner, quienes intentaron arrasar con la idea republicana.

Este asunto es hoy más pertinente que nunca, puesto que la gran pregunta es por dónde se cortará la nueva sociedad, qué eje novedoso traerá la era poskirchnerista, cómo serán definidas y encarnadas las dos maneras de ser argentino. Tal vez Ernesto Laclau tenga, en ese sentido, algo de razón. Miembro de ese club de intelectuales revolucionarios latinoamericanos que se resisten a vivir fuera de Europa, el gurú de Cristina ha resignificado la palabra populismo. De hecho sostiene que hoy la lucha se cifra en la tensión entre populistas e institucionalistas. No se trata de una pulseada de partidos, sino de dos democracias diferentes. Está, por un lado, la democracia basada en un líder infalible que desconfía de las instituciones burguesas y combate el parlamentarismo. Y luego está la democracia que funciona en la mayoría de los sistemas políticos de Occidente. El institucionalismo no se discute en Chile o Brasil, tampoco en Francia o Alemania, y ese consenso les permite tener centroizquierdas y centroderechas. En sociedades como la argentina o la venezolana, la mitad del mercado electoral se aglutina en la opción populista y la otra mitad se presenta fragmentada por distintas ideologías: el problema es que esos partidos mantienen sus posiciones como si el país experimentara una normalidad democrática y como si toda la política jugara en la misma cancha del institucionalismo. El populismo no debe ninguna explicación por su plasticidad, que le permite poner en un mismo palco a Alperovich y a Estela de Carlotto, pero sanciona la incoherencia de cualquier coalición entre institucionalistas, que caen en esa trampa con un candor inexplicable. El populismo resulta elástico; el institucionalismo es rígido y no entiende en dónde se encuentra la contradicción principal. Si está en riesgo la democracia tal y como la parieron los argentinos luego de la peor dictadura militar, un gran partido que la defienda puede tener un ala izquierda y un ala derecha sin pecar de incongruencia.

La foto de la semana es un homenaje a Laclau. La protagonizó el vicepresidente de la Nación, frecuentemente mimado por los inspectores de góndolas de Carta Abierta. Su imagen jugando al Sudoku en el Congreso es la metáfora perfecta del desprecio populista por la democracia parlamentaria. A veces el paciente no necesita ir al diván, porque tiene el inconsciente a flor de piel.

© La Nación

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