sábado, 8 de marzo de 2014

Carrera contra el tiempo

Cristina es propensa a refugiarse en un mundo propio alejado del presuntamente real.

Por James Neilson (*)
Exigir objetividad a un político es inútil. Por ser tan competitivo su oficio, todos se ven obligados a exagerar la importancia de sus eventuales logros y atribuir los fracasos a la maldad ajena. Fue de prever, pues, que a más de diez años del inicio de la nada exitosa gestión kirchnerista, Cristina hablara al Congreso de un país bastante distinto del habitado por los demás.

Tuvo que hacerlo. De habernos sorprendido con una autocrítica en que aludiera a los estragos provocados por la inflación y la necesidad de aplicar un ajuste feroz que depauperará aún más a millones de familias, además de la creciente inseguridad ciudadana agravada por la proliferación de narcotraficantes, habría liquidado su propio poder.

Acaso no le hubiera convenido insistir en que, gracias a su liderazgo y las bondades del modelo, la Argentina “ha completado el ciclo más virtuoso en 200 años”, ya que a esta altura pocos ignoran que, una vez más, el país se encuentra atrapado en una espiral descendente, pero dadas las circunstancias se siente constreñida a entusiasmar así a la militancia reivindicando el gran relato oficial.

Puede que Cristina no tome al pie de la letra todas sus afirmaciones, pero parecería que en términos generales cree que su forma de interpretar lo que está sucediendo es la correcta. ¿Y sus colaboradores, personas como el chiquito rendidor Axel Kiciloff, el en ocasiones deslenguado Florencio Randazzo, Jorge Capitanich y otros apóstoles de la única fe verdadera?

Sería de suponer que algunos por lo menos entienden que Cristina es propensa a refugiarse en un mundo propio alejado del presuntamente real, pero así y todo procuran limitar los perjuicios causados por su voluntad de reemplazar el país que le ha tocado gobernar por otro mucho más sencillo.Los esfuerzos del ala relativamente pragmática del Gobierno por modificar el rumbo emprendido por la señora no han sido vanos.

Consiguieron convencerla de que la alternativa a un ajuste acompañado por un intento de acercarse subrepticiamente a los mercados de capitales representados en cierto modo por el satánico Fondo Monetario Internacional sería una implosión catastrófica. Si bien a juicio de algunos aventureros kirchneristas sería mejor salir en medio de un estallido económico, dejando que otros se encarguen de los escombros, Cristina habrá llegado a la conclusión de que le sería demasiado peligrosa una estrategia basada en el principio leninista de cuanto peor, mejor.

Entre otras cosas, necesita más tiempo en construir una Línea Maginot de fortificaciones jurídicas que le permita defenderse contra los fiscales, jueces, abogados y políticos que están aguardando la oportunidad para emprender una ofensiva contra sí misma y los muchos funcionarios, encabezados por el vicepresidente Amado Boudou, que tarde o temprano se verán invitados a rendir cuentas ante la Justicia por las fechorías que les han sido imputadas.

Cristina aún está en condiciones de continuar ubicando a sus adherentes en puestos judiciales clave, pero de reducirse mucho más su poder no le será tan fácil hacer de la Justicia un bastión kirchnerista. Asimismo, el mayor control “popular” que está reclamando no la ayudaría si la mayoría la acusara de ser autora de sus penurias: quienes creen que comerciantes codiciosos son responsables de la inflación también son proclives a achacar las desgracias del país a la corrupción de sus dirigentes políticos.

Fabricar relatos no es un monopolio kirchnerista. Es universal: todos lo hacen porque de otro modo nada parecería tener sentido. Si algo distingue de los relatos rivales el improvisado por Cristina y sus admiradores, es la rigidez dogmática que lo caracteriza y por lo tanto la intolerancia de quienes lo han adoptado. Para ellos, han sido deprimentes los acontecimientos de los más de seis meses que han transcurrido a partir de las primarias de agosto del año pasado.

Adaptarse no solo a la pérdida de popularidad sino también al desmoronamiento rápido de un modelo socioeconómico claramente inapropiado para los tiempos que corren no habrá planteado problemas a los oportunistas, que por cierto abundan, pero para los creyentes es motivo de angustia comparable, salvando las distancias, con la producida entre los izquierdistas por el derrumbe de la Unión Soviética.

Los diversos relatos opositores siempre han sido más flexibles que el de Cristina. Hasta apenas un año atrás, se basaban en la convicción resignada de que la Presidenta conservaría su popularidad y el kirchnerismo seguiría constituyendo una fuerza poderosa, pero al multiplicarse las dificultades económicas, todo cambió.

Hace un par de meses, muchos se preparaban para un hipotético paso al costado de Cristina, justificado por sus dolencias psicosomáticas, que le ahorraría la necesidad de someter el país a un ajuste inevitablemente “ortodoxo” que devoraría su ya menguado capital político.

Dicha posibilidad no se ha visto eliminada. La decisión de poner a un ex radical K, el cacique santiagueño Gerardo Zamora, en la línea de sucesión presidencial justo detrás de Amado Boudou, desplazando a Beatriz Rojkés de Alperovich y enojando a muchos peronistas, desató una pequeña ola de especulación acerca de lo que tiene en mente Cristina.

Por ahora, el consenso es que preferiría ocupar su cargo hasta diciembre de 2015 aunque solo fuera por miedo a lo que podría ocurrirle si se viera desprovista de poder. ¿Serían capaces sus partidarios de defenderla contra los ataques de sus enemigos cuando otro esté en la Casa Rosada?

Lo serían si, después de finalizar la transición, el kirchnerismo residual lograra consolidarse para conformar un bloque influyente, pero el que algunos supongan que el bueno de Máximo sería el hombre indicado para liderarlo mientras esté en el llano hace pensar que compartirá el destino del menemismo una vez hegemónico.

Para llegar intacto al día previsto para el cambio de mando, el Gobierno tendrá que superar una serie intimidante de obstáculos que él mismo construyó cuando imaginaba que todo le resultaría maravillosamente fácil, que lo único que tendría que hacer era seguir repartiendo plata para que la gente consumiera más de tal modo, para asombro del resto del planeta, impulsando la economía hacia la estratósfera.

Pero, como tantos populistas han aprendido, Carlyle tenía razón cuando llamó la economía “la ciencia triste”. Lo es porque los esquemas de los bienintencionados siempre chocan contra los límites supuestos por la escasez. No sirve para nada rabiar contra esta realidad lamentable, cubriendo de insultos a quienes la tienen en cuenta calificándolos de “neoliberales”. Por el contrario, solo asegura que, cuando por fin llegue la hora de la verdad, el desastre será aún más cruento de lo que hubiera sido el caso de haber actuado el Gobierno con un mínimo de sensatez.

No es posible prever las consecuencias sociopolíticas de la recesión con inflación –“estanflación”– que hasta nuevo aviso dominará el panorama nacional, pero las perspectivas son sombrías. Episodios como el que, hace una semana, hizo de Saavedra una zona de guerra al reaccionar los vecinos de un presunto delincuente villero abatido por la policía quemando autos, dañando edificios y aterrorizando a quienes viven en ellos, hacen temer que partes de la Capital Federal y el conurbano sean polvorines que podrían estallar en cualquier momento.

Ya está reduciéndose con rapidez desconcertante el poder de compra de los millones de personas que dependen de los programas asistenciales politizados armados por el Gobierno. Por lo demás, los habituados a recibir electricidad y gas a cambio de monedas pronto enfrentarán un tarifazo que según Kiciloff será selectivo pero que, por ser tan magros los ingresos de quienes en su opinión están entre los privilegiados, motivará protestas indignadas. También habrá más desabastecimiento, se cerrarán muchas fuentes de trabajo, y la agitación laboral se intensificará.

Frente a una crisis que amenazará con desbordarlo, un gobierno como el de Cristina no contará con muchas opciones. Su relato es alegre. No caben en él palabras desagradables como austeridad, disciplina y otras que suelen figurar en el léxico conservador. Es permisivo, de suerte que hasta la insinuación presidencial de que sería una buena idea “legislar una norma de convivencia” para que los piqueteros dejen de molestar a la gente dio pie a una minirrebelión oficialista. Se entiende, la “protesta social” es sagrada.

Pero, ¿qué sucederá si la protesta social adquiere dimensiones oceánicas y, para colmo, se dirige contra el gobierno nacional y popular? Puede que nada así ocurra y que todos los perjudicados por el ajuste se resignen mansamente a la destrucción de sus expectativas. De ser así, los kirchneristas no se verían forzados a tomar medidas que les serían aún más dolorosas que las ya emprendidas con el propósito de congraciarse con Repsol y de tal manera mejorar su imagen internacional. Caso contrario, las circunstancias los obligarían a elegir entre confesarse impotentes por un lado y, por el otro, tratar de restaurar el orden empleando métodos represivos idénticos a los favorecidos por quienes, mientras duró la década ganada, denostaban con virulencia como ultraderechistas antipopulares.

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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