El oficialismo le
pasó factura: lo dejó sin nada en Diputados. Cristina y sus confusiones
bonapartistas.
Por Roberto García |
Más memoriosa que Funes, nunca se desprendió del aguijón. Y
como las mujeres que jamás olvidan agravios o traiciones, la picadura se torna
inevitable cuando un acontecimiento les renueva en su corteza cerebral, con precisión
fotográfica de 15 megapíxeles, un episodio doloroso del pasado. A pesar,
incluso, de que en la etapa otoñal de su mandato y por algún tráfico piadoso
con el jefe de la Iglesia Católica, Cristina se prometió conciliar, perdonar,
abdicar el encono, abrazarse como en misa con los demás feligreses reunidos en
la ceremonia.
Sin embargo, el instinto permanece latente, como las células
dormidas, nunca cesa el espíritu vindicatorio. Artemisa contra Orión.
Bajo esa lectura debe entenderse la imperial represalia
contra Julio Cobos, a quien el oficialismo tachó como titular de la comisión
legislativa de Educación. Personalización deliberada por cuenta y encargo de la
Casa Rosada, burlándose del acuerdo celebrado previamente con los radicales y
otros partidos (tradición nunca violada en el Parlamento).
Fin a cierta convivencia, aunque la réplica de la UCR se
encerró en una protesta oral y en un mutis de la comisión. Hasta allí llegó la
ofensa. En todas las otras comisiones permanecen: hay que cuidar los contratos.
Algo semejante al interés de Julián Domínguez y Juliana Di
Tullio, kirchneristas de pura cepa, que tampoco coincidieron en la integración
de las comisiones, tal la demanda de titularidades oficialistas para disponer
de superior presupuesto. No hubo discusiones para los próceres oficialistas de
la cámara, Conti o Felleti, imprescindibles para que nada ocurra en Asuntos
Constitucionales o Presupuesto.
Le lanzaron dardos ofensivos a Laura Alonso, del PRO, una
preferida del jefe boquense Daniel Angelici; dejaron pasar sin debate a
Patricia Bullrich en Legislación Penal y les otorgaron a los representantes del
socialismo y de la coalición de Elisa Carrió la misma cantidad de puestos que a
los seguidores de Sergio Massa, cuando a este bloque le correspondería mayor
cobertura por disponer de número superior de legisladores. Es un indicativo de
que, para Cristina, hay rivales más peligrosos que otros, menos sensibles a su
corazón.
Pero el lujo de la venganza se aplicó con Cobos, quien no
dispondrá de nuevos contratos, pero la persecución oficialista tal vez lo
beneficie en las encuestas. Fue, claro, el ejercicio pleno y brutal de la
mayoría y curiosamente el veto no cuestionó calidades educativas del ingeniero
mendocino (con vasta actividad en las universidades): se impuso para castigarlo
por haber votado contra la voluntad del matrimonio Kirchner en la porfía con el
campo. No es una conclusión antojadiza: la confesó el portavoz de la
mandataria, el legislador Larroque, quien atribuyó la exclusión al atrevimiento
“no positivo” del entonces vicepresidente, quien además de favorecer “poderes
concentrados” también perseguía un “rato de fama”. Casi un comunicado militar
para el ajusticiamiento legislativo.
Por si no alcanzaran estos argumentos sustanciales para el
cristinismo, el vocero aseguró que la punición iba a satisfacer a los radicales
“de corazón”. Entiende que los miembros de ese partido todavía deben achacarle
a Cobos su trasvasamiento al proyecto Kirchner en 2007. Como si en materia de
tránsfugas de la política no contabilizara Larroque a otro radical ascendente,
Gerardo Zamora, ya ubicado en la línea sucesoria por la propia Cristina.
Esta anécdota de intolerancia remite a otra cuestión,
histórica y conceptual. Las discusiones constitucionales en Estados Unidos,
quizás por el componente de refugiados y perseguidos que habían huido de Gran
Bretaña, se sostuvieron en una máxima: limitar el poder de una sola persona,
proteger a las minorías del eventual avasallamiento mayoritario. Hasta se
impidieron tener una sola religión. Al revés de Francia, donde la Revolución
trasladó el poder del monarca a la Nación, lo convirtió en indiscutible y
divino, propició además un dogmatismo de la voluntad general –mas allá de la
Declaración de los Derechos del Hombre– y nada dijo inicialmente de los
esclavos, no les otorgó ciudadanía a los judíos ni derechos cívicos a las
mujeres. En suma, esa tendencia al absolutismo generó luego que el pueblo
francés se adaptara con escasas reservas al terror jacobino primero y a la
tiranía napoleónica después. Una cultura.
También el ejercicio del veto ofrece diferencias: en Estados
Unidos es suspensivo; en París, la asamblea –al principio– se lo concedió
graciosamente al rey. Sin necesidad de abundar, el gobierno que se sirve de una
condición excluyente para borrar un adversario y nada como si no fuera a
contaminarse en las aguas tóxicas del que posee la mayoría es dueño del todo, y
plantea una democracia diferente a la que suscribieron los norteamericanos.
Otra cultura.
Ingresa, claro, en la contradicción de que el avance de
nuevos derechos suponga la privación de otros, como el dilema de la semana: ¿es
el derecho de huelga menos prioritario que el de la educación? O el recurrente
de que la formación de piquetes es un derecho superior al de la libertad de
tránsito. Todo un debate abierto por esa inclinación a sumergir a las minorías
mientras disponen de la mayoría, a exaltar la voluntad general como premisa, a
servirse de la cólera o la venganza personal como un legítimo instrumento del
Estado.
Aunque Cristina suele confundir bonapartismo con Napoleón,
enredarse en el elogio al régimen del avivado sobrino creyendo que se trata de
lo que hizo su grandioso tío –ya por segunda vez en estos últimos meses y sin
que ningún adlátere intelectual le corrija el desliz–, su vocación política y
la que expresan agrupaciones afines y hasta su propio hijo indican la
naturaleza democrática que prefiere.
Aunque más de uno, seguramente en minoría, puede afirmar que
ese legado de origen francés tan alejado del comportamiento individual no
induce a una democracia más racional. Cobos es una muestra de esa exageración.
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