Cristina es propensa a refugiarse en un mundo propio alejado
del presuntamente real.
Por James Neilson (*) |
Exigir objetividad a un político es inútil. Por ser tan
competitivo su oficio, todos se ven obligados a exagerar la importancia de sus
eventuales logros y atribuir los fracasos a la maldad ajena. Fue de prever,
pues, que a más de diez años del inicio de la nada exitosa gestión
kirchnerista, Cristina hablara al Congreso de un país bastante distinto del
habitado por los demás.
Tuvo que hacerlo. De habernos sorprendido con una
autocrítica en que aludiera a los estragos provocados por la inflación y la
necesidad de aplicar un ajuste feroz que depauperará aún más a millones de
familias, además de la creciente inseguridad ciudadana agravada por la
proliferación de narcotraficantes, habría liquidado su propio poder.
Acaso no le hubiera convenido insistir en que, gracias a su
liderazgo y las bondades del modelo, la Argentina “ha completado el ciclo más
virtuoso en 200 años”, ya que a esta altura pocos ignoran que, una vez más, el
país se encuentra atrapado en una espiral descendente, pero dadas las
circunstancias se siente constreñida a entusiasmar así a la militancia
reivindicando el gran relato oficial.
Puede que Cristina no tome al pie de la letra todas sus
afirmaciones, pero parecería que en términos generales cree que su forma de
interpretar lo que está sucediendo es la correcta. ¿Y sus colaboradores,
personas como el chiquito rendidor Axel Kiciloff, el en ocasiones deslenguado
Florencio Randazzo, Jorge Capitanich y otros apóstoles de la única fe
verdadera?
Sería de suponer que algunos por lo menos entienden que
Cristina es propensa a refugiarse en un mundo propio alejado del presuntamente
real, pero así y todo procuran limitar los perjuicios causados por su voluntad
de reemplazar el país que le ha tocado gobernar por otro mucho más sencillo.Los
esfuerzos del ala relativamente pragmática del Gobierno por modificar el rumbo
emprendido por la señora no han sido vanos.
Consiguieron convencerla de que la alternativa a un ajuste
acompañado por un intento de acercarse subrepticiamente a los mercados de
capitales representados en cierto modo por el satánico Fondo Monetario
Internacional sería una implosión catastrófica. Si bien a juicio de algunos
aventureros kirchneristas sería mejor salir en medio de un estallido económico,
dejando que otros se encarguen de los escombros, Cristina habrá llegado a la
conclusión de que le sería demasiado peligrosa una estrategia basada en el
principio leninista de cuanto peor, mejor.
Entre otras cosas, necesita más tiempo en construir una
Línea Maginot de fortificaciones jurídicas que le permita defenderse contra los
fiscales, jueces, abogados y políticos que están aguardando la oportunidad para
emprender una ofensiva contra sí misma y los muchos funcionarios, encabezados
por el vicepresidente Amado Boudou, que tarde o temprano se verán invitados a
rendir cuentas ante la Justicia por las fechorías que les han sido imputadas.
Cristina aún está en condiciones de continuar ubicando a sus
adherentes en puestos judiciales clave, pero de reducirse mucho más su poder no
le será tan fácil hacer de la Justicia un bastión kirchnerista. Asimismo, el
mayor control “popular” que está reclamando no la ayudaría si la mayoría la
acusara de ser autora de sus penurias: quienes creen que comerciantes
codiciosos son responsables de la inflación también son proclives a achacar las
desgracias del país a la corrupción de sus dirigentes políticos.
Fabricar relatos no es un monopolio kirchnerista. Es
universal: todos lo hacen porque de otro modo nada parecería tener sentido. Si
algo distingue de los relatos rivales el improvisado por Cristina y sus
admiradores, es la rigidez dogmática que lo caracteriza y por lo tanto la
intolerancia de quienes lo han adoptado. Para ellos, han sido deprimentes los
acontecimientos de los más de seis meses que han transcurrido a partir de las
primarias de agosto del año pasado.
Adaptarse no solo a la pérdida de popularidad sino también
al desmoronamiento rápido de un modelo socioeconómico claramente inapropiado
para los tiempos que corren no habrá planteado problemas a los oportunistas,
que por cierto abundan, pero para los creyentes es motivo de angustia
comparable, salvando las distancias, con la producida entre los izquierdistas
por el derrumbe de la Unión Soviética.
Los diversos relatos opositores siempre han sido más
flexibles que el de Cristina. Hasta apenas un año atrás, se basaban en la
convicción resignada de que la Presidenta conservaría su popularidad y el
kirchnerismo seguiría constituyendo una fuerza poderosa, pero al multiplicarse
las dificultades económicas, todo cambió.
Hace un par de meses, muchos se preparaban para un
hipotético paso al costado de Cristina, justificado por sus dolencias psicosomáticas,
que le ahorraría la necesidad de someter el país a un ajuste inevitablemente
“ortodoxo” que devoraría su ya menguado capital político.
Dicha posibilidad no se ha visto eliminada. La decisión de
poner a un ex radical K, el cacique santiagueño Gerardo Zamora, en la línea de
sucesión presidencial justo detrás de Amado Boudou, desplazando a Beatriz
Rojkés de Alperovich y enojando a muchos peronistas, desató una pequeña ola de
especulación acerca de lo que tiene en mente Cristina.
Por ahora, el consenso es que preferiría ocupar su cargo
hasta diciembre de 2015 aunque solo fuera por miedo a lo que podría ocurrirle
si se viera desprovista de poder. ¿Serían capaces sus partidarios de defenderla
contra los ataques de sus enemigos cuando otro esté en la Casa Rosada?
Lo serían si, después de finalizar la transición, el
kirchnerismo residual lograra consolidarse para conformar un bloque influyente,
pero el que algunos supongan que el bueno de Máximo sería el hombre indicado
para liderarlo mientras esté en el llano hace pensar que compartirá el destino
del menemismo una vez hegemónico.
Para llegar intacto al día previsto para el cambio de mando,
el Gobierno tendrá que superar una serie intimidante de obstáculos que él mismo
construyó cuando imaginaba que todo le resultaría maravillosamente fácil, que
lo único que tendría que hacer era seguir repartiendo plata para que la gente
consumiera más de tal modo, para asombro del resto del planeta, impulsando la
economía hacia la estratósfera.
Pero, como tantos populistas han aprendido, Carlyle tenía
razón cuando llamó la economía “la ciencia triste”. Lo es porque los esquemas
de los bienintencionados siempre chocan contra los límites supuestos por la
escasez. No sirve para nada rabiar contra esta realidad lamentable, cubriendo
de insultos a quienes la tienen en cuenta calificándolos de “neoliberales”. Por
el contrario, solo asegura que, cuando por fin llegue la hora de la verdad, el
desastre será aún más cruento de lo que hubiera sido el caso de haber actuado
el Gobierno con un mínimo de sensatez.
No es posible prever las consecuencias sociopolíticas de la
recesión con inflación –“estanflación”– que hasta nuevo aviso dominará el
panorama nacional, pero las perspectivas son sombrías. Episodios como el que,
hace una semana, hizo de Saavedra una zona de guerra al reaccionar los vecinos
de un presunto delincuente villero abatido por la policía quemando autos,
dañando edificios y aterrorizando a quienes viven en ellos, hacen temer que
partes de la Capital Federal y el conurbano sean polvorines que podrían
estallar en cualquier momento.
Ya está reduciéndose con rapidez desconcertante el poder de
compra de los millones de personas que dependen de los programas asistenciales
politizados armados por el Gobierno. Por lo demás, los habituados a recibir
electricidad y gas a cambio de monedas pronto enfrentarán un tarifazo que según
Kiciloff será selectivo pero que, por ser tan magros los ingresos de quienes en
su opinión están entre los privilegiados, motivará protestas indignadas. También
habrá más desabastecimiento, se cerrarán muchas fuentes de trabajo, y la
agitación laboral se intensificará.
Frente a una crisis que amenazará con desbordarlo, un
gobierno como el de Cristina no contará con muchas opciones. Su relato es
alegre. No caben en él palabras desagradables como austeridad, disciplina y
otras que suelen figurar en el léxico conservador. Es permisivo, de suerte que
hasta la insinuación presidencial de que sería una buena idea “legislar una
norma de convivencia” para que los piqueteros dejen de molestar a la gente dio
pie a una minirrebelión oficialista. Se entiende, la “protesta social” es
sagrada.
Pero, ¿qué sucederá si la protesta social adquiere
dimensiones oceánicas y, para colmo, se dirige contra el gobierno nacional y
popular? Puede que nada así ocurra y que todos los perjudicados por el ajuste
se resignen mansamente a la destrucción de sus expectativas. De ser así, los
kirchneristas no se verían forzados a tomar medidas que les serían aún más
dolorosas que las ya emprendidas con el propósito de congraciarse con Repsol y
de tal manera mejorar su imagen internacional. Caso contrario, las circunstancias
los obligarían a elegir entre confesarse impotentes por un lado y, por el otro,
tratar de restaurar el orden empleando métodos represivos idénticos a los
favorecidos por quienes, mientras duró la década ganada, denostaban con
virulencia como ultraderechistas antipopulares.
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