La Presidenta protege
a indefendibles y sigue alejándose de la gente. El contacto Zannini-Oyarbide.
Por Alfredo Leuco |
Es muy grande el daño político que Cristina sufrió
últimamente. Y va mucho más allá de lo que retratan las encuestas. Es difícil
establecer cuáles elementos erosionaron más su figura.
Entre los más humildes,
la queja es por el latigazo económico que están padeciendo en forma de ajuste
ortodoxo y por el pánico que sienten ante la inseguridad multiplicada.
Pero en
el capital simbólico, la Presidenta debió sufrir el desgaste de los distintos
niveles de mafias que fueron paridas o protegidas por el Estado y además la
comparación con dos figuras como Michelle Bachelet y el Papa, que son casi su
contracara en muchos aspectos claves, como la austeridad, la ausencia de
actitud vengativa y la vocación por el diálogo.
El embate que más preocupó a Cristina, porque al parecer se
enteró por los diarios, tuvo la impronta del hampa y la metodología de la
camorra. No hay demasiados calificativos para describir lo que pasó y lo que
todavía no se sabe cómo pasó entre Norberto Oyarbide y Carlos Zannini. El
escándalo aún no estalló lo suficiente porque nadie esperaba semejante
confesión de partes ni relevo de pruebas, pese a que ya nada nos sorprende.
Pero se trata de un papelón institucional sin antecedentes. Nadie es ingenuo, y
a esta altura sabe que son demasiado frecuentes los telefonazos del Poder
Ejecutivo para meter la mano en el bolsillo del Poder Judicial. Pero esto
superó todos los límites del sincericidio. El juez federal más polémico,
escurridizo y acusado de complicidad con todos los poderes de turno, envió una
señal y una advertencia sólo imaginada por Francis Ford Coppola, como diría
Cristina.
Zannini es el segundo hombre más poderoso de la Argentina,
después de Máximo Kirchner. El que más habla con la jefa del Estado. El
inventor del kirchnerismo, según un flamante libro de Eduardo Zanini. Hay miles
de preguntas que un juez o el Consejo de la Magistratura deben hacerse sobre el
pantano donde se hunden tanto Oyarbide como Zannini. ¿Oyarbide acepta órdenes
de Zannini? ¿Desde cuándo? ¿Quién es el verdadero dueño de esa cueva financiera
que estaban allanando? ¿Es parte de esa red que, como La Rosadita de Federico
Elaskar, lavaba dinero negro de la corrupción? En Tribunales afirman que hay 22
financieras que denunciaron la misma metodología extorsiva para pedir coimas
con armas en la mano. Una asociación ilícita cantada.
Hay mucho que investigar y Cristina pidió proteger (una vez
más y van..) a Oyarbide. Sabe que nada bueno para ella saldrá de todo eso.
Pero si de mafias hablamos, la de carácter sindical que
simpatiza con el Gobierno ya no tiene ningún límite y actúa con impunidad en su
máxima crueldad. No hay otra forma de llamar al salvajismo de los portuarios
que tiraron de un puente a una persona discapacitada que sólo pretendía llevar
en la moto a su esposa embarazada a un control. La ferocidad y la
deshumanización de la que alardearon esos barras bravas de Juan Corvalán habla
de la impunidad que siente un gremio que disfruta del calorcito del poder K.
Están filmados y no hay un solo detenido.
Lo mismo pasó y viene pasando con la Uocra y el asesinato de
un albañil de 39 años en el medio de una pelea de patotas. Una de las facciones
que dijo que ya es el octavo crimen de estas características en poco tiempo
acusó a Gerardo Martínez de ser responsable. La Presidenta lo llama “Gerardo”,
y es uno de sus preferidos cuando calza un casco amarillo. Corvalán amenazó con
renunciar. Gerardo no abrió la boca. No sabe no contesta. Viejo burócrata
millonario, nunca colocó un ladrillo en su vida y además nunca pudo explicar
cómo fue espía del Batallón de Inteligencia 601, uno de los más tenebrosos del
terrorismo de Estado.
En este caso Cristina, al igual que con el general César
Milani, coloca un agujero negro en su presunta política de defensa de los
derechos humanos. Todo cambia según su conveniencia. Si Gerardo apoya a
Cristina, ella lo considera un santo y no se discute más. Si hay cuatro
testimonios creíbles y respetables que acusan a Milani de haber participado de
los crímenes de lesa humanidad en Tucumán, para Cristina se trata de
destituyentes pagados por Magnetto. La trampa siempre es la misma. Raul Othacehé
fue siempre “el Vasco” peronista que le hacía ganar las elecciones en Merlo al
Frente para la Victoria. Recién cuando se fue con Sergio Massa los medios
oficialistas “descubrieron” lo que fue toda la vida: un apretador violento que
se cansó de romper cabezas y piernas en su distrito, incluso a algunos aliados
de Cristina que guardaron el conveniente silencio por especulación electoral,
como Martín Sabbatella. Carlos Zannini llora por un obrero de YPF que perdió
todo, pero el miembro informante de aquella privatización fue su casi hermano
siamés, Oscar Parrilli.
Jorge Capitanich fue socio de Aldo Ducler, acusado de
pertenecer al cartel de Juárez e investigado por los Estados Unidos, y fue
funcionario de Menem y Cavallo. Pero ahora habla como un revolucionario porque
está con Cristina. Casi un guevarista que fustiga a la senadora Laura Montero,
una socialdemócrata eficiente y honesta, de ser “una perfecta representante del
neoliberalismo que destruyó a la Argentina”.
No importa qué hayan hecho jueces, secretarios de Estado,
ministros, intendentes, sindicalistas o generales si están del lado de
Cristina. Ella se ve a sí misma como un río Jordán capaz de purificar a todos y
a todas. Parece la lógica de Franklin Delano Roosevelt con Anastasio Somoza, el
corrupto y feroz dictador anticomunista de Nicaragua. En realidad, lo dijo uno
de sus secretarios, pero las crónicas de la época le atribuyen al presidente de
los Estados Unidos haber dicho: “Puede ser que Somoza sea un hijo de puta, pero
es nuestro hijo de puta”.
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