Por Daniel V. González
La foto del vicepresidente Amado Boudou jugando al Sudoku en
su tablet mientras Jorge Capitanich respondía ante los senadores, tiene un
fuerte valor simbólico en cuanto a lo que significa respecto del derrumbe del
relato kirchnerista.
Boudou ha dado siempre muestras de despreocupación y
frivolidad, una par de características impropias para quien se encuentra en el
primer lugar de la sucesión presidencial para el caso (¡Dios no permita!) de
falencia de la primera mandataria.
Un caprichito de
Cristina
Boudou llegó a la vicepresidencia por un capricho
presidencial. No se trata de alguien que haya logrado escalar a esas empinadas
cumbres a fuerza de una labor política esforzada y trabajosa. No. Boudou no es
mucho más que las fotos que tenemos de él: subido a motos de alta cilindrada o
guitarra en mano cantando rock con La Mancha de Rolando o entrando a tribunales
para demostrar que él no tuvo nada que ver con el intento de compra fraudulenta
y extorsiva de la empresa Ciccone Calcográfica, con la pretensión de ser
adjudicatario de la impresión de billetes de circulación nacional.
Por eso, la foto donde se lo ve ajeno al debate sobre
importantes asuntos nacionales que se desenvolvía a su alrededor, no es algo
que pueda extrañar a nadie. Se trata de un Boudou auténtico. Es el
vicepresidente de la Nación que tenemos. Es el elegido de Cristina. Y es,
también, una muestra de la naturaleza frívola e insustancial de todo el
gobierno.
Boudou es uno de los personajes que surgen y se posicionan
porque el sistema de partidos políticos no funciona apropiadamente. En una
democracia consolidada no habría espacio para caprichos como éste. Ni Menem,
con todo el poder que había concentrado tras su primer período exitoso, pudo
elegir su vicepresidente para el segundo tramo de su gobierno. La provincia de
Buenos Aires le impuso a Carlos Ruckauf. Cristina, tras la experiencia con
Cleto Cobos, puso a alguien sin poder propio, sin predicamento. Como todos
cuanto la rodean. Es una concepción del poder. Pero no es sólo eso. Es también
una muestra de la holgura de estos años perdidos.
En efecto, el torrente de recursos que el país recibió por
el contexto internacional favorable hizo posible gobernar sin mayores
esfuerzos, sin necesidad de aguzar el ingenio y sin mayor colaboración de
mentes brillantes. El país podía permitirse, incluso, un Boudou. La sola
presencia de los recursos permitió impulsar el consumo y generar el crecimiento
que de ahí se deriva sin problemas. Además, toda la estrategia (por llamarla de
algún modo) quedaba ratificada y certificada por un voto popular, naturalmente
agradecido por la mejora de las condiciones generales.
La épica en el
tobogán
En condiciones tan favorables no se necesita un
vicepresidente que ayude a gobernar al estilo y con los peligros de un Francis
Underwood. Como tampoco se ha necesitado –desde Lavagna en adelante- un
ministro de economía. Todo el mecanismo funcionó suficientemente lubricado con la
abundancia de recursos. Y cuando esto ocurre, nadie reprocha nada. Eran los
tiempos en que al filósofo Ricardo Forster no le provocaba rechazo el juez
Oyarbide. Todos los intendentes se alineaban detrás de Cristina y los fondos
públicos. Boudou cantaba rock en los escenarios del país, a dónde solía acudir
en alguno de los aviones presidenciales. Pero todo estaba bien. El dinero tapa
todo.
Incluso esta misma escena, la de un Boudou empecinado en
llenar la cuadrícula del Sudoku mientras los senadores interrogan al Jefe de
Gabinete, hubiera pasado desapercibida en aquellas circunstancias prósperas y
gloriosas. Pero las cosas han cambiado. Estamos en pleno ajuste “neoliberal”.
El malhumor de la gente va in crescendo. Cosas que antes caían bien o
resultaban indiferentes, hoy empiezan a irritar. Así son los ciclos políticos.
Al principio uno es Gardel; tiempo después, el Conde Drácula.
Con los años, la épica K se ha derrumbado. Al final del
camino no había una Argentina Potencia sino un ajuste clásico, como el que
siempre viene después de un desborde populista. Tanto lío para terminar donde
terminan todos los gobiernos. Como dice el poeta: "Tanto correr pa’ llegar
a ningún lado".
Para colmo de males ahí está, a la vista de todos, un espejo
que muestra el futuro: Venezuela. Maduro ya mató a 25 estudiantes. Entre ellos,
a una nena de 6 años. Todos golpistas, claro. Todos de derecha. Todos
reaccionarios. Y desde acá (y otros países de América Latina) los
revolucionarios se callan la boca “para no hacerle el juego a la derecha".
El arduo camino épico diseñado por los publicistas del
gobierno recorría las montoneras federales, Juana Azurduy, Yrigoyen, Perón,
Evita (¡sobre todo, Evita!), los “jóvenes idealistas” de los años setenta, el
Che Guevara. Todo eso desembocó en Amado Boudou jugando al Sudoku mientras los
senadores interrogaban a Capitanich sobre importantes problemas del país.
Claro que estamos tentados de decir que cada gobierno tiene
el vice que se merece. Lo haríamos si no se vislumbrara la respuesta obvia: que
cada pueblo también tiene el vicepresidente que supo conseguir. Desde aquel
Perón sonriente montado en su caballo blanco con pintas negras a este Boudou
distraído, jugando al Sudoku en su tableta, en plena sesión del Senado ha
pasado mucha agua debajo del puente.
La suficiente como para arrastrar al populismo.
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