domingo, 30 de marzo de 2014

Castigo para Cobos

El oficialismo le pasó factura: lo dejó sin nada en Diputados. Cristina y sus confusiones bonapartistas.

Por Roberto García
Más memoriosa que Funes, nunca se desprendió del aguijón. Y como las mujeres que jamás olvidan agravios o traiciones, la picadura se torna inevitable cuando un acontecimiento les renueva en su corteza cerebral, con precisión fotográfica de 15 megapíxeles, un episodio doloroso del pasado. A pesar, incluso, de que en la etapa otoñal de su mandato y por algún tráfico piadoso con el jefe de la Iglesia Católica, Cristina se prometió conciliar, perdonar, abdicar el encono, abrazarse como en misa con los demás feligreses reunidos en la ceremonia.

Sin embargo, el instinto permanece latente, como las células dormidas, nunca cesa el espíritu vindicatorio. Artemisa contra Orión.

Bajo esa lectura debe entenderse la imperial represalia contra Julio Cobos, a quien el oficialismo tachó como titular de la comisión legislativa de Educación. Personalización deliberada por cuenta y encargo de la Casa Rosada, burlándose del acuerdo celebrado previamente con los radicales y otros partidos (tradición nunca violada en el Parlamento).

Fin a cierta convivencia, aunque la réplica de la UCR se encerró en una protesta oral y en un mutis de la comisión. Hasta allí llegó la ofensa. En todas las otras comisiones permanecen: hay que cuidar los contratos.

Algo semejante al interés de Julián Domínguez y Juliana Di Tullio, kirchneristas de pura cepa, que tampoco coincidieron en la integración de las comisiones, tal la demanda de titularidades oficialistas para disponer de superior presupuesto. No hubo discusiones para los próceres oficialistas de la cámara, Conti o Felleti, imprescindibles para que nada ocurra en Asuntos Constitucionales o Presupuesto.

Le lanzaron dardos ofensivos a Laura Alonso, del PRO, una preferida del jefe boquense Daniel Angelici; dejaron pasar sin debate a Patricia Bullrich en Legislación Penal y les otorgaron a los representantes del socialismo y de la coalición de Elisa Carrió la misma cantidad de puestos que a los seguidores de Sergio Massa, cuando a este bloque le correspondería mayor cobertura por disponer de número superior de legisladores. Es un indicativo de que, para Cristina, hay rivales más peligrosos que otros, menos sensibles a su corazón.

Pero el lujo de la venganza se aplicó con Cobos, quien no dispondrá de nuevos contratos, pero la persecución oficialista tal vez lo beneficie en las encuestas. Fue, claro, el ejercicio pleno y brutal de la mayoría y curiosamente el veto no cuestionó calidades educativas del ingeniero mendocino (con vasta actividad en las universidades): se impuso para castigarlo por haber votado contra la voluntad del matrimonio Kirchner en la porfía con el campo. No es una conclusión antojadiza: la confesó el portavoz de la mandataria, el legislador Larroque, quien atribuyó la exclusión al atrevimiento “no positivo” del entonces vicepresidente, quien además de favorecer “poderes concentrados” también perseguía un “rato de fama”. Casi un comunicado militar para el ajusticiamiento legislativo.

Por si no alcanzaran estos argumentos sustanciales para el cristinismo, el vocero aseguró que la punición iba a satisfacer a los radicales “de corazón”. Entiende que los miembros de ese partido todavía deben achacarle a Cobos su trasvasamiento al proyecto Kirchner en 2007. Como si en materia de tránsfugas de la política no contabilizara Larroque a otro radical ascendente, Gerardo Zamora, ya ubicado en la línea sucesoria por la propia Cristina.

Esta anécdota de intolerancia remite a otra cuestión, histórica y conceptual. Las discusiones constitucionales en Estados Unidos, quizás por el componente de refugiados y perseguidos que habían huido de Gran Bretaña, se sostuvieron en una máxima: limitar el poder de una sola persona, proteger a las minorías del eventual avasallamiento mayoritario. Hasta se impidieron tener una sola religión. Al revés de Francia, donde la Revolución trasladó el poder del monarca a la Nación, lo convirtió en indiscutible y divino, propició además un dogmatismo de la voluntad general –mas allá de la Declaración de los Derechos del Hombre– y nada dijo inicialmente de los esclavos, no les otorgó ciudadanía a los judíos ni derechos cívicos a las mujeres. En suma, esa tendencia al absolutismo generó luego que el pueblo francés se adaptara con escasas reservas al terror jacobino primero y a la tiranía napoleónica después. Una cultura.

También el ejercicio del veto ofrece diferencias: en Estados Unidos es suspensivo; en París, la asamblea –al principio– se lo concedió graciosamente al rey. Sin necesidad de abundar, el gobierno que se sirve de una condición excluyente para borrar un adversario y nada como si no fuera a contaminarse en las aguas tóxicas del que posee la mayoría es dueño del todo, y plantea una democracia diferente a la que suscribieron los norteamericanos. Otra cultura.

Ingresa, claro, en la contradicción de que el avance de nuevos derechos suponga la privación de otros, como el dilema de la semana: ¿es el derecho de huelga menos prioritario que el de la educación? O el recurrente de que la formación de piquetes es un derecho superior al de la libertad de tránsito. Todo un debate abierto por esa inclinación a sumergir a las minorías mientras disponen de la mayoría, a exaltar la voluntad general como premisa, a servirse de la cólera o la venganza personal como un legítimo instrumento del Estado.

Aunque Cristina suele confundir bonapartismo con Napoleón, enredarse en el elogio al régimen del avivado sobrino creyendo que se trata de lo que hizo su grandioso tío –ya por segunda vez en estos últimos meses y sin que ningún adlátere intelectual le corrija el desliz–, su vocación política y la que expresan agrupaciones afines y hasta su propio hijo indican la naturaleza democrática que prefiere.

Aunque más de uno, seguramente en minoría, puede afirmar que ese legado de origen francés tan alejado del comportamiento individual no induce a una democracia más racional. Cobos es una muestra de esa exageración.

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