Contra lo que
deseaba, la Presidenta vuelve a recostarse en los barones del Conurbano, con la
mira puesta en el 2015.
Por Roberto García |
Si se devalúa, se suben brutalmente las tasas, se pacta con
el FMI, se le paga a Repsol, se modifica el Indec, se jura asistir al prohibido
Tedeum del 25 de mayo –entre otras deserciones al relato oficial–, ¿por qué no
seducir de nuevo a La Tota y a La Porota (así conocidos en el mundo duhaldista
al que siempre pertenecieron, emblemas pejotistas del elenco de los barones de
Conurbano y que contribuyeron a que Cristina fuera dos veces elegida Presidenta)?
La respuesta obvia se consumó ayer: sin prejuicios, aterrizó la mandataria en
Florencio Varela, reducto de La Tota (Julio Pereyra). Pronto lo hará en
Ituzaingo, la cabecera de Alberto Descalzo, La Porota. Regresa la dama a este
núcleo especializado en producir y contar votos de la mano de Julio De Vido,
quien cultiva a estos personajes desde los tiempos de Néstor, cuando a través
de obras y certificaciones (casi más importantes que las obras mismas) logró un
rosario de adhesiones que le permitió almacenar un volumen inédito de votos
para la “década ganada”. A Ella, sin embargo, ese contacto le resultaba
irritante, casi despreciable por la presunta connotación derechista de los
participantes, y nunca intervino para frenar la ofensiva de La Cámpora, que
intentó desalojar a estos intendentes o a la estructura cupular del peronismo
bonaerense. No le fue bien en esa ocurrencia a Cristina.
Y Sergio Massa, como se sabe, reclutó más de veinte
intendentes quejosos para ganar el año pasado las elecciones, mientras que este
2014 continuaba en la contratación –con La Tota y La Porota en conversaciones–
abriendo el libro de pases con Raúl Othacehé (Merlo), uno de los más
representativos del cuestionado sector y uno de los mejores armadores políticos
del territorio. Ese salto casi pasó inadvertido en los medios y en la desidia
gubernamental, a pesar de que el propio Néstor –en su momento de apogeo– debió
interesarse en neutralizar y negociar con Othacehé, entonces algo distraído del
oficialismo y en andanzas verbales con Francisco de Narváez. Ocurrió que,
anoticiado por Massita (entonces jefe de Gabinete de Cristina) de que Othacehé
había organizado un asado con otros intendentes también dubitativos en el
respaldo a CFK, se trepó al helicóptero de su mujer y se apareció en el asado
con la pregunta “¿No me van a invitar?”. Hubo una larga tenida y algún tipo de
acuerdo respetuoso: los obligados anfitriones no abandonaron al kirchnerismo,
pero presentaron gente también en la lista opositora. Simultáneamente, un juego
a dos bandas. Entonces, como ahora, no se trató de un problema de convicciones
o lealtad: Othacehé y los otros emigraban para no perder la voluntad de sus
seguidores, para seguir en sus cargos luego de las votaciones.
Antecedente que ahora evaluó finalmente Cristina. Sin saber
de asados, ante el hecho consumado de la partida de Othacehé y la sangría
territorial que le provoca Massa, vuelve resignada a las fuentes, se fotografía
y ayuda a los antes impresentables intendentes, les entrega el PJ para que decidan
por su cuenta y le otorga carta blanca a De Vido para que formalice con ellos
las “efectividades conducentes” de las obras. De última, dirá la mandataria, si
hago el viraje económico que menos me gusta, ¿por qué no cambiar también en lo
político? Si en la facultad aprendió que “el que puede lo más, puede también lo
menos”.
Este giro le permite pasar de la depresión al esplendor,
reapareciendo volátil, exultante, en el municipio de La Tota, casi con
triunfalismo cinematográfico, anticipo de un acto masivo organizado por los
mismos barones en marzo, frente al Congreso, luego del aciago enero en que sólo
pensaba ocultarse bajo las sábanas. Cuando desde el búnker observaba los
movimientos de quienes, ella suponía, la querían destronar antes de tiempo.
Flota ahora aliviada, otra vez, en cierta estabilidad
económica –si ese calificativo puede atribuirse a que se detuvo el dólar
paralelo y no se despeñan las reservas– gracias a recetas elementales,
ortodoxas, más la colaboración de los bancos. Esa precaria bocanada le habilita
además una ventana política para precisar su objetivo: mantener o mejorar el 25
o 30% de los votos que las encuestas dicen que posee.
Con ese capital, cree, de mínima puede fulminar a un
candidato dentro del peronismo y, quizás, encumbrar a otro. O caminar por el
medio de ambos con algún aspirante inofensivo. Nadie en este esquema ficcional
debe superar para el 2015 el 20% de los votos. Si se da este acertijo, el
kirchnerismo puede figurar en la doble vuelta o ser determinante en el respaldo
a uno de los dos finalistas.
Este ensayo teórico ya se lo plantearon a ella misma en el
enero negro, cuando el declive económico resultaba tan inquietante que algún
funcionario influyente, y tal vez enviado, consultó por la crisis a Roberto
Lavagna. No era la única herejía, claro. Era cuando se iniciaba el conflicto
con Marcelo Tinelli –pelea inconclusa– y Othacehé mudaba la camiseta mientras
otros intendentes rumiaban su malestar. Lo de Othacehé significaba además un
golpe a Daniel Scioli: su mayoría parlamentaria en la provincia quedaba
expuesta, gobernar en esas condiciones le resultará mucho más caro, tendrá que
apelar al banquero de devoción cristinista que le presta plata a las provincias
con cláusula de dollar-linked.
Alguien de ese universo se lo explicó a Cristina, al tiempo
que también le señaló las torpezas gubernamentales en las elecciones pasadas,
cuando hasta se olvidaron de carteles y materiales proselitistas en algún
galpón. Debió aceptar las críticas, embebidas en un dulzón requiebro para no
lastimar la naturaleza femenina, soportar insolencias sobre La Cámpora –buenos
muchachos, hacen lo que se les dice, pero no pidas mucho más– y, sobre todo,
hasta impugnaciones sobre la inutilidad de ciertos funcionarios de la Casa
Rosada, lo que generó más de una discusión.
En una de ellas, cuando los dardos llovieron sobre Juan
Manuel Abal Media –ahora crítico de la administración, al igual que algún
familiar suyo–, el entonces jefe de Gabinete dispuso de pocos argumentos para
defender su impericia. Le molestó a Cristina. Ella misma condujo el
interrogatorio posterior agarrada al respaldo de una silla, hubo reconocimiento
y moqueo de su colaborador, disgusto creciente y hasta algún lagrimón del
compungido y afectado “mexicanito”. Como se sabe, días más tarde, lo sacó del
Gobierno.
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