Temen perder su poder
peronista territorial y se reunieron para trazar estrategias. Cómo evitar que
el espanto los una a CFK.
Por Roberto García |
La consigna anteanoche era común: matar a Massa. Misión poco
edificante, pero comprensible en política: cuando se definen candidaturas
aparecen todo tipo de apetitos, una inclinación voraz por comerse hermanos o hijos
que deviene de la mitología griega. Más cuando el personaje a digerir –en el
caso de que su cuerpo se pudiera repartir en los platos– horada el poder
territorial, familiar y burocrático de los feudos que el peronismo construyó en
democracia.
Curiosamente, con otra entidad y distinta perspectiva, el cuarentón
Massa provoca el mismo miedo entre los dirigentes partidarios que la
efervescente Cámpora. Borges y su cita sobre el espanto, de manual. De ahí que
los gobernadores justicialistas se convocaran en Remonta y Veterinaria,
contrataran el catering militar como si fuera una fiesta de cumpleaños o baile
–en lo que devino ese instituto castrense para nutrirse de fondos– y hasta se
olvidaran por un rato de los rencores y enconos que los distancian de Cristina
de Kirchner, quien había propiciado el encuentro a través del controvertido
Carlos Zannini y bajo la inspiración directa de un operador todoterreno como
Juan Carlos Mazzon, reconocido en el ambiente para ese tipo de tareas, de
uniones transitorias, desde los tiempos de Carlos Menem y Eduardo Duhalde.
Dos días antes, previendo la reunión, Massa escribió en
Twitter: “Tiren, no importa, aquí hay espaldas para aguantar”. Respuesta
típica, también, de un peronista antropófago que, en la semana, además de recibir
denuncias oficialistas por actuaciones pasadas en el propio oficialismo, en su
constante raid alimentario para ampliar el menú de su Frente Renovador se había
deglutido a un intendente que el gobierno consideraba propio, Gustavo
Bevilacqua, de Bahía Blanca, cuarto distrito en importancia de la provincia de
Buenos Aires luego de La Matanza, Mar del Plata y La Plata. Para los
atemorizados gobernadores y la Casa Rosada, entonces, se volvía ineludible
convocarse para impedir la fuga de más intendentes, casi una plaga –a su
juicio– como la de los presos que habitualmente huyen de las cárceles. A ver si
no los tienen en cuenta.
Y cada uno entregó una parte de su honra en ese encuentro en
Las Cañitas. Primero, Cristina, quien acepta por intermediarios una cumbre
peronista en la que no se filtra ni una mención favorable a su gobierno, salvo
esporádicos concurrentes. Pero, si hubiese un documento final, ese repetido
homenaje al kirchnerismo, otrora condición imprescindible, no tendría
unanimidad de firmas. Una devaluación encubierta, como la última del peso. Los
otros asistentes, a su vez, también retrocedieron; finalmente –como los
auspicia Zannini– piensan con la lógica de Mao, un paso atrás, dos adelante.
Tal el caso del santacruceño Daniel Peralta, quien no recuerda lo que dijo
sobre los hábitos de Máximo ni sobre la egolatría de Cristina, menos lo que La
Cámpora hizo decir sobre su meteórico enriquecimiento –curiosamente, en los
mismos medios hegemónicos que luego rescataron su intrépida rebeldía– y sus
cualidades de espía para revisar hasta las bombachas de la mandataria. Y como
el fenómeno no sólo es lugareño, también José Luis Gioja se distrajo del
apartamiento extremo que sufrió, antes de su accidente, desde que se le ocurrió
admitir que él también podría ser candidato a presidente: Ella no lo llamó más,
confiesa. O José Manuel de la Sota, el cordobés inasible para la cúpula sureña,
un detractor del Gobierno según el Gobierno, quien se alista en la reunión con
exigencias a cumplir: todas las palabras por la institucionalidad, por la
democracia, ninguna por Cristina (aun así, De la Sota –con la edad justa para
ser jefe de Estado, como sostiene– juega a dos puntas y el día anterior a la
cita almorzó con Alberto Fernández, como si este referente de Massa todavía conservara
la influencia del año pasado en el hombre de Tigre). Y, en el mismo cuadrante
de acomodamientos y retrocesos, Daniel Scioli –incombustible en apariencia como
aspirante, a pesar de la seguidilla de traspiés–, dispuesto a entregar la
titularidad del partido para cedérsela a quien sólo pretende mantenerse en
Jujuy, Eduardo Fellner. Además de esa capitis, el castigo es doble: debe
soportar la avanzada de Zannini por posicionar a quien aspira a desalojarlo de
su candidatura, su colega entrerriano Sergio Urribarri, quien exhibe pureza
cristinista acompañado por el titular de YPF, Miguel Galuccio. La conspiración
para “matar a Massa” demanda podas personales, amputaciones varias, un
colectivo de intereses.
Los gobernadores juran que vuelven a 2002, cuando desde el
CFI imponían decisiones (recordar que abortaron, por ejemplo, las candidaturas
de Carlos Melconian y Alieto Guadagni como ministros de Economía en tiempos de
Duhalde), rol que Néstor Kirchner exterminó en los últimos diez años. Creen que
hoy se han recuperado. Cristina, en cambio, supone que en su obsesión contra
Massa entrega cierto poder temporario hasta que la economía le devuelva
estabilidad, sosiego, para más tarde determinar a su heredero. Caso contrario,
le basta con la fragmentación del peronismo. Y Massa, la presunta víctima, sabe
que el instrumento para jibarizarlo, además de fondos premeditadamente
dirigidos, será la modificación de las PASO, esas primarias absurdas que
instaló Néstor y que en el futuro –con la asistencia de radicales, socialistas
y Pro– permitirán ententes en las que se puede cambiar el binomio de la
fórmula, algo por ahora prohibido. Les conviene a Macri, Carrió, Binner, los
radicales, la izquierda y, por supuesto, al conglomerado que se reunió
anteanoche en Remonta y Veterinaria. Tan anunciado y obvio es este movimiento
que Massa, sin duda, proseguirá su rol carnívoro de Macunaíma (Mario de
Andrade) y quizás revise su inicial obstinación por no participar en las
internas del peronismo, sea porque se buscará un challenger de ese núcleo en un
nuevo frente o porque buscará un socio connotado de otra fracción partidaria.
Como suelen cerrar sus notas los periodistas sin imaginación, las cartas están
echadas.
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