Por Relato del
Presente
Una cadena nacional para no anunciar nada. A esta altura ya
no sé si es necesidad de mostrar acción o tan solo puro morbo de joder en medio
del almuerzo. La celebración de la modernidad y la entrega simbólica del primer
plan Progresar para un estudiante de la Universidad Arturo Jauretche en
Florencio Varela, un partido que es al progreso y la modernidad lo mismo que
Irán es al matrimonio igualitario.
Podría haber hablado de la revolución ferroviaria que
mantiene todo igualito, pero con pantallas leds que anuncian -y mal- la próxima
formación sin frenos o, al menos, charlar de la nube pasajera que atravesó
Berazategui. Pero Cristina prefirió contar que en los ’70, cuando venía a
Buenos Aires, iba por la Calchaquí en auto hasta La Plata para visitar a la
mamá. Todo un tema al que nadie le dio bola. Del “exilio interno” del que dijo
ser víctima a partir de 1975 por su militancia comprometida, pasamos a esa
imagen de poder tomarse un avión a Buenos Aires, pasar por aeroparque y manejar
por una de las avenidas más controladas, sin tener mayores problemas.
Cristina, a 250 kilómetros por hora, no tuvo ni intenciones
de frenar en la curva y tiró que “ya no tenés que ser rico para tener salud
pública de primera”, algo que está muy bueno que salga de la boca de una
multimillonaria que pasea su historial clínico entre el hospital Austral, Los
Arcos y la Favaloro. Pero la presi es así, por eso puede decir que desde el
helicóptero pudo ver lo lindo que está Florencio Varela, a pesar de las 885
villas miserias repartidas entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano que
cruzó por el aire de norte a sur.
La jefa espiritual de los monotributistas dedicó unas
palabras a la situación venezolana y pidió que se respete la democracia, porque
“respetar la paz sumado al respeto a la democracia es respetar la vida”. Eterno
resplandor de una mente sin conceptos, en los que democracia es sinónimo de
vida, incluso si la democracia se lleva puestas a 25 mil personas en muertes
violentas durante 2013, las cuales se suman a las 120 mil de la década
revolucionaria, una cifra superada sólo por Siria, un país en guerra civil.
En Argentina, los muertos en manos de delincuentes son
difíciles de dimensionar, sobre todo si tenemos en cuenta que lo que llamamos
como “la desidia del Estado” no es otra cosa que otro puñado de delincuentes
reventando todo sistema de resortes que protejan la vida, sea en una esquina de
la ciudad, en una ruta en la que se chorearon hasta el pavimento, o en un tren
en los que se afanaron todo y no dejaron ni guita para frenos.
Los pibes que reclaman en Venezuela tienen entre 18 y 25
años. Tenían entre 3 y 10 años cuando arrancó el chavismo. Delirantes con
sueldos pagos por todos nosotros los acusan de ser los golpistas de siempre.
Inimputables imputan por la transmisión genética del gen del fascismo a pibes
que exigen la libertad de que nadie les diga cómo vivir sus vidas. Es
destacable que solo un imbécil puede acusar por transmisión genética, dejando
de lado de si tienen razón o no respecto de las cosas que se le imputan a los
padres, un argumento que tanto les gusta adjudicar a los militares de la última
dictadura argentina.
Idiotas que se la dan de intelectuales y defienden Estados
que pretenden controlar todos los aspectos de la vida a lo largo y ancho de sus
territorios por medio de sus instituciones corporativas, sociales y educativas,
donde todas las fuerzas políticas y económicas circulan dentro del Estado.
Palabras más, palabras menos, la definición de fascismo esbozada por Benito
Mussolini en La Dottrina del Fascismo de 1932.
¿Cuántos muertos hacen falta para poder quejarse? ¿Cuántos
son los necesarios para poder reclamar? ¿Cuántas personas menos son necesarias
para que se deje de pelotudear con la ideología y se hable del ser humano?
¿Cuántos cadáveres calientes se necesitan para pedir silencio a los
justificadores de lo injustificable y que escuchen a los que ya no tienen otra
cosa que palabras? ¿Cuántos cuerpos tibios hacen falta para pedir que hablen
sobre ellos, sobre los que alguna vez fueron personas vivas? ¿Fríos, cuentan?
¿Cuántas familias arruinadas son necesarias para que se deje
de culpar a los medios, a los sindicatos, a los estudiantes, a los
comerciantes, a la oposición, a la derecha extraterrestre, a los gremlins, al que
bajó la palanca, al que no sabía nadar, al que iba a laburar un día de semana,
al que pedía que dejen de violar minas en las aulas, al que viajaba en el
primer vagón, al que no renunció a los subsidios, al que pagó la leche más
cara, al que aumentó la nafta, al que cambió dólares, al que compró un calzón
en el exterior, al que prendió el aire acondicionado con 49 de térmica, al que
utilizó la cocina para preparar la cena, al que prendió la estufa para
calefaccionar la casa en invierno?
La gran tragedia argentina de los últimos 30 años no fue ni
el choque de Once, ni el avión de LAPA, ni el atentado a la AMIA, ni la
voladura de la embajada de Israel, ni la inundación de La Plata, ni la
explosión de la fábrica militar de Río Tercero, ni el incendio de Cromañón. La
gran tragedia de Argentina de los últimos 30 años es habernos creído que
cualquier cosa es menos importante que respetar la “voluntad popular”, como si
la imposición por el número pudiera trastocar la verdad de las cosas, como si
15 millones de personas repitiendo que la tierra es plana lograra que dejara de
ser redonda.
Cristina dice que los que pierden una elección no pueden
poner en vilo a un país, algo tan válido como la otra cara de la moneda, esa
que dice que los que ganaron no pueden hacer lo que se les canta, pasando por
arriba de los que perdieron, ninguneándolos y reduciéndolos a la mínima
expresión, privándolos hasta del derecho a quejarse hasta nuevo aviso, o hasta
que armen un partido y ganen las elecciones.
No es “respetando la democracia” que se logra la paz social,
sino respetando la Constitución Nacional, ese texto escrito que es lo más
parecido a un contrato social que podamos ver en nuestras vidas, en el cual la
democracia sólo es el método para elegir a quienes deberán cumplir con la
Constitución, y que el mandato se cumple no solo por el mero paso del tiempo,
sino por la satisfacción de las obligaciones que el gobernante electo tiene.
¿Dónde están la vivienda digna, la libre disposición e
inviolabilidad de la propiedad privada, la igualdad ante la ley, las cárceles
sanas y limpias para seguridad y no para castigo, y el derecho a un medio
ambiente sano? ¿Nadie recuerda que la Constitución Nacional también dicen que
los delitos dolosos contra el Estado que conlleven enriquecimiento son un
atentado a la Constitución equiparado a un gobierno de facto? ¿Y los que
reclamamos que dejen de robar somos los golpistas? Si el mandatario no cumple con
lo que el pueblo le mandó, no es el pueblo el que se está cagando en la
democracia, sino el mandatario.
Nunca me gustó hablar de “países normales” porque soy de los
que se revolearía por la ventana del undécimo piso al tercer día de no escuchar
un bocinazo en Zürich. Reconozco que podría pasarme una tarde pisando la senda
peatonal sólo para ver como frenan todos los autos en un esquina sin semáforo,
pero necesito algo de gente con sangre en las venas. No sé, un tachero que
putea al del bondi porque frenó a tres millas marinas del cordón, un albañil
que perfuma el barrio con fragancia de asado desde las nueve de la matina,
algo.
Tampoco sé bien en qué país me gustaría vivir. Sólo se que
no se parece mucho al que me vendieron por Argentina. Algo así como que llegue
la caja de una Mac Pro y adentro aparezca una IBM XT 286 -chicos, pueden
preguntarle a papá- y el flaco de la entrega me putee por no estar conforme.
Muchos me dicen que es la reina del baile, pero yo le
encuentro hasta los bigotes sin depilar. Y todos esos que me gritan por no
querer sacarla a bailar, no han puesto ni un mango para pagarle la depilación.
Mientras me insultan por no aceptar que ahora esa Argentina es de todos, caigo
en la cuenta de que malinterpretaron el “de todos” y se turnan para
enfiestarla.
A mí me gustaba más como era en mis sueños, cuando no tenía
que planificar una salida familiar como si se tratara de un safari al conurbano
septentrional. En mis sueños infantiles mi vieja no ansiaba que se inventara
algún dispositivo electrónico para que pudiera comunicarse conmigo por si me
pasaba algo. Podía salir a andar en bicicleta y volver a casa con las dos
ruedas colocadas. En el país de mis sueños los “chicos de departamento” no
éramos introvertidos: no nos quedaba otra que la calle. A mi vieja le salían
tres canas nuevas por cada tarde de lluvia conmigo encerrado. La calle era mi
mundo y la plaza mi palacio. La única forma de escuchar a nuestras viejas
pedirnos que volviéramos a casa era cuando ya había caído la noche. Y sólo si
había clases al día siguiente.
La educación escolar que hoy declaran obsoleta me permitía
enumerar de memoria los nombres y apellidos de todos y cada uno de los
presidentes que tuvimos. Y si hacía un poquito de esfuerzo, hasta la embocaba
con los años de mandato. Esa misma educación pedorra fue la que logró que, en
la universidad, a lo único que le tuviera miedo fuera a la burocracia
administrativa.
En el país que yo soñaba, me enseñaron que el que tenía
trabajo no debía tenerle miedo a nada. En ese país soñado, la casa propia era
una realidad a fuerza de voluntad propia y no de la limosna del Estado, algo
que ni se mencionaba, se daba por sentado. La aspiración de la clase media en
ese país de ensueño era comprar un departamentito en Mar del Plata y ayudar a
que los hijos vivan mejor que uno. Debo reconocer que eran sueños bastantes
locos, porque en aquel país que yo soñaba, había inmigrantes analfabetos que en
un lustro tenían una vivienda y en un par de décadas ya poseían doctorados
entre sus vástagos.
Un día me sacaron de la cama de un sopapo en la nuca y me
mostraron que ahora sí el país era el de mis sueños. Y resultó ser tan parecido
a mis pesadillas que quise volver a dormirme. Un país en el que los ganadores
de la década deambulan por las calles mangueando algo para sobrevivir, para
luego armar una improvisada choza en una esquina de la secretaría de Comercio
que durante años dijo que se podía morfar por seis pesos. Un país en el que te
pueden matar delante de tus viejos, tus hijos y tu señora en Nochebuena para
robarte el auto. Un país en el que los que se confunden son los trenes y en
lugar de llevarte a Once, te dejan en Chacarita.
Un país en el que los servicios públicos sudaneses se deben
a que tenemos una calidad de vida escandinava con una economía londinense. Un
país en el que el gobierno son los hacedores de todo lo bueno gracias a nuestra
guita, y nosotros los culpables de todo lo malo gracias a su inoperancia. Un
país en el que los históricos defensores de los derechos humanos se dividen en
dos, los que fueron cooptados por el gobierno y los que se quedaron
masturbándose con una porno revolucionaria en blanco y negro: ambos son
incapaces de reconocer la violación a un derecho humano en un gobierno
socialista y/o democrático ni aunque la vean en videos.
Un país en el que once años de modelo no pueden solucionar
“la pesada herencia recibida”, ni treinta años de democracia logran superar
siete años de dictadura. Un país en el que cualquiera que ose levantar el tono
de voz en la cola del banco es tildado de revoltoso. Un país en el que millones
de personas en las calles son una oposición minoritaria y un montón de centros
de estudiantes en el living de la Rosada son “el pueblo”.
El tema de esta confusión onírica es que ya no sé si quiero
volver a dormirme para soñar con aquel país, o despertarme y convertirlo en
realidad.
Martes. Un país en el
que una mentira vale más que un millón de verdades.
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