Por Gabriela Pousa |
Una vez más, Cristina volvió a demostrar la
fidelidad a sí misma. Habló dos horas y medias tan sólo para enfatizar
que una cosa es un ajuste en la economía, y otra muy distinta es un ajuste en
la gestión.
La gestión sigue y seguirá incólume como el relato,
aún cuando en los hechos se haya dinamitado.
La jefe de Estado sabe que hoy apenas tiene dos
pilares: un vasto aparato de comunicación y los militantes rentados. Pero no
mucho más tenía antes. Y es que en rigor, quién ha cambiado es el
pueblo en cuanto a su predisposición.
A nadie debería asombrar un discurso donde están
ausentes los principales temas que importan a la gente. Los Kirchner
jamás han prestado atención a las demandas perentorias sociales, construyeron
poder con el único fin de satisfacer sus arcas individuales. Y la sociedad se
lo permitió.
Hoy lo que cambió es quizás ese permiso. Hoy,
el argentino promedio no tiene aquello que durante una década lo distrajo a
punto tal de no darse cuenta que se lo estafaba con meras palabras: la
Presidente hablaba de corrido sin leer y eso fascinaba. Una lástima…
Existían los plasmas en cuotas, el auto
subsidiado, los electrodomésticos importados, y el celular
más sofisticado que, si además te lo robaban, lo reemplazabas por otro en
cualquier negocio del barrio. Sumando los escándalos de Tinelli, y
la selección de Maradona que se suponía traería la copa, había
pan y circo en equilibrio. ¿Para qué aburrirse escuchando a la mandataria?
Ahora el equilibrio se deshizo. Las
cosas cambiaron, no por arte de magia sino por todo lo que durante once años
vino diciendo el gobierno y no escuchamos. Ahora escasea aquello que
tanto nos distrajera y ahí está la diferencia.
Cristina no dijo nada que no dijera ya un sinfín de
veces detrás del atril, o “inaugurando” alguna obra de esas que nos
modificarían la vida de manera extraordinaria.
Y la vida se transformó claro, pero nada tuvo que
ver ninguna inauguración, a no ser la de la de una década de ignominia e
infamia. Entonces, escuchamos la apertura de sesiones
ordinarias, y preguntamos absortos cómo no habló de corrupción ni de inflación.
De corrupción era obvio que no hablaría, no iba a
armar tamaño corso para inmolarse frente a nosotros. Y la inflación no es sino
el reconocimiento del error. ¿Y desde cuándo Cristina reconoce que se equivocó?
Si acaso recordó un derecho constitucional como
lo es el de transitar libremente, fue para advertir qué no está
dispuesta a aceptar movilizaciones ajenas ( los rumores de una nueva marcha
multitudinaria llegaron a Casa Rosada…), y justificar el respaldo a la barbarie
que instituyó Nicolás Maduro en Venezuela. No es que la Jefe de Estado
se volvió, de golpe, más democrática. No.
En síntesis, el discurso fue una
confirmación de sí misma. A la sistematización de la mentira que
caracteriza al kirchnerismo apenas si lo matizó con un reacomodamiento
que hizo el día anterior, y que más que estratégico, fue perverso: el de
Beatriz Rojkes de Alperovich por Gerardo Zamora.
Cristina vio venir la interna peronista y tomó nota
del intento por cerrarle las puertas y torcerle la senda. Por
eso, en su anterior cadena nacional, elogió al ex ministro radical José
Luis Machinea y al economista Miguel Bein. Por eso,
en este último discurso, ponderó la enseñanza democrática del
radicalismo cuando se elegían autoridades del Centro de Estudiantes de la
facultad. Y por eso la sonrisa que le propició al legislador de la UCR
cuando refirió a la eficacia del Estado empresario “a pesar de que el
senador Morales me hace que no con la cabecita“.
No es un intento de ganarse las mieles del
radicalismo, no. Es tan sólo su forma de hacerles saber a los
peronistas que es ella quien hace y deshace, elige o no. ¿O creen, por
ejemplo, que Sergio Urribarri puede postularse sin el aval de la Presidente?
Aunque se haya hecho eco el “fin de ciclo”, y el
país haga agua por todas partes, quién sigue asida al timón del Titanic es
Cristina. Y por las dudas alguien lo olvide, ella lo recuerda.
En resumidas cuentas, el acto inaugural de
las sesiones ordinarias del Congreso Nacional fue otro acto partidario más, a
imagen y semejanza de la dama: mucho show aunque está vez, el espectador
cambió.
La gente lo vio y lo escuchó con otra disposición.
Quizás no tenía delante un nuevo televisor y el “vermouth con papas
fritas”, ese combo ineludible que Tato Bores inmortalizó, o quizás
– y esto sería tan saludable – el pueblo, un poquitito maduró.
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