Por Jorge Fernández Díaz |
Caía la tarde del viernes 7 cuando el ensayista Alejandro
Katz asistió al final simbólico de una generación. Es curioso, porque no se
encontraba en la Plaza de Mayo ni en un cenáculo académico o legislativo;
tampoco estaba escuchando un debate trasnochado del Canal Encuentro. Sólo hacía
su compra semanal en un supermercado de Villa Ortúzar.
Tres sexagenarios, dos
hombres y una mujer, aparecieron entonces entre las góndolas y comenzaron a
increpar al encargado. Tenían pinta de profesores de ciencias sociales de la
UBA, y por supuesto de haber sido alguna vez militantes setentistas. Llevaban
en el pecho un cartelito orgulloso que los identificaba como miembros de la
Comisión de Desarrollo Tecnológico de Carta Abierta. Pero no estaban reunidos
en la Biblioteca Nacional pensando en la sustitución tecnológica ni trazando
las grandes líneas programáticas para el crecimiento de las pymes; tampoco
parecían realizar una tarea especialmente heroica. Estaban discutiendo con el
repositor sobre los envases de lavandina.
Los otrora gladiadores del movimiento nacional y popular se
han convertido de repente en estos módicos comisarios de los Precios Cuidados,
que anhelan con toda su alma noble disimular el impacto del ajuste. La utopía
ha perdido grandeza; apenas se impone en esta hora aciaga salvar la ropa.
Muchos de aquellos setentistas se subieron a la nave del kirchnerismo como
último gesto de adscripción religiosa y vivieron las mieles de su próspera
revolución verbal. Su influencia política fue limitada, pero hicieron grandes
aportes al cotillón. La "generación maravillosa" acompaña así el
cortejo de un proyecto que languidece. Les cuesta mucho a ellos, y también a
sus más enconados enemigos, entender que el ciclo termina. Unos, por dolor y
miedo, y otros, por pereza intelectual, siguen cómodos con la centralidad de
Cristina Kirchner: los militantes, porque cuando ella habla parece por un
instante aventar los malos presentimientos; los adversarios, porque sin esos
disparates folklóricos no sabrían ni qué decir. Cristina los constituye a
todos, a los propios y a los ajenos. Una semana fuera de escena y se quedan sin
brújula, broncas, ideas ni fe.
Esta doble incredulidad frente al cierre de una época
esconde la confusión general. Si el país fuera una persona, habría que mandarla
de urgencia al psicoanalista. De lo contrario, no acabaría de entender lo que
hizo y lo que debería hacer, y tendría entonces la tendencia a tropezar una vez
más con la misma piedra. La semana dejó muchas pistas para esta nueva
discusión. Primero sorprendió un artículo del diabólico The New York Times:
"La economía de Bolivia creció aproximadamente 6,5% el año pasado y la
inflación se ha mantenido bajo control -relatan los miserables cipayos-. El
presupuesto de Bolivia está equilibrado y la deuda, alguna vez descomunal, ha
sido atajada. El país tiene un fondo tan grande de reservas extranjeras que
podría ser la envidia de casi todos los demás países del mundo. Tanto el FMI
como el Banco Mundial elogiaron recientemente lo que llamaron "las políticas
macroeconómicas prudentes de Evo Morales".
Ese informe confirma que la eficiencia no es de izquierda ni
de derecha. Se publicó tres días antes de la asunción de Michelle Bachelet,
acontecimiento que aquí fue celebrado a la vez por el oficialismo y la oposición.
Alguno de los dos parece estar equivocado. "Bachelet no es populista ni lo
quiere ser -explican en Chile-. No tenemos aquí bacheletismo. Tampoco hay
lulismo en Brasil, ni mujicanismo en Uruguay, ni evomoralismo en Bolivia. Sólo
hay chavismo y kirchnerismo en Caracas y en Buenos Aires."
Ponen el dedo en la llaga. El culto a la personalidad es un
rasgo crucial con significados mucho más profundos que la simple impudicia. La
agrupación de Máximo Kirchner mandó fabricar estos días una
"Cristinushka", muñeca rusa que se va desmontando pieza por pieza y
que cubre desde la Presidenta hasta Néstor, Cámpora, Evita y Perón. En ese
orden decreciente de tamaño y figura. Es una lástima que hayan borrado del
degradé a otro presidente peronista que gobernó diez años y para el cual
militaron activamente los padres de Máximo. Tal vez la mayor virtud de Menem
haya radicado en abjurar del movimientismo: la potencia de Alfonsín lo obligó a
organizar al justicialismo en torno de un partido político y a jugar el juego
de la alternancia. Todavía las dos formas de ser argentino tenían canales
legítimos: estaban los que priorizaban la justicia social por sobre las
instituciones y, enfrente, los que defendían las instituciones para generar una
verdadera justicia social. Esta discrepancia, que durante años produjo
convulsiones, logró a partir de 1983 encauzarse a la manera española. Después
de una guerra cruenta, las dos Españas entronizaron un sistema bipartidista que
les permitía establecer políticas de Estado permanentes sin renunciar a sanas y
encarnizadas divergencias. No les fue mal. Tampoco a Brasil ni a Chile. El
problema es que la crisis de 2001 destruyó esa modalidad, instaló la cultura
del partido único y coronó a los Kirchner, quienes intentaron arrasar con la
idea republicana.
Este asunto es hoy más pertinente que nunca, puesto que la
gran pregunta es por dónde se cortará la nueva sociedad, qué eje novedoso
traerá la era poskirchnerista, cómo serán definidas y encarnadas las dos
maneras de ser argentino. Tal vez Ernesto Laclau tenga, en ese sentido, algo de
razón. Miembro de ese club de intelectuales revolucionarios latinoamericanos
que se resisten a vivir fuera de Europa, el gurú de Cristina ha resignificado
la palabra populismo. De hecho sostiene que hoy la lucha se cifra en la tensión
entre populistas e institucionalistas. No se trata de una pulseada de partidos,
sino de dos democracias diferentes. Está, por un lado, la democracia basada en
un líder infalible que desconfía de las instituciones burguesas y combate el parlamentarismo.
Y luego está la democracia que funciona en la mayoría de los sistemas políticos
de Occidente. El institucionalismo no se discute en Chile o Brasil, tampoco en
Francia o Alemania, y ese consenso les permite tener centroizquierdas y centroderechas.
En sociedades como la argentina o la venezolana, la mitad del mercado electoral
se aglutina en la opción populista y la otra mitad se presenta fragmentada por
distintas ideologías: el problema es que esos partidos mantienen sus posiciones
como si el país experimentara una normalidad democrática y como si toda la
política jugara en la misma cancha del institucionalismo. El populismo no debe
ninguna explicación por su plasticidad, que le permite poner en un mismo palco
a Alperovich y a Estela de Carlotto, pero sanciona la incoherencia de cualquier
coalición entre institucionalistas, que caen en esa trampa con un candor
inexplicable. El populismo resulta elástico; el institucionalismo es rígido y
no entiende en dónde se encuentra la contradicción principal. Si está en riesgo
la democracia tal y como la parieron los argentinos luego de la peor dictadura
militar, un gran partido que la defienda puede tener un ala izquierda y un ala
derecha sin pecar de incongruencia.
La foto de la semana es un homenaje a Laclau. La protagonizó
el vicepresidente de la Nación, frecuentemente mimado por los inspectores de
góndolas de Carta Abierta. Su imagen jugando al Sudoku en el Congreso es la
metáfora perfecta del desprecio populista por la democracia parlamentaria. A veces
el paciente no necesita ir al diván, porque tiene el inconsciente a flor de
piel.
0 comments :
Publicar un comentario