Nuestra CFK se pelea
por sacarle el puesto de mejor destructor de la economía de la región a Fidel
Castro.
Por James Neilson (*) |
Cuando de destruir una economía que, según las pautas
regionales, era relativamente próspera se trata, ningún líder latinoamericano
ha logrado más que el dictador emérito Fidel Castro. Desde hace más de medio
siglo es el campeón indiscutido en materia de depauperación: gracias al
“modelo” que, con la ayuda inestimable del Che, construyó luego de apoderarse
de la isla, el salario mensual promedio de los cubanos se ha mantenido por
debajo de los 19 dólares: 158 pesos argentinos a la tasa de cambio de inicios
de la semana pasada. Así y todo, últimamente le han surgido dos rivales de
fuste: el venezolano Nicolás Maduro y nuestra Cristina.
Si bien ambos se las han arreglado para provocar crisis
económicas fenomenales, aún no han logrado desplazar a Fidel de su lugar en el
podio. Con la esperanza de aprender algunos trucos perfeccionados por el viejo
maestro, los dos desafiantes acaban de viajar a La Habana para rendirle
homenaje, charlar con él por un rato y asistir a una “cumbre” continental sin
la presencia molesta de delegados de Estados Unidos y Canadá. Será de suponer
que, después de felicitarlos por lo mucho que ya han conseguido, el comandante
jubilado les advirtió que para difundir la miseria en países rebosantes de
riquezas naturales como Venezuela y la Argentina se necesita un grado de
ingenio revolucionario realmente excepcional, de suerte que tendrían que redoblar
sus esfuerzos.
La receta de Fidel es sencilla: hay que olvidarse de los
datos concretos y politizar absolutamente todo, subordinarlo al relato oficial
para desdoblar así la realidad, dejando la parte negruzca para la gente común,
“las masas”, y otra muchísimo más luminosa para los ideólogos. Es lo que han
hecho los castristas, con éxito fulminante a juicio de sus admiradores de otras
latitudes, pero mientras que ellos lograron ganar al menos cinco décadas en que
ir por todo, Cristina tendrá que conformarse con una sola. Mal que le pese, la
señora no dispondrá de tiempo suficiente como para rematar la obra ambiciosa
que emprendió cuando soñaba con eternizarse en el poder.
Los castristas culpan a los norteamericanos por todas sus
desgracias materiales. Pueden comerciar con los demás países, pero insisten en
que si no fuera por lo difícil que les es hacerlo con el imperio a causa del
“bloqueo” no tendrían problemas. Aunque Cristina y sus soldados son reacios a
afirmarse víctimas predilectas de la maldad sin límites de Barack Obama, la CIA
y otras entidades siniestras, dicen estar luchando con valentía contra una
hueste de enemigos igualmente perversos: especuladores, corporaciones, poderes
financieros concentrados, los bancos y el CEO de Shell Juan José Aranguren que,
según parece, ha sucedido a Héctor Magnetto de Clarín en el papel de
desestabilizador en jefe del modelo kirchnerista.
Puede que la prédica kirchnerista en tal sentido sirva para
convencer a los incondicionales de Cristina de que un mundo envidioso, dominado
por neoliberales, está resuelto a castigarla por su heterodoxia, pero el resto
de la población propende a atribuir la implosión del “modelo” a sus defectos
congénitos y la ineptitud de los encargados de manejarlo. No extraña, pues, que
se haya difundido la impresión de que ni el ministro de Economía, Axel
Kicillof, ni el atribulado jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, tienen la menor
idea de lo que les convendría hacer para alcanzar la ya mítica normalidad. Los
dos parecen estar más preocupados por el estado de ánimo de una presidenta
quisquillosa que podría retarlos que por lo que les aguarda a los cuarenta
millones y pico de argentinos rasos. Una vez más, impera la incertidumbre: han
sido tantas las marchas y contramarchas, las contradicciones, las afirmaciones
enigmáticas, que nadie sabe muy bien cómo reaccionar frente al torrente de
novedades.
Es lo que suele suceder cuando se desintegra el modelo de
turno, algo que ya es rutinario en un país en que las ilusiones estimuladas por
la adopción de uno distinto luego del fracaso del anterior raramente duran más
de diez años. Bien antes de la fecha prevista para que el país pruebe suerte
con otro gobierno, el modelo de Cristina ha quedado sin la plata que necesita
para continuar funcionando. La caja que tantos beneficios le ha reportado está
vacía. Puede que en marzo entren algunos dólares procedentes de la venta de
soja –para frustración de sus cuidadores, el modelo kirchnerista es
esencialmente agroexportador–, pero pocos creen que resulten suficientes: el
Gobierno los gastará en un par de días en un intento desesperado por comprar
apoyo o demorar algunas protestas.
Kicillof supone que le será dado mantener el dólar yanqui,
que para todos y todas es la moneda de referencia, a ocho pesos, pero por ahora
el mercado dice que doce sería más apropiado. ¿Y mañana? No hay forma de
saberlo. Los optimistas apuestan a Kicillof, los desconfiados temen que aquel
monstruo caprichoso que es el mercado se ensañe tanto con el país que lleve su
divisa a las nubes. De ser así, se desataría una tormenta inflacionaria
parecida a tantas otras que han confirmado el fracaso de un nuevo experimento
destinado a mostrar a los “ortodoxos” que no entienden nada.
Como no pudo ser de otra manera, se ha consolidado el
consenso de que, detrás de las convulsiones cambiarias, está el enemigo ya
ancestral del voluntarismo populista que según parece forma parte del ADN
nacional: la inflación.
Peronistas, radicales, progres de inclinaciones socialistas
y liberales coinciden en que el Gobierno debería combatirla con un plan
“coherente”, aunque solo los más osados se permiten hablar de ajuste por ser
cuestión de una palabra non sancta en el léxico político criollo. Los demás
prefieren pasar por alto lo que debería serles evidente, que, si fuera posible
frenar la inflación sin perjudicar a nadie, el flagelo no ocasionaría problemas
en ninguna parte.
La razón por la que en el resto del mundo civilizado los
gobiernos tiemblan si el índice de precios sube a un ritmo superior al cinco
por ciento anual es que entienden que detenerlo podría costarles su capital
político, pero Cristina, inspirándose en polemistas contestatarios, creía que
se trataba solo de una fábula neoliberal. ¿Se ha dado cuenta de la magnitud de
su error? Es factible, pero ya es demasiado tarde para que desande el camino
que la ha llevado al callejón sin salida en que se ve atrapada.
A diferencia del idolatrado Fidel, la Presidenta no podrá
subordinar lo económico a lo político, aplastándolo con brutalidad por la
fuerza física. Puede que el compañero Maduro aún disponga de dicha alternativa,
pero la Argentina no es Venezuela y, bien que mal, el kirchnerismo no cuenta
con el poder de fuego del chavismo. Así, pues, Cristina se ve ante la opción de
dejar que su gestión termine en llamas, como correspondería a la protagonista
de una epopeya revolucionaria en guerra contra la tiranía de los números, por
un lado y, por el otro, asumir la responsabilidad ingrata de hacer cuanto
resulte necesario para impedir que el país se le vaya de las manos para
entonces precipitarse en un abismo de miseria. Por lo pronto, Cristina y sus
colaboradores están procurando avanzar por una ruta intermedia, aplicando
subrepticiamente un ajuste de severidad cada vez mayor en cuotas, pero no
podrán seguir así por mucho tiempo más.
El Gobierno no quiere que la devaluación abrupta del peso
provoque un salto inflacionario, como siempre ha sucedido en el pasado, pero
sorprendería que las amenazas proferidas por funcionarios devaluados como
Kicillof y Capitanich impresionaran mucho a comerciantes que se resisten a
perder dinero. Es probable, pues, que se generalice el desabastecimiento como
en los tiempos de Isabelita. Asimismo, si bien la devaluación habrá venido de
perlas para algunos exportadores, tendrá un impacto muy negativo en las muchas
empresas que dependen de insumos importados y también, es innecesario decirlo,
en el costo relativo de la energía que el país compra a precios fijados por los
mercados internacionales. Huelga decir que aumentar las tarifas eléctricas para
quienes han sufrido apagones que en algunos casos duraron semanas no ayudará a
mejorar la imagen de un gobierno que jura ser nacional y popular.
Como los buitres, los especuladores que, por motivos
comprensibles, están mirando lo que está sucediendo aquí con gran interés, no
atacan a quienes están en condiciones de defenderse. Suelen echarse sobre los
débiles. Al caer las reservas, huir hacia lugares más seguros los capitales y
replegarse los inversores, la Argentina les parece más apetitosa, y más
vulnerable, por momentos. Para mantener a raya a los especuladores, no sirven
los sermones de los moralistas o las consignas ideológicas. Lo único que
respetan es la idoneidad de los responsables de administrar la economía. Si los
creen capaces de manejarla con eficiencia y realismo, buscarán carroña en otro
lado, pero sucede que funcionarios que podrían intimidar a los tan denostados
especuladores nunca hubieran permitido que la “fronteriza” economía argentina
se pusiera en una situación tan terriblemente comprometida como la que está
causando alarma no sólo aquí sino también en el mundo “emergente”.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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